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2. Como pontífice

Al ideal de pastor, tantas veces evocado en la Regla, añade la Iglesia en la bendición del abad el de pontífice. En efecto, con las fórmulas de sus invocaciones, su rito y las insignias exteriores de que reviste al electo, la esposa de Cristo quiere significar a la vista de todos la cualidad de pontífice que vincula al oficio del jefe del monasterio por ella bendecido.
También en esto representa a Jesucristo el abad: el cual debe esforzarse, en cuanto se lo permita su debilidad, en realizar este ideal sublime con la santidad de vida. San Benito se lo exige; debe «unir a la doctrina de sabiduría el mérito moral» (RB 64).
Es necesaria al pontífice la santidad personal. Todo pontífice, dice san Pablo, es intermediario entre Dios y los hombres (cfr. Heb 5,1); él presenta a Dios las oraciones y los votos del pueblo y, por su conducto, se comunican a las almas los dones celestiales. Mal podría allegarse a Dios y abogar eficazmente por el pueblo, si no fuera agradable al Señor por la pureza de su vida.
Llamado Jesús por el Padre a ser por derecho propio el Pontífice único, es «santo, inocente, inmaculado, segregado de los pecadores y ensalzado sobre los cielos» (Heb 7,26); tan encumbrado que es el mismo Hijo de Dios y, como tal, objeto de las complacencias del Padre: por esto puede abogar por nosotros. Además de la santidad personal, posee Jesús «la gracia de cabeza», por la cual es «cabeza nuestra», un medianero todopoderoso, que comunica a todo su cuerpo místico vida y santidad. Toda acción de Jesús, además de homenaje de amor supremo a su Padre, es fuente de gracia para los hombres.
Algo análogo tiene que verificarse, en cuanto lo permita la naturaleza humana, en quien es cabeza del monasterio. Cuando la Iglesia lo establece canónicamente, pide a Dios que le comunique «el espíritu de la gracia de salvación»; que «se complazca en derramar sobre él el rocío de copiosas bendiciones». El obispo, extendiendo las manos sobre la cabeza del elegido, pide que sea verdaderamente elegido del Señor y digno de ser santificado.
Desde este momento ha de esforzarse el abad en no vivir y santificarse únicamente para sí, sino para sus hermanos; de suerte que pueda decir como el Pontífice supremo, cuyo representante legítimo es, y de cuya dignidad participa: «Me santifico por ellos» (Jn 17,19). El día de su profesión monástica se consagró a Dios sin reserva para glorificarlo en su perfección personal; mas, después de la bendición abacial, debe tratar con empeño de procurar, en la medida de sus fuerzas, la gloria de Dios, con la santidad y la fecundidad de las almas que se le han confiado, «a fin de que el pueblo que sirve al Señor crezca en mérito y en número» (Oración super populum del martes de Pasión).
Cada grado de unión mayor con Dios y cada paso adelante en la vía de la santidad, le hará más poderoso ante Dios y más fecundo en su acción sobrenatural sobre los espíritus y corazones: todo lo cual da una importancia capital a la santidad personal que san Benito exige del abad.
Acuérdese siempre el abad, dice el santo Patriarca, de que «debe dirigir las almas a Dios» (RB 2), y de que en toda sociedad el jefe debe ser «el modelo del rebaño» (1 Pe 5,3). Sin duda alguna, el abad comunica al monasterio su propio sello, reflejando sobre él su manera peculiar de ser. Con razón puede decirse: «Cual es el abad, tal es el monasterio»; lo cual podemos comprobar si registramos la historia de las órdenes religiosas. Los primeros abades de Cluny, Odón, Odilón, Máyolo y Hugo, los cuatro fueron grandes y admirables santos, a quienes la Iglesia concedió el honor de los altares; su santidad ilustró a la Abadía con tan brillantes resplandores, que era llamado el célebre monasterio «atrio de los ángeles» [Vita sancti Hugonis auct. Hildeberto. Migne, P. L., t. CLIX, 885].
Todos tuvieron un largo abadiato; de suerte que las dos primeras centurias de Cluny son una verdadera florescencia de santidad. Después les sucedió otro que estaba bien lejos de la santidad de sus predecesores, y Cluny comenzó entonces a decaer en el camino de la perfección, siendo necesarios para encauzarlo de nuevo los esfuerzos reformatorios de otro santo, Pedro el Venerable.
Este ejemplo, entre mil, demuestra que el abad es la Regla viviente que plasma a su imagen el monasterio.
¿Por qué la santidad personal es, además, indispensable en el abad? Para cumplir enteramente su oficio de medianero. Dice san Gregorio en uno de sus escritos, que si un embajador no es persona grata al soberano a quien es enviado, lejos de favorecer la causa representada, corre riesgo de comprometerla; y en otra parte, afirma que el Pontífice no podrá interceder eficazmente por su rebaño si no es un familiar de Dios, por la santidad de vida. [«¿Cómo podría usurpar el lugar de intercesor ante Dios en pro del pueblo quien no sabe hacerse familiar de su gracia con el mérito de su vida?» (Reg. past., I, 10. Cfr. Lex Levitorum, por Mgr. Hedley, obispo de Newport. Traducción francesa, pág. 218). Nótese que san Gregorio emplea las palabras «mérito de su vida», empleadas también por san Benito].
No basta, pues, que el abad observe una vida pura, irreprensible, para que pueda con su ejemplo arrastrar a sus hermanos por el camino de la santidad: es preciso que sobresalga por «el mérito de su vida», para poder interceder con más eficacia delante de Dios en favor de su rebaño; y con ello señalamos la condición más alta de la influencia vital que la cabeza puede ejercer sobre los miembros de la sociedad monástica. En el Antiguo Testamento, los jefes de Israel, como Moisés, obtenían los divinos favores para su pueblo, porque eran santos, amigos de Dios. «Id a mi siervo Job –oímos al Señor–; él rogará por vosotros; le atenderé benévolo y olvidaré vuestro proceder insensato» (Job, 42,8).
Moisés y Job eran, en ese punto, figuras anticipadas de Cristo, único y verdadero medianero que puede aplacar la justicia del Padre y obtenernos todos los dones celestiales. Y ¿por qué nuestro divino Pontífice decía que «siempre era oído del Padre» (Jn 11,42), sino porque «siendo puro, inmaculado, más alto que los cielos» (Heb 7,26), es por excelencia «el Hijo de predilección»? (Col 1,13).
Si, pues, el abad quiere desempeñar dignamente su misión, debe tratar con todas veras de unirse a Dios. En Jesucristo, la humanidad estaba hipostáticamente unida al Verbo, y de esa unión fluían raudales de gracias sobre las almas; por analogía, y en cuanto se compadece con la humilde condición humana, el abad debe unirse y vivir la vida del Verbo divino, para extraer de «sus tesoros de sabiduría y ciencia» (Col 2,3) las gracias que ha de derramar sobre su rebaño.
Tenga entendido que sólo con una vida de oración alcanzará esta fecunda unión. Como Moisés en la montaña, debe tratar familiarmente con Dios (Cfr. Ex 19,3-20,21; 32,11-14.30-35; Dt 5,23-31) y entonces podrá comunicar eficazmente a sus hermanos las órdenes del Señor y las luces recibidas en el comercio asiduo con Aquel que es «padre de las luces, de quien desciende todo don perfecto» (Sant 1,17), capaz de regocijar a las almas.