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4. Disposiciones indispensables: preparación inmediata; intenciones por las que debe recitarse el oficio

Para que el oficio divino produzca estos preciosos frutos menester es que sea bien recitado. No es un sacramento que obre «por sola la obra en sí»; su fecundidad depende en gran parte de las disposiciones del alma. Es una obra divina sumamente agradable a Dios, un medio de santificación y unión privilegiado, a condición de que nosotros aportemos las disposiciones requeridas. ¿Cuáles son estas disposiciones?
Se requiere, ante todo, preparación. La perfección con que nosotros cumplamos esta obra depende grandemente de la preparación del corazón, que es lo primero que Dios tiene en cuenta: «Tu oído escuchó la preparación de su corazón» (Sal 10,17). «Para cualquier obra que emprendamos –nos dice en términos generales el santo Patriarca– es menester que pidamos a Dios con oración constante, que la lleve a feliz término» (RB, pról.). Si esta recomendación se extiende a todos los actos, ¿con cuánta más razón se aplicará a una obra que requiere fe, caridad, paciencia, profunda reverencia, que es para nosotros la «obra» por excelencia, «la obra de Dios»?
Si no solicitamos el auxilio divino antes de la oración litúrgica, no la cumpliremos bien. Si no nos recogemos antes de empezar el oficio, si dejamos divagar la imaginación, o empezamos ex abrupto, esperando que el fervor nacerá por sí solo en el alma, caemos en una ilusión. La Escritura dice: «Antes de la oración prepara tu alma, y no seas como el que tienta a Dios» (Eccl 18,23). ¿Qué significa tentar a Dios? Significa comenzar una obra sin contar con los medios para llevarla a cabo. Si empezamos el oficio divino sin preparación, no lo recitaremos bien; y esperar de lo alto las debidas disposiciones, sin adoptar nosotros los medios necesarios, es tentar a Dios.
La primera disposición es prepararse con oración ferviente: instantissima oratione. Por esto hacemos «estación» en el claustro antes de entrar en la Iglesia. El silencio debe ser en ella absoluto para no distraer el recogimiento de los demás, evitando turbar con palabras, incluso necesarias, pero que pueden dejarse para otros momentos, el trabajo de un alma que se dispone para unirse a Dios.
Los instantes que transcurren en la estación son instantes preciosísimos. Está del todo demostrado que el fervor durante el oficio está en razón directa de la preparación inmediata, y que es muy cierto que si no nos preparamos saldremos de la «obra de Dios» como hemos entrado, además de habernos hecho reos de negligencia.
¿En qué consiste la preparación? [Hablamos de la preparación inmediata, dando por conocida y admitida la remota. Ésta es de orden moral: la pureza de corazón y la habitual presencia de Dios; y de orden intelectual: el conocimiento de los sagrados textos, de las rúbricas, del canto, etc.]. Desde que la campana nos llama: «Venid a adorarle» (Sal 94,6), debemos abandonar toda ocupación, «al punto, desocupadas las manos y dejando sin terminar lo que se estaba haciendo» (RB 5); reconcentrar nuestros pensamientos en Dios y decirle con un corazón sincero: «Heme aquí, Dios mío, vengo a glorificarte: haz que sólo me dedique a Ti».
Acto continuo, con gesto decidido y generoso, debemos desprendemos de toda preocupación extraña, de todo pensamiento que pueda distraernos, y recoger, para concentrarlas en la obra que vamos a empezar, todas nuestras potencias: inteligencia, voluntad, corazón, imaginación, para que todo nuestro ser, cuerpo y alma, alabe al Señor: «Bendice, oh alma mía, al Señor, y todo lo que hay dentro de mí alabe su santo nombre» (Sal 102,6). Digamos con David, el cantor sagrado: «Todas mis energías las guardo para ti, Señor, para tu servicio; quiero consagrar a tu alabanza todo mi poder» (Sal 58,10).
Unámonos después por comunión espiritual de fe y amor, con el Verbo encarnado; porque debemos, como en todas las cosas, recurrir a nuestro modelo, a nuestro Jefe. Cristo gustaba de los salmos. Por el Evangelio sabemos que muchas veces citó el texto inspirado; por ejemplo el magnífico salmo 109 Dixit Dominus Domino meo, que ensalza su gloria como Hijo de Dios, triunfador de sus enemigos. Estos salmos fueron recitados por sus divinos labios, y «de tal modo, que su alma se apropiaba el texto de la poesía sagrada como cosa suya» [Dom Festugière, o. c.]. Nosotros recitábamos entonces los salmos en Él, como Él los recita ahora en nosotros, a causa de la maravillosa unión de gracia entre Cristo y sus miembros. [«Le rogamos, pues, a Él, por Él y en Él; y las palabras que decimos, las decimos con Él y Él las dice con nosotros; decimos junto con Él y Él dice junto con nosotros la oración de este salmo», San Agustín, Interpretación del Sal LXXXV, 1. P. L., XXXVII, col. 1.082].
