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4. Mortificaciones que sugiere la buena voluntad y condiciones esenciales que requiere San Benito

Aunque debemos reservar el primer lugar a las penitencias prescritas por la Iglesia y por la Regla, con todo no debemos tener en menos las mortificaciones libremente sugeridas por la libre iniciativa, por la buena voluntad. En el monasterio se respeta completamente la iniciativa personal: san Benito, no sólo la permite, sino que hasta la sugiere. Basta leer el capítulo que trata de la Cuaresma, en el cual recomienda «que cada cual añada algo a lo que de ordinario se exige» (RB 49); o sea, oraciones peculiares, mayores abstinencias en la comida y sueño, silencio y recogimiento más riguroso. En esto el santo Legislador se reduce a proponernos algunos puntos, porque el campo es ilimitado y deja el campo abierto a la iniciativa particular: «Cada cual, además de su obligación ordinaria, ofrezca algo espontáneamente».
No se limita en este punto san Benito a la Cuaresma solamente; extiende esta iniciativa privada a toda la vida del monje, como lo pone bien claro en el principio del susodicho capítulo. Si en ningún momento intenta descorazonar a los débiles, abre también ancha vía para que los más esforzados satisfagan sus santas ambiciones: «Para que haya algo proporcionado a los deseos de los fuertes» (RB 64). Hay obras supererogatorias que sólo éstos pueden hacer; los otros, impotentes, por su escasa salud, para cumplir íntegramente la vida común, se impondrán discretamente algunas penas más ligeras, a fin de que, aunque se vean obligados a renunciar a la «letra» de la disciplina regular, den al menos alguna prueba de querer observarla en su espíritu.
Mas cualquiera que sea el motivo que incite a abrazar estas penitencias de libre elección, san Benito las somete a una condición esencial. Todo proyecto de mortificación que sea extraño al régimen prescrito debe someterse a la aprobación de aquel que para nosotros representa a Cristo (RB 49).
El fin que se propone con esto es bien digno de un clarividente director de almas: «No se propone disminuir la iniciativa y resoluciones varoniles, sino dirigirlas y hacerlas fecundas» [Abad de Solesmes, Commentaire sur la Règle de S. Benoît, página 364]; busca una garantía contra la propia voluntad; quiere que esquivemos el peligro de la vanagloria que se infiltra tan fácilmente en el corazón de quienes escogen por sí mismos las mortificaciones. «Todo lo que se haga sin el consentimiento del Padre espiritual se reputará a presunción y vanagloria y no obtendrá recompensa alguna» (RB 49).
Nuestro bienaventurado Padre nos exhorta además a ofrecer a Dios estas obras supererogatorias «con gozo del Espíritu Santo» (RB 49). Alegrémonos de tener ocasión de ofrecer a Dios estos actos de penitencia; acompañemos el don con fervor y alegría cual corresponde a la magnanimidad y a la generosidad: «Dios ama al que da con alegría» (1 Cor 9,7; RB 5).
Pero antes de hablar de las penitencias excepcionales, debemos tener presente la actitud que San Benito nos recomienda de un modo general respecto de los bienes creados que Dios nos concede en este destierro, y de los goces que de ellos se derivan. El santo nos da un consejo inmejorable: «No abrazar los placeres» (RB 4). Lo que perjudica al alma en esta materia de goces creados es el «darse», el abandonarse demasiado a ellos. Aunque Jesucristo comía, contemplaba las bellezas de la naturaleza y gozaba del encanto de la amistad, sólo se daba de lleno a su Padre y a las almas. Así, a nosotros la propia renuncia nos veda derramarnos en las criaturas, aun en cosas permitidas. Si atendemos a esta norma de conducta trazada por san Benito, el alma poco a poco adquiere la santa libertad de espíritu y de corazón con respecto a las criaturas, libertad que fue una de las virtudes características de nuestra gran santa Gertrudis, y le valió de Jesucristo los más altos favores.
Volviendo a la cuestión de las mortificaciones externas y penitencias aflictivas, advertiremos que conviene suma discreción en su uso. El grado de mortificación voluntaria debe ser proporcionado a la vida pasada del alma y a los obstáculos que vencer, y es al director espiritual a quien toca fijarlo.
