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3. La paciencia

La segunda forma del buen celo es la paciencia recíproca: «Los hermanos tolerarán pacientemente sus flaquezas físicas y morales» (RB 72). Nadie está exento de defectos; aun las almas que más sinceramente buscan a Dios, los más cercanos a Él, que son objeto de gracias particularísimas, tienen sus imperfecciones. «Dios les deja estas flaquezas –dice san Gregorio– para mantenerlas en la humildad» [Diálogo, l. III, c. 14. P. L., LXXVII, col. 249]. Extrañarse de semejantes debilidades acusa poca experiencia; inquietarse por ello, denota que somos aún imperfectos; sólo los santos comprenden estas miserias y, sobre todo, las compadecen. Nuestros defectos pueden acaso agravarse por la educación, por hábitos viciosos, por las enfermedades que son el cortejo de la vejez; pueden dar lugar a naturales antipatías; a veces la sola vista de una persona es causa de aversión, de desagrado.
¿Cómo echar un velo sobre estas cosas? ¿Cómo impedir que se enfríe el corazón y aparezca el disgusto exteriormente? Sólo una caridad ardiente puede realizar el milagro de hacernos vencer a la naturaleza y amar a nuestros hermanos como son, hombres de carne y hueso.
¿No es así como Dios se porta con nosotros? Él nos ama personalmente tal como somos; nos estima con las cualidades particulares que tenemos, con todo cuanto de Él recibimos en bienes de gracia y de naturaleza, con todas las debilidades y defectos de que adolecemos. ¡De qué misericordiosa paciencia no dio muestras cuando éramos todavía sus enemigos «hijos de ira»! (Ef 2,3). Si entonces nos hubiera tratado con rigor de justicia, ¿dónde estaríamos ahora? Y ¡cuántas veces nos ha perdonado! ¡Con qué magnanimidad enteramente divina nos ha esperado, como el padre, del hijo pródigo, iluminándonos en las tinieblas, tolerando nuestras resistencias, abriéndonos los brazos en cuanto hemos vuelto a Él!
Nuestro Padre san Benito nos da un admirable ejemplo de esta paciencia y benignidad; porque su alma grande, perfectamente santa y tan unida a Dios, estaba saturada de indulgencia y compasión. El ideal más grato a su corazón y presentado como modelo al abad es el del buen Pastor (RB 2 y 27). No siempre el abad se cuida de almas heroicas. Como el buen pastor, como el patriarca Jacob, cuya conducta evoca el Santo, no debe fatigar al rebaño con marchas excesivas; sino que será discreto con aquellos a quienes más difícil es el progresar (Gén 33,13; RB 64). Debe «odiar los vicios, pero amando a los hermanos» con un amor lleno de dulzura; porque «debe anteponer la misericordia a la justicia» (RB 64); y esforzándose él mismo por mantenerse en un alto grado de virtud, debe inclinarse hacia aquellos que ascienden lentamente, para sostenerlos, no sólo con el ejemplo, sino también con sus estímulos y su caridad.
¡Y qué condescendencia no muestra el Santo con los delincuentes! No se escandaliza ni se altera jamás; como médico caritativo, acude a todos los medios para salvarlos, «para consolar al culpable, inquieto y turbado, para sostenerlo y que no sucumba por la excesiva tristeza» (RB 27). Sólo cuando se ha evidenciado, por la inutilidad de sus esfuerzos y la ineficacia de la oración para el delincuente, que la voluntad de éste se obstina en el mal, es cuando se decide a apartarle de la comunidad (RB 28). Hasta entonces todo lo soporta; quiere que se franquee la puerta al fugitivo hasta tres veces, con tal que muestre sincero arrepentimiento (RB 29). Ya no cabe imaginar mayor condescendencia. Recordemos también con qué tiernas prevenciones, con qué solicitud maternal atiende a los niños y a los ancianos (RB 37); con qué amor tan ingenioso quiere que se soporte y cuide a los enfermos (RB 36). Podríamos decir que ninguna otra regla monástica exige a los que la practican una paciencia tan perfecta.
«¿Habráse leído, en lo tocante a generosidad compasiva, algo que se le pueda comparar? Ya podemos hojear todos los documentos de la tradición, aun mucho después del siglo VI, cuando la disciplina eclesiástica se mostró más indulgente con la debilidad humana; no encontraremos nada que supere o iguale a la amplitud misericordiosa del gran Patriarca. Sólo quizás algunas almas extraordinariamente grandes, como san Agustín o san Gregorio, recibieron en suerte un tesoro tan abundante de condescendiente caridad.
Se dice que la Regla benedictina es un resumen, «un misterioso compendio» del Evangelio, y que éste se reduce a una sola palabra: caridad. Empero, se puede decir de la Regla benedictina que lo resume y abrevia en muchísimos puntos, compendiándolo todo en la compasión» [D. G. Morin, El ideal monástico y la vida cristiana en los primeros siglos, c. X.].