El mismo Señor lo dio a entender a santa Matilde. Un día que ella le preguntó si recitaba las horas cuando estaba en la tierra, le respondió: «No las recitaba como lo hacéis vosotras; no obstante en aquellas horas rendía homenaje a Dios mi Padre. Lo que hacen ahora mis discípulos lo inauguré yo, como el bautismo, por ejemplo. Yo observé y cumplí estas cosas por los cristianos, santificando y perfeccionando así los actos de los que en mí creen». Y daba el divino Salvador este consejo a la Santa: «Al empezar el rezo di de corazón y con la boca: Señor, uniéndome a la intención con que en la tierra cantasteis salmos en honor del Padre, quiero recitar esta hora en vuestro honor. Después no prestarás atención más que a Dios; y cuando, con la frecuente repetición, te sea habitual esta costumbre, el oficio será tan excelso y noble a los ojos del Padre, que parecerá identificarse con lo que Yo mismo practiqué» (El libro de la gracia especial, parte I, c. 31, Del modo de decir las horas).
[Nuestro Señor explicaba más explícitamente la misma doctrina a otra monja benedictina, la madre J. Deleloë: «Un día –cuenta ella misma–, habiendo el Amado acercado amorosamente mi corazón al suyo, me parecía que el Esposo lo introducía verdaderamente sumergiéndolo en la parte más íntima de su divino Corazón, con grandes caricias y demostraciones de ternura. Se me dio a entender que el Amado me concedía esta gracia, para que mi alma, que era toda de su Majestad, no se presentase sola ante el Eterno a reconocerlo y amarlo, sino que unida al divino Señor, acompañada por Él como transformada en el único objeto de sus eternas delicias, pudiese amar y honrar más profundamente a la divina Majestad, con el Corazón y por el Corazón adorabilísimo de su Hijo, mi Amado, y fuese así recibida más graciosamente por la divina Bondad». Dom Déstree, Une mystique inconnue du XVIIe siècle, la mère Jeanne Deleloë, Paris, 1925].
No olvidemos, pues, que Jesucristo recitó los salmos, y no sólo «como particular, sino como cabeza de la humanidad, identificándose moralmente con toda la raza de Adán. Su corazón se conmovió por todos los peligros, los combates, las caídas, los sufrimientos, las esperanzas que agitan a los hombres, dirigiendo al Padre, con su plegaria, la oración suprema y universal de toda la humanidad» [Dom Festugière, o. c., pág. 115]. Esto es cierto, tanto de la oración de Jesús, como de toda su obra, de su sacrificio.
En esto encontramos la razón de que la liturgia recurra siempre a Jesucristo, al Hijo amado. Todas sus oraciones terminan con el recuerdo de los méritos y de la divinidad de Jesucristo: «Por nuestro Señor Jesucristo». En la misa, centro de la liturgia y de la religión, el Canon, la parte más sagrada del sacrificio, se inicia apelando solemnemente a la mediación de Cristo: «A ti, Señor, clementísimo Padre, suplicamos aceptes estos dones, por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor»; y termina con la misma idea, aunque más explícitamente: «Por Él, y con Él, y en Él»: por Cristo, con Cristo y en Cristo, «podemos dar al Padre todo honor y gloria».
¿Por qué tanta insistencia? Porque el Hijo fue constituido medianero único y universal. Por esto san Pablo, tan compenetrado con los misterios de Cristo, nos exhorta con estas palabras: «Por Él ofrezcamos siempre el sacrificio de alabanza a Dios, confesando su santo nombre con nuestros labios» (Heb 13,15).
En Jesucristo encontramos el más seguro apoyo, porque Él es nuestro suplente; pidámosle que sea en nosotros el Verbo que alaba al Padre. En la santa humanidad, el principio personal de toda obra era el Verbo; pidámosle que sea Él el iniciador en nosotros de toda alabanza; unámonos a Él en el amor infinito que le lleva, en la Trinidad, a glorificar al Padre, y en el amor inmenso que tiene a la Iglesia, su cuerpo místico: «Cristo amó a la Iglesia» (Ef 5,25); unámonos a Él por la gloria que da a la Iglesia triunfante, que está delante de Él «sin arrugas ni manchas» (ib.); pidámosle que aumente la gloria de los santos, que son el fruto más precioso de su Redención; que acrezca la de su divina Madre, la de los ángeles, la de todos los elegidos. Unámonos también a su amor por la Iglesia purgante para ayudar a las almas que esperan en el lugar de expiación; y asociémonos a Él en la plegaria que hizo en la Cena por su Iglesia terrenal: «Padre, ruego por los que han de creer en mí» (Jn 17,20).
