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XI. La humildad

El orgullo es uno de los mayores obstáculos a las efusiones divinas: lo descarta la humildad
Una de las mayores revelaciones que nuestro Señor nos hace en la Encarnación es su ardiente deseo de comunicarse a nuestras almas para convertirse en objeto de su felicidad. Dios podría permanecer toda la eternidad en la fecunda soledad de su divinidad una y trina; de la criatura, porque nada le falta; es la plenitud del ser y la causa primera de todo: «No necesitas de mis bienes» (Sal 15,2). Pero habiendo decretado, en la absoluta e inmutable libertad de su voluntad, darse a nosotros, es infinito el deseo que tiene de realizar esta voluntad. A veces nos inclinamos a creer que Dios puede permanecer «indiferente»; que su deseo de comunicarse es vago e ineficaz; empero esto es pensar a lo humano y según la debilidad de nuestra naturaleza, con harta frecuencia inestable e impotente. En Dios todo es acto puro: lo que en nuestro común lenguaje decimos «deseo divino» es substancialmente indistinto de su esencia, y por tanto infinito.
En esto, como en todo lo que se refiere a la vida sobrenatural, no debemos guiarnos por la imaginación, sino por la luz de la revelación. Oigamos a Dios mismo, si queremos conocer su vida; volvámonos a Jesucristo, el Hijo muy amado, que está «en el seno del Padre» (Jn 1,18) y nos reveló los divinos secretos. ¿Qué nos dice? Que «Dios amó tanto a los hombres, que les dio su Hijo único» (Jn 3,16), para que fuese nuestra justicia, nuestra redención, nuestra santidad. Jesucristo, «por obedecer a su Padre» (Jn 14,31), se entregó a nosotros hasta morir en cruz, hasta constituirse en hostia y alimento. ¿Habría llevado Dios su amor hasta este exceso si no desease infinitamente comunicársenos? Porque, según enseña santo Tomás, el amor de Dios no es pasivo, ya que, como causa primera de todo, no puede recibir nada de otro: es un amor eficaz, esencialmente eficiente [I-II, q. 110, a. 1]. Y, porque Dios nos ama, desea con amor ilimitado, con voluntad eficaz, darse a nosotros.
Pero se dirá: ¿Por qué Dios no se da infaliblemente, antes hay almas a las cuales no se comunica? ¿Por qué son a veces tan escasas las efusiones de los dones divinos? ¿Por qué tantas almas se ven desprovistas de bienes celestiales, cuando parece que deberían abundar en gracia? Si estudiamos la acción de la gracia en los corazones, nos sorprende la diferencia de los efectos producidos. En unas almas florece la gracia en abundancia de luces y dones, y progresan a ojos vistas; están como inundadas de algo divino, que se manifiesta muchas veces por la unción espiritual y benéfica que las envuelve.
Por el contrario, vemos en otras un estado cercano a la esterilidad: los sacramentos, la misa, las lecturas piadosas, la observancia de la Regla, todos estos medios, que son los canales auténticos de la gracia divina, producen en ellas frutos escasísimos. Y sin embargo, si examinamos estas almas, no encontraremos, de primera intención, razón alguna que explique semejante diferencia. ¿Por qué personas de tanta regularidad exterior no gozan de la unión habitual con Dios y no hacen progresos?
Podremos responder fácilmente a esta pregunta leyendo algunas páginas de la precedente conferencia. Entre las almas, las hay «ricas de espíritu» y otras «pobres de espíritu» (Mt 5,3); sólo a éstas se ha dado el reino de los cielos con abundancia de bienes: Esurientes implevit bonis; a aquéllas, en cambio, la carencia más completa: Divites dimisit inanes (Lc 1,53).
En todos nosotros hay estorbos que impiden la acción divina: el pecado y sus raíces, con las perversas tendencias no combatidas; no hay posible alianza entre la luz y las tinieblas, dice nuestro Señor. Esquivan estos obstáculos las almas que renuncian a todo, a sí mismas y a las criaturas, que aumentan su capacidad para las cosas divinas al despojarse de todo lo que no es Dios. Esperan sólo de Él cuanto han menester; se rebajan a sí mismas por apoyarse sólo en Dios. A estos verdaderos «pobres de espíritu», Dios les colma de bienes. Mas en los otros existe una tendencia particular que por su índole provoca el desvío de Dios. Esa tendencia es el orgullo, que se opone radicalmente a las divinas comunicaciones; Dios no puede darse a estos «ricos de espíritu», satisfechos de sí mismos. Y esto es lo que acaece hartas veces.
Estudiándolo con detención, conoceremos la importancia de la humildad en la vida del alma, y veremos con cuánta razón nuestro glorioso Padre la establece como fundamento de nuestra vida monástica. Después precisaremos su naturaleza y caracteres; examinaremos los «grados de humildad» tal como los establece san Benito, y las diferentes maneras de la virtud; y finalmente indicaremos los medios eficaces de excitarla en el alma.
Pidamos a Jesucristo, a quien nos proponemos seguir más de cerca, después de dejarlo todo por amor suyo, que nos enseñe la humildad. En el Evangelio nos dice: «Aprended de mí» (Mt 11,29). ¿Qué debemos aprender especialmente de Él? ¿Acaso que es Dios? ¿Que es el Ser por excelencia, omnipotente, sapientísimo? «Lo que debemos aprender de Él –dice san Agustín– no es a hacer el mundo, crear todas las cosas visibles e invisibles, a llenar de prodigios la tierra, a resucitar muertos» [San Agustín, Sermo 10 de Verbis Domini. P. L., Sermo LXIX, número 2]. ¿Quiere que aprendamos de Él sus más heroicas virtudes, su obediencia hasta la muerte, su abandono completo a la voluntad del Padre, el celo que le devora por los intereses de su gloria y de nuestra salvación? Todo eso es Él, sin duda; todas estas virtudes las practicó en un grado admirable de perfección.
Pero lo que ante todo quiere que aprendamos de Él es que es «manso y humilde de corazón»; son sus virtudes escondidas y silenciosas, que los hombres no ven y hasta desdeñan [Véase la Encíclica Testem benevolentiae (22 de enero de 1899) de León XIII acerca del americanismo], pero que nos recomienda en forma apremiante: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». Pidámosle, pues, la gracia de un corazón humilde como el suyo, pues la perfección consiste en imitar constantemente, con amor, este divino modelo: «Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Flp 2,5).