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6. Cualidades que exige San Benito en el ejercicio de esta virtud: la fe

Mas para que la obediencia sea para el monje un canal de la divina gracia, debe revestir ciertas cualidades; y nuestro bienaventurado Padre las detalla con visible complacencia, por tratarse de una virtud tan predilecta. ¿Cuáles son estas cualidades? Se pueden reducir a tres principales, de las que derivan las demás: debe la obediencia ser sobrenatural y confiada; y además proceder del amor. Es, pues, la obediencia una aplicación práctica de las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Se observará que hablamos principalmente de las cualidades internas; y es que la obediencia, como la humildad, de la cual se deriva, reside esencialmente en el alma. Una vez analizadas las condiciones del ejercicio de esta virtud en su aspecto interno, procederemos a la explicación de su práctica externa y notaremos las cualidades que deben concurrir en la ejecución material de la obra mandada.
Primera cualidad de nuestra obediencia: ser sobrenatural, es decir, estar inspirada en el espíritu de fe: hay que obedecer al superior como si fuera el mismo Dios.
Nuestro santo Legislador insiste, y con razón, sobre este punto, que es capital: «Hay que creer –nos dice– que el abad representa a Cristo» (RB 2). Subrayamos esta palabra «creer», que indica que la fe es el principio de nuestra sumisión. De ella hace proceder san Benito la prontitud en la obediencia. Conviene, dice, «obedecer sin tardanza» (RB 5), y da la razón: «Con tanta puntualidad como si el mismo Dios lo ordenase» (RB 5). Y es que, verdaderamente, la orden viene de Dios, como en seguida nos lo recuerda el santo Patriarca en las palabras de la Escritura: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha». Insiste sobre esto; encarece que no olvidemos que «la obediencia prestada a los superiores, a Dios mismo la prestamos» (RB 5).
Rendimos al obedecer un homenaje a Dios y al orden sobrenatural que ha establecido para conducirnos a Él. Sus caminos no son como los nuestros. Lo hemos hecho notar más de una vez: particularmente desde la Encarnación obra en sus relaciones con nosotros por medio de los hombres. Lo vemos en los sacramentos, por los que recibimos la gracia acudiendo a los hombres establecidos por Jesucristo para conferirlos; lo vemos asimismo en el amor al prójimo, en el cual se manifiesta la sinceridad de nuestro amor a Dios.
Lo mismo pasa con la obediencia. Esta economía divina es como una prolongación de la Encarnación. Desde que Dios se unió a la humanidad en la persona de su Hijo, se comunica regularmente a las almas por medio de los miembros de Jesucristo; y porque éste es el plan divino, aceptarlo es andar seguros por la vía de la salvación y de la perfección; desviarnos de él sería, en cambio, sustraernos a la gracia.
La conversión de san Pablo nos ofrece un ejemplo notabilísimo de esta economía. Cuando derribado y cegado por luz divina en el camino de Damasco, el futuro apóstol pregunta lleno de temor: «Señor, ¿qué quieres que haga?», no le manifiesta el Señor directamente su voluntad, sino que lo encomienda a un cristiano, a Ananías: «Levántate, entra en la ciudad y allí él te dirá lo que has de hacer» (Hch 9,6).
¿Por qué razón se hace Dios reemplazar cerca de nosotros por hombres? A fin de que nuestra obediencia, inspirada en la fe, preste homenaje a su divino Hijo, y nos sea meritoria. Si Él se manifestase con todo el esplendor de su poder, ¿qué mérito sería obedecerle? Quiere Dios que le adoremos, no sólo en sí mismo, no sólo en la humanidad de su Hijo Jesús, sino también en los hombres que Él ha escogido para dirigirnos. Nos sería, sin duda, infinitamente más grato que Dios nos revelase directamente o por medio de un ángel su voluntad; pero, ¿qué resultaría de ello? Las más de las veces un extraordinario acrecentamiento de nuestro amor propio, o, en el caso de resistirnos, una culpabilidad más evidente.
Dios no lo quiso así. Y el medio que adoptó para imprimir su iniciativa a nuestra vida es el que recuerda san Benito con las palabras del Salmista: «Estableciste hombres sobre nuestras cabezas» (Sal 65,12; RB 7) para que nos guíen; hombres como nosotros, «mortales, débiles y flacos» [San Agustín, Sermo LXIX. c. I. P. L., 38, 440], que manifiestan su impotencia. Es algo contrario y penoso a la naturaleza; pero es el camino prescrito por la sabiduría divina. Medio humillante porque nuestro orgullo y amor de independencia se sienten rebajados al haberse de someter a otro hombre, que no está libre de imperfecciones, ya que todos son infieles a su ideal: «Todo hombre es falaz» (Sal 115,11). Pero Dios lo ha ordenado así para ejercitar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.