Jesucristo deja a su Esposa, en el correr de los tiempos, que dé cumplimiento a una parte de la oración que Él recitó al ofrecerse en sacrificio: quiere que unamos también a ella la nuestra, bien que la suya sea de eficacia infinita. Cierto día, viendo su mirada divina multitud de almas que esperaban la salvación, dijo a los Apóstoles, a quienes enviaría a predicar el Evangelio: «Rogad al dueño de la mies que envíe obreros» (Lc 10,2). Los Apóstoles hubieran podido responder: Señor, ¿por qué nos mandas rogar? ¿No basta tu petición? No, no basta: «rogad»; rogad también vosotros. Jesucristo quiere tener necesidad de nuestras oraciones, como de las de sus Apóstoles.
Y nosotros, mientras estamos en el signum o «estación», pensemos que Jesucristo nos dice desde su tabernáculo: «Rogad al Señor de la mies»; «Prestadme vuestros labios y corazones para continuar mi plegaria en la tierra, mientras en el cielo ofrezco al Padre mis méritos infinitos. La oración es lo primero: los obreros vendrán después; y su obra sólo será fecunda en la medida en que mi Padre, atento a vuestra oración, que es la mía, haga caer sobre la tierra el rocío de la gracia».
Antes de comenzar el oficio divino echemos una ojeada por el mundo. La Iglesia, esposa de Cristo, está siempre trabajando en actitud redentora. Pensemos en el Sumo Pontífice, en los obispos y párrocos, en las órdenes religiosas y en los misioneros que llevan la buena nueva a los infieles para dilatar el reino de Cristo. Contemplemos en espíritu a los enfermos de los hospitales, a los moribundos, cuya suerte eterna se decide en aquellos momentos; pensemos en los encarcelados, en los pobres, en todos los que sufren, en los que son tentados; en los pecadores que desean tornar a Dios y son retenidos por las cadenas del vicio; en los justos que desean ardientemente hacer progresos en el amor de Dios. ¿No es esto lo que hace la Iglesia el día de Viernes Santo?
Recordando el sacrificio que rescató al mundo entero, sintiéndose fuerte por el poder del mismo Salvador, la Iglesia recorre con mirada maternal las diversas clases de almas que necesitan el socorro del cielo, y ruega de modo especial por cada una de ellas. Imitemos, pues, el ejemplo de nuestra Madre, y presentémonos confiadamente delante de Dios, pues somos en aquellos momentos la «boca de toda la Iglesia» [Totius Ecclesiae os. San Bernardo. Serm., Sermo XX.]
Dijimos, en la precedente conferencia, que éramos en el coro los embajadores de la Iglesia. ¿Qué condiciones se exigen a un embajador? ¿Que sea hábil, poderoso, que tenga grandes riquezas y reputación? ¿Que posea espléndidas dotes personales? ¿Que sea grato al soberano ante el cual ejerce su misión? Todas éstas son cualidades útiles y necesarias, y contribuyen sin duda al buen éxito de su cometido; pero serían insuficientes y estériles y aun perjudiciales a los fines intentados, si el embajador no estuviera identificado con los sentimientos e intenciones del soberano que le envía y del país que representa.
Ahora bien: la Iglesia nos ha diputado cerca del Rey de reyes, cerca del trono de Dios: debemos, pues, compenetrarnos de su voluntad, de sus intenciones. Nos ha confiado sus intereses, que son los intereses de las almas, los intereses eternos. ¡Extraordinaria misión! Acojamos, pues, en nuestro corazón todas las necesidades de la Iglesia, tan amada de Jesús, porque es el precio de su sangre; las congojas de las almas atribuladas, los peligros de los que luchan con el demonio, las preocupaciones de los que deben dirigirnos, para que todos reciban los auxilios de Dios. Esto hacía una santa benedictina, la hermana Matilde de Magdebourg. «Tomaba en los brazos de su alma a la cristiandad para presentarla al Padre eterno, a fin de que la salvase. –¡Déjala, le dijo el Señor, pues es carga harto pesada para ti!». [La luz de la divinidad, l. II, c. 12]. Esta es la fe de las almas grandes, que las impulsa a la práctica más alta y perfecta del dogma de la comunión de los santos.