Sería una temeridad peligrosa emprender mortificaciones extraordinarias sin ser llamados a ellas por Dios: porque el poder darse a constantes penitencias que mortifican la carne es un don de Dios. Cuando lo concede al alma, señal es de que la quiere ver avanzar profundamente en las vías espirituales, y muchas veces de que quiere prepararla a recibir inefables comunicaciones de su divina gracia; deja al alma que se despoje enteramente de sí para poseerla sin la más pequeña reserva.
Mas conviene ser llamados a entrar por este camino. Meterse en él por propia iniciativa sería peligroso. Para someterse a estas grandes mortificaciones menester es una gracia especial que Dios sólo concede a los que llama por ese camino. Sin esa gracia, el cuerpo se debilita, y entonces para acudir a su restablecimiento tal vez nos resbalemos en la relajación con gran detrimento del alma, y no sin grandes molestias tanto para sí como para los demás. [Es la enseñanza que daba el Señor a santa Catalina. (Diálogo, Apéndice sobre el don del discernimiento, cap. VII)].
Muy sabiamente prescribe, pues, el gran Legislador, como acabamos de ver, que, en materia de mortificaciones externas, nada se haga «sin el consentimiento del Padre espiritual», porque, dice, «cada cual ha recibido de Dios la gracia que le conviene» (1 Cor 7,7; RB 40): Tiene cada cual de Dios su propio don, uno de una manera y otro de otra.
El terreno en el cual podemos obrar sin ningún género de límites y en el cual, por otra parte, se consagra la verdadera perfección, es el de la mortificación interior, aquella que reprime los vicios del espíritu, que quebranta el amor propio, el juicio personal y la voluntad; que frena las tendencias orgullosas, vanas, suspicaces: que pone a raya la ligereza, la curiosidad y la disipación; que nos sujeta, sobre todo, a la vida común, que es la mejor mortificación.
Acomodémonos al horario de la jornada: levantarse al primer toque de campana, ir al coro, lo mismo si estamos bien que si estamos mal dispuestos, para alabar a Dios con atención y fervor; cumplir los mil detalles de la Regla como están prescritos para el trabajo, las comidas, la recreación, el dormir; someterse constantemente, sin murmurar ni singularizarse, constituye una excelente penitencia, por la cual el alma es infinitamente grata a Dios y soberanamente flexible a la acción del Espíritu Santo.
Pongamos por ejemplo el silencio. ¡Cuántas veces durante el día tendremos ocasión de hablar sin motivo! Pero digamos: «No, por amor de Cristo, por guardar intacto en mi alma el perfume de su divina presencia, no hablaré». La jornada puede de esta manera desarrollarse en actos de mortificación, que son otros tantos actos de amor. También la obediencia inmediata a la voz de Dios que nos llama a un ejercicio determinado es una fuente de virtud. «Al punto, dejándolo todo» (RB 5), dice san Benito. Estas palabras parecen no decir nada, mas para practicarlas constantemente requieren una gran virtud. Tengo un trabajo entre manos y toca la campana. Se le ocurre a uno decir: «En un santiamén lo termino». Si atiende a esta sugestión, antepone su voluntad a la de Dios; no renuncia a sí mismo; no obra como quiere san Benito: «Dejar sin terminar lo que traía entre manos».
Pequeñeces, dirá alguno. Si lo son en sí mismas, pero cosas muy grandes por el amor que las inspira, grandísimas por la santidad que por ellas adquirimos. «Aquel que por mí –decía Dios a santa Catalina de Siena– pretende mortificar su cuerpo sin renunciar a su propia voluntad, yerra en creer que me es grato» [Diálogo, cap. X]. No, no agradamos a Dios si no cumplimos en todo su beneplácito.
Aceptemos también de buen grado las mortificaciones que la Providencia nos envía: el hambre, el frío, el calor y tantas otras incomodidades, de lugar, tiempo y persona que nos son contrarias. Se dirá que son fruslerías; sí, pero forman parte del plan divino sobre nosotros, y por eso debemos mirarlas con amor.
Recibamos también con buen corazón, si Dios la manda, la enfermedad, y lo que es más penoso, un habitual malestar, un achaque para toda la vida; aceptemos la adversidad, la sequedad espiritual como mortificaciones dolorosas a la naturaleza. Si lo hacemos con sumisión amorosa, sin aflojar en el servicio de Dios, aunque se presente el cielo frío y sordo a nuestras oraciones, el alma se abrirá más y más a la acción divina. Porque, como dice san Pablo «Todo concurre al bien de los que Dios ha predestinado para la gloria» (Cfr. Rom 8,28).