La Regla es verdaderamente en este punto un eco fiel del Evangelio; conviene, en efecto, observar que donde san Benito habla de la caridad fraterna, siempre recuerda las palabras de Jesucristo (RB 27; 36 y 53). Nuestro amable Salvador es el más completo modelo de esta paciencia. Nos dice especialmente con palabras terminantes que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Y el evangelista le aplica el bello texto de Isaías, texto que el Patriarca refiere al abad: «No quebrará la caña hendida, y no apagará la mecha humeante» (Mt 12,20; Is 19,3 y RB 64).
En vez de sofocarla, espera pacientemente, espera la hora de la gracia, la hora en que de esta mecha vacilante brotará una llama de amor puro, como sucedió a la Magdalena, a la Samaritana y a tantos otros. Él demostró una bondad compasiva para todas las miserias humanas, aun para aquellas más deformes a sus divinos ojos, las del pecado. Y ¡qué paciencia tan admirable no demostró con los discípulos! Los ve muchas veces contender entre sí, descubriendo su ambición; los encuentra titubeantes en la fe, impacientes, hasta el punto de rechazar a los niños de la presencia del Maestro (Mt 19,3); aun después de la Resurrección tiene que reprenderlos por su dureza de corazón, por los reparos que ponen en creer (Mc 16,14; Lc 24,25), no obstante la multitud de milagros y prodigios obrados en su presencia. Es un admirable modelo de paciencia, la cual llegó hasta el extremo de soportar en su compañía al traidor que había de venderlo el día de su pasión.
¿De dónde proviene tanta paciencia del Corazón de Cristo? De su amor: ama a sus discípulos porque ve en ellos el núcleo de aquella Iglesia por la que venía a dar su sangre: «Amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,25); y porque los ama, los tolera en su compañía con infinita mansedumbre.
He aquí nuestro modelo: tengamos siempre los ojos fijos en Él, y, a su ejemplo, aprenderemos a ser mansos y humildes de corazón. En vez de escandalizarnos por los defectos del prójimo, veremos en cada uno de los hermanos todo cuanto de bueno y de noble puso Dios en él, y soportaremos de buen grado, con gran paciencia, todas sus imperfecciones de carácter, todas sus miserias físicas.
Sabremos convivir con los hermanos; en la recreación, por ejemplo, por gravoso que se nos haga este ejercicio de la vida común, no nos dispensaremos de él con pretextos inútiles, antes bien, aportaremos a él un espíritu de cordialidad, que alegre a nuestros hermanos; es ésta una magnífica ocasión para que la caridad fraterna se exteriorice en todas sus formas. No consideraremos tampoco severamente las excepciones concedidas a otros; si nosotros no necesitamos esas dispensas, no por eso las juzgaremos como concesiones a la molicie, ni censuraremos a los superiores que las conceden en la mesa, en el trabajo, en las recreaciones.
«Tened –diremos con san Pablo– entrañas de misericordia, como elegidos de Dios que aspiran a la caridad y son amados del Señor; revestíos de benignidad, humildad, modestia, paciencia, tolerándoos recíprocamente» (Col 3,12-13). ¡Qué razón tiene el Apóstol al juntar la humildad y la paciencia! El que es humilde no se tiene a sí mismo por perfecto; no es exigente con los demás; no descubre las debilidades del prójimo para criticarlas con malignidad y dureza; no tiene aquel «celo amargo» que, naciendo en el alma del sentimiento de la propia perfección, se mantiene fácilmente imperioso e intransigente para con los demás. La paciencia es hija de la humildad, como el orgullo es frecuentemente causa de la impaciencia. [Es lo que repetidas veces decía a santa Catalina de Siena el Padre eterno. (Diálogo, en diversos lugares, especialmente en el Tratado de la obediencia)]
Por tanto, «os ruego –añade san Pablo– os comportéis con humildad y dulzura, con paciencia, soportándoos caritativamente y esforzándoos en conservar la unidad del Espíritu de amor en el vínculo de la paz» (Ef 4,2-3).
La razón que da el Apóstol para estas exhortaciones, es que todos somos una cosa en Cristo, miembros de su místico cuerpo. «Debemos, pues, conllevarnos unos a otros, a imitación de nuestra cabeza, el Señor Jesucristo, que dio su vida por cada uno; para que, por la caridad, que hace de todos un solo corazón, podamos unánimemente glorificar con una misma boca al mismo Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15,11).
«Soportando –continúa el Apóstol– cada uno el peso de los demás, cumpliremos toda la ley de Cristo» (Gál 6,2). «Esta caridad» humilde y paciente, que es «vínculo de perfección, será para nosotros fuente de dones celestiales, porque nos aporta con abundancia el «don por excelencia de nuestra común vocación, la paz de Cristo Jesús»: «Sobre todo mantened la caridad, la cual es el vínculo de la perfección; y que triunfe en vuestros corazones la paz de Cristo, paz divina a la que fuisteis asimismo llamados para formar todos un solo cuerpo» (Col 3, 14-15).