Imitemos estos modelos y atraeremos del trono de la misericordia abundantes luces, consuelos y gracias de ayuda y perdón sobre toda la Iglesia. Tengamos presente que nuestro Señor mismo nos dice: «En verdad os digo que todo lo que pidáis en mi nombre al Padre, os lo concederá» (Jn 16, 23). Fundaos en esta promesa, pedid mucho, pedid con grandísima confianza, y el Padre, «de quien viene todo don perfecto» (Sant 1,17), abrirá sus manos y os colmará de bendiciones (Sal 144,16), porque no somos nosotros los que rogamos, los que intercedemos en aquellos momentos: es la Iglesia, es Cristo, nuestro Jefe, el Pontífice supremo quien ruega por nosotros y está delante del Padre para interceder por las almas que rescató: «Para comparecer ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Heb 9,24). «Está siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25).
Ciertamente que los mundanos se encogen de hombros pensando en las horas que nosotros pasamos en el coro alabando a Dios. Para ellos sólo tienen importancia las exterioridades: aquello que se toca, que se ve; aquello de que se habla, lo que brilla y tiene éxito; pero como nos dice san Pablo, en su lenguaje inspirado y enérgico, el hombre terreno, que se guía solamente por la razón, es incapaz de entender las cosas celestiales: «El hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (1 Cor 2,14). Le falta el sentido de lo sobrenatural. Para él estas horas son horas perdidas; mas a los ojos de la fe, a los ojos de Dios –¿y quién más justo y veraz que Dios?– estas horas son muy ricas en gracias para la Iglesia y grávidas de eternidad para las almas.
En estas horas es cuando ejercitamos la obra apostólica por excelencia, aun con respecto al prójimo, para quien obtenemos socorros celestiales, la gracia divina y el bien máximo, que es el mismo Dios. «Todo apostolado –dice aquel gran monje y apóstol de celo ardiente, san Bernardo– requiere tres cosas: la palabra, el ejemplo, la oración; ésta es la más importante, porque obtiene gracia y eficacia a la palabra y al ejemplo» [Epistola CCI, n. 3 P. L., CLXXXII, col. 370].
En efecto: «Si el Señor –dice el Salmista– no edifica la casa, en vano trabajan los constructores; si el Señor no protege la ciudad, vanamente la guardarán los custodios» (Sal 126,1). Sólo Dios tiene en sus manos los destinos eternos de los hombres: «En tus manos están mis días» (Sal 30,16); y cuando nosotros recitamos fervorosamente el oficio divino por toda la Iglesia en unión con Jesucristo, colaboramos a la salvación y santificación de las almas en un ámbito que no puede ser más extenso» [Véase La vida contemplativa, y su apostolado, por un religioso cartujo].
La «obra de Dios» es una obra eminentemente apostólica, bien que exteriormente no lo parezca. Sólo la fe puede reconocer en ella este carácter; pero, desde el punto de vista de la fe, ¡cómo crece el valor de esta obra! Una hermana de la caridad puede contar el número de enfermos que ha asistido, de los moribundos a los que ha obtenido la gracia de la conversión; un misionero ve y comprueba los efectos de su predicación, se da cuenta del bien que hace y en él encuentra un estímulo para sus esfuerzos y un motivo de dar muchas gracias a Dios.
Nosotros no podemos hacer esa estadística; trabajamos para las almas en la oscuridad de la fe, y sólo en el cielo conoceremos toda la gloria que habremos tributado a Dios cantando devotamente sus divinas alabanzas y todo el bien que en ello habremos procurado a la Iglesia y a las almas; aquí en la tierra no podemos verificarlo; es un sacrificio más que nos pide la fe. Pero la eficacia apostólica de la obra de Dios bien cumplida, aunque ignorada, no es por ello menos profunda ni menos extensa.
Sean estas grandes ideas las que nos embarguen al comenzar el oficio divino: ellas ensanchan el horizonte del alma, doblan sus energías y evitan el peligro de recitar el oficio rutinariamente. Cuando obramos habitualmente a impulsos de esta fe, cuando olvidamos nuestras molestias personales por atender sólo a las necesidades e intereses de las almas, entonces salimos de nosotros mismos: alabamos fervorosamente a Dios, a pesar de la fatiga y desgana que experimentamos; y estemos ciertos de que, si por encima de todas las cosas y de los intereses del cuerpo místico ponemos la gloria de Dios, Jesucristo se acordará de nosotros para enriquecer nuestras almas más allá de nuestros deseos y esperanzas. ¿No lo ha prometido Él mismo al decir: «Dad y se os dará»? (Lc 6,38).