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1. San Benito condena primeramente el celo malo

Nuestro bienaventurado Padre comienza por declarar que hay «un celo malo que conduce al infierno» (RB 72); es el celo de los agentes de Satanás, que acuden a todos los medios, para arrebatar a Jesucristo las almas rescatadas con su preciosa sangre. Este ardor inspirado en el odio es la forma más refinada del celo malo; el demonio lo fomenta, y por eso dice el santo Patriarca que conduce al abismo infernal.
Hay otras formas de celo malo, que toman las apariencias del bueno; por ejemplo, el de los fariseos, rígidos observantes de la ley externa. Este celo «amargo», como lo califica el santo Legislador, tiene su origen, no en el amor de Dios y del prójimo, sino en el orgullo. Los infectados de él tienen una estima desordenada de su perfección; no conciben otro ideal que el suyo propio, y reprueban todo acto que no esté conforme con su modo de pensar; lo reducen todo a su manera de ver y de obrar, de lo cual provienen discusiones y odios.
Recordemos con qué aspereza los fariseos, que estaban dominados de este celo, perseguían al Salvador con proposiciones insidiosas, tendiéndole lazos y haciéndole preguntas capciosas, no para conocer la verdad, sino para cogerlo en renuncio. Ved cómo insisten y le provocan a condenar a la mujer adúltera: Moisés ordenó apedrear a una mujer tal; «Tú, Maestro, ¿qué dices?» (Jn 8,5)
[Los fariseos no estaban animados del celo por la justicia, que teme el contagio de los malos ejemplos, sino de la impaciencia de un celo amargo y un fastuoso orgullo de una piedad afectada. «Ejercemos sobre nuestros hermanos cierta tiranía, les manifestamos acritud y desprecio, nos convertimos en sus censores y olvidamos su calidad de hermanos. Tal era el vicio de los fariseos; no era la compasión por las humanas flaquezas lo que les hacía reprender los pecados de los hombres; se creían los únicos impecables y así se desdeñaban de tratar con pecadores y publicanos; se constituían en censores públicos, no para lamentar y corregir los pecados, sino para encumbrarse sobre los demás y mostrar orgullosamente su santidad». Bossuet, Sermon sur la femme adultère, Oeuvres oratoires].
Notad cómo le echan en cara el no guardar el sábado (Lc 6,7; Jn 5,16; 9,16); cómo hacen cargo a sus discípulos de desgranar las espigas en tal día (Mt 12,2); cómo se escandalizaban al verle aceptar un lugar en la mesa de pecadores y publicanos (Mt 9, 11); manifestaciones, todas ellas, de este celo amargo, en el cual se mezcla, las más de las veces, una refinada hipocresía.
Hay otro celo exagerado, siempre inquieto, turbulento, agitado: para este celo no hay nada perfecto. Nuestro bienaventurado Padre previene al abad contra este celo intempestivo. «No ha de ser turbulento ni inquieto; exagerado ni obstinado; no sea celoso, ni demasiado suspicaz, porque nunca tendría paz» (RB 64). «En la misma corrección adopte suma prudencia y no se exceda: no sea que rompa el vaso pretendiendo raer todo el orín… no pierda de vista nunca su propia fragilidad» (RB 64).
En una palabra, que jamás, por falso celo, se deje arrastrar de la envidia o celotipia (RB 65). Lo que dice del abad lo repite a los monjes el santo Legislador: «Eviten la animosidad y envidia» (RB 4). Esta prescripción es muy sabia; religiosos hay que critican siempre todo lo que se hace; se juzgan llenos de celo, pero es un celo amargo y de contienda, porque es impaciente, indiscreto y carente de unción.
[«Todo está en saber lo que abrigamos en el corazón. Tal vez nos veamos obligados a responder: Yo tengo grande estima de mí mismo; para mí no hay más que «yo»; no hay más que el afán de afirmar mi personalidad; estoy aferrado a mi sistema, es decir, a mis ilusiones. Pero como no estoy solo en el mundo, sino rodeado de muchos otros «yo», que pueden achicarme y reducirme a menores proporciones, mi celo se convierte fácilmente en ardor de impaciencia, de ira, disensión y discordia: «el celo amargo es malo». El Abad de Solesmes, Commentaire sur la Règle de St. Benoît, pág. 557].
Es el celo que describe el Señor en la parábola del sembrador, cuando los criados piden al amo les permita arrancar la cizaña que sembró su enemigo, sin reparar en que así arrancarían el trigo con ella. «¿Queréis que vayamos?» (Mt 13,28). De este mismo celo participaban los discípulos, indignados del mal recibimiento de los samaritanos a su divino Maestro, queriendo castigar con fuego del cielo la insolencia: «Señor, ¿queréis que mandemos bajar fuego? Bastará una sola palabra». Mas, ¿qué responde Jesús a estos discípulos impetuosos? «No sabéis qué espíritu tenéis». «El Hijo del hombre vino a la tierra a salvar a los hombres, no a destruirlos» (Lc 9,54-56).