Primeramente la fe. Es conveniente que la criatura libre sea probada antes de obtener el Bien infinito, para que sus obras sean meritorias; y para nosotros la prueba está en la fe. Vivir en la oscuridad de una fe práctica y activa constituye el homenaje que Dios reclama de nosotros. Ahora bien: la obediencia nos proporciona la ocasión de manifestar a Dios nuestra fe en Él: es la manifestación práctica de nuestra fe. Es necesaria, en efecto, una fe grande, perfecta, para obedecer constantemente a un hombre, que ciertamente representa a Dios, pero conservando todas sus imperfecciones; de ahí proviene una profunda virtud y un gran mérito.
Un día en que santa Gertrudis suplicaba a nuestro Señor que corrigiese de ciertos defectos, por desgracia harto palpables, a uno de sus superiores, Jesucristo le respondió: «No sólo éste, sino también los demás que gobiernan tu congregación, que me es tan grata, tienen sus defectos; ¿lo ignoras? Nadie en este mundo está libre de miserias, y tolerar esto es un efecto de mi misericordia, que así quiere aumentar vuestros méritos. Los súbditos deben dar muestras de mayor virtud sometiéndose al representante de la autoridad, cuando éste es imperfecto, que cuando su conducta fuere irreprochable» [Dom Dolan, Sainte Gertrude, sa vie intérieure, c. V].
Si miramos la sagrada Hostia, los sentidos nos dicen: «Aquí no está Cristo; no hay más que un pedazo de pan». Vemos, tocamos y gustamos solamente pan. Mas Jesucristo nos dice: «Éste es mi cuerpo» (Mt 26,26); y nosotros, haciendo caso omiso de los sentidos, decimos a Cristo: «Tú lo has dicho; yo lo creo». Y, para manifestar nuestra fe, nos postramos ante Jesucristo real y substancialmente presente bajo aquellas apariencias, le adoramos y nos ofrecemos a su voluntad.
De la misma suerte, Jesucristo está escondido en la persona de nuestros superiores: el abad, a pesar de sus imperfecciones, representa a Cristo. Para nosotros, san Benito es categórico en este asunto. Jesucristo se esconde bajo las deficiencias y debilidades del hombre, como se esconde bajo las especies sacramentales. Pero el superior está puesto «sobre el candelero» (Mt 5,15). En contacto incesante con él, palpamos necesariamente sus imperfecciones y su insuficiencia, y somos tentados a exclamar: «Este hombre no es Cristo; su entendimiento limitado no es infalible; puede engañarse, es susceptible de tomar esta o aquella determinación guiado de prejuicios».
Sin embargo, la fe replica: «Creemos que el abad hace las veces de Cristo»; y tanto si el que nos preside es un Salomón como si es un hombre desprovisto de ciencia, la fe nos dice que es un representante de Cristo; descubre a Cristo a través de las imperfecciones de aquel hombre. Si tenemos fe, nos vemos obligados a exclamar: creo, y obedeceremos a tal hombre, porque sometiéndonos a él obedecemos al mismo Cristo y permanecemos a Él unidos: «Quien a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10,16).
Ver siempre de esta manera a Jesucristo en el superior, aunque éste se manifieste con todos sus defectos, y obedecerle sin reservas y en todo momento, exige una fe muy robusta: porque obedecer siempre sobrenaturalmente, sin desmayar jamás, es duro y mortificante para la naturaleza.
Pero es muy cierto, con una certeza que me atrevería a llamar divina, que el Señor no dejará de su mano al alma que obedece con este espíritu de fe y le ofrece con alegría el sacrificio de la propia abnegación. En la profesión monástica contratamos con Dios y le dijimos: «Dios mío, he venido a buscarte; todo lo dejé por tu amor y ahora depongo a tus pies mi independencia y libertad; te prometo someterme en todo al superior, obedecerle aun en las cosas contrarias a mi gusto, a mis ideas». A su vez, Dios responde: «Yo te prometo que a pesar de las debilidades y flaquezas de quien me representa cerca de ti, te guiaré en todos los caminos de la vida hasta alcanzar lo único que necesitas: el amor perfecto y la íntima unión conmigo».
Si cumplimos la parte que nos corresponde del contrato, Dios no dejará, ciertamente, de cumplir la suya; ha dado su palabra, palabra de Dios: «Fiel es Dios» (1 Cor 1,9). Pensar lo contrario sería negar la Veracidad, la Sabiduría, la Bondad y el Poder de Dios: esto es, negar al mismo Dios.