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2. Lo que dicen los santos y la Iglesia enseña

La espiritualidad de los primeros tiempos inducía a una piedad muy estable, lo que no podemos menos de admirar. Aparte las inevitables excepciones, vemos a los antiguos monjes, que se reclutaban a veces en medios más rudos que los nuestros, alcanzar en poco tiempo una vida interior de gran firmeza, al paso que muchas almas de nuestros días, aun entre los religiosos y consagrados a Dios, viven una vida espiritual de terrible inestabilidad. Las fluctuaciones a que están sujetas son innumerables, y sus ascensiones interiores tropiezan siempre con obstáculos, hasta el punto de verse comprometido en ellas todo progreso.
La causa de estas vacilaciones espirituales hay que buscarla las más de las veces en la falta de compunción; no hay medio más seguro de comunicar a la vida espiritual firmeza y estabilidad, que el impregnar al alma de espíritu de compunción.
Generalmente, los autores modernos son parcos en tratar de esta materia al contrario de los antiguos místicos. [Véase, no obstante, al P. Faber, El Progreso del alma, c. 19, Del dolor constante que el pecado debe fomentar en nosotros. Léanse también las bellas páginas dedicadas a la compunción en El ideal monástico y la vida cristiana de los Primeros siglos, de Dom D. G. Morin], que insistían en la importancia de la compunción para el progreso espiritual, y los mayores santos practicaron y recomendaron semejante disposición del alma.
«Sabéis –dice San Pablo a los de Éfeso– que desde que llegué a Asia no he cesado de servir a Dios en medio de vosotros, con humildad y lágrimas» (Hch 20,18-19). El Apóstol recordaba los tiempos en que persiguió a la Iglesia (Flp 3,6); no se avergüenza, al escribir a su discípulo Timoteo, de acusarse de que fue «blasfemo» y perseguidor; se llama a sí mismo «el primero de los pecadores», que obtuvo misericordia para que Jesucristo pudiese manifestar con él, antes que con ningún otro, su inagotable longanimidad, y presentarla como ejemplo a todos aquellos que después habían de creer en Cristo.
Al recordar esta misericordia infinita, el Apóstol prorrumpe en este grito de reconocimiento: «Al rey de los siglos, inmortal e invisible, Dios único, se tribute honor y gloria por todos los siglos» (1 Tim 1,13 y ss.).
Otro «converso», objeto de la misericordia divina, san Agustín, ha dejado escrito [Ep. 130, c. 10]: «Hablar mucho en la oración es hacer una cosa necesaria con palabras superfluas. Orar mucho es importunar, con un piadoso movimiento del corazón, a la puerta de quien llamamos; porque la oración consiste, no tanto en largos discursos y abundancia de palabras, cuanto en lágrimas y gemidos, pues no desconoce nuestras lágrimas el que creó con su Verbo todas las cosas, y no necesita de palabras humanas».
Nuestro bienaventurado Padre se hace eco de estas mismas expresiones: «En la oración –dice– debemos templar el alma en la compunción» (RB 52). «Y no olvidemos –dice en otro lugar– que seremos atendidos, no por largos discursos, sino por la pureza del corazón y el arrepentimiento con lágrimas» (RB 20). El santo Patriarca no osaría afirmar esto si no estuviera convencido de ello y no lo hubiera él mismo experimentado. Veamos asimismo el retrato del monje perfecto, tal como está descrito en el duodécimo grado de humildad: «Ha llegado –dice– a aquel amor de Dios que, por ser perfecto, excluye todo temor» (RB 7). ¿Cuál es la actitud de este monje? «Se juzga reo de pecado en todo momento, indigno de levantar la vista al cielo».
Este es realmente el sentimiento que se encuentra en todas las almas santas. Una distinguida matrona, convertida de una vida de lujo y disipación, escribía a san Gregorio que le importunaría siempre hasta que le asegurase que Dios le había perdonado sus pecados. El santo Pontífice, empapado en el espíritu de la Regla, le respondió que «su demanda era tan difícil como perjudicial: lo uno porque él se juzgaba indigno de revelaciones, y lo otro porque para su eterna salvación era mejor que no llegara la certeza del perdón [aquella certeza absoluta que excluye toda duda y todo temor] hasta el último momento de la vida, cuando no pudiera ya llorar sus pecados y apenarse delante de Dios.
Hasta el fin de su vida debía mantenerse la consultante en la compunción del corazón no dejando pasar ni un solo día sin lavar con lágrimas sus manchas espirituales» [Epistolae, I, VII, c. 25]. Santa Gertrudis, verdadero lirio de pureza, decía al Señor con su profunda humildad: «El mayor milagro, Señor, es que la tierra soporte a una pecadora como yo» [El Heraldo del amor divino, t. I, lib. I, cap. 11]. Y Santa Teresa, aleccionada en la perfección por el mismo Jesucristo, había escrito en su oratorio estas palabras del Salmista. «No quieras entrar en juicio con tu siervo, Señor» (Sal 142, 2). No era exclamación de amor, ni expansión de alabanza, sino grito de arrepentimiento de esta alma seráfica, la cual, según cuentan sus biógrafos, jamás había cometido un pecado mortal [Santa Teresa, según los Boland., t. II, cap, 71].
Santa Catalina de Siena no cesaba de implorar cada día la misericordia divina, y terminaba siempre su plegaria con esta invocación: «Apiádate, Señor, de mí, porque he pecado» [(Drane, Histoire de Ste. Catherine de Sienne, vol. I, 1ª parte, cap. IV). Santa Catalina en su Diálogo tiene un tratado sobre las lágrimas. El beato Raimundo de Capua cuenta que, maravillado de las obras de Catalina, deseaba tener una prueba incontrastable de que proviniesen de Dios. Se le ocurrió pedir a la santa que le obtuviese del Señor una contrición extraordinaria de sus pecados, pues, añade, «nadie puede tener esta contrición si no le es dada por el espíritu Santo, y tal contrición es un gran don de Dios». Santa Catalina obtuvo lo que se le indicaba (Vie de Ste. Catherine de Sienne, por el beato Raimundo, 1ª parte, c. IX; trad. Hugeueny, pág. 80)].
En todas estas almas no se trataba, al expresarse así, de actos singulares, de impulsos pasajeros; sus palabras eran fiel expresión de un sentimiento interno, permanente, ávido de manifestarse.
Este habitual sentimiento de compunción es tan precioso, que, como dice santa Teresa, rebosan de él las almas que han sido objeto de más favores divinos. Hablando de las que han llegado a la sexta morada del castillo interior, la Santa les recomienda muy mucho no olvidar los deslices pasados. «El dolor de los pecados –escribe– crece más, mientras más recibimos de nuestro Dios. Y tengo yo para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que ésta no se quitará.
Verdad es, que unas veces aprieta más que otras, y también es de diferente manera; porque no se acuerda de la pena que ha de tener por ellos, sino de cómo fue tan ingrata a Quien tanto debe y a Quien tanto merece ser servido; porque en estas grandezas que le comunica, entiende mucho más la de Dios. Espántase cómo fue tan atrevida; llora su poco respeto, parécele una cosa tan desatinada su desatino, que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda por las cosas tan bajas que dejaba una tan gran Majestad. Mucho más se acuerda de esto que de las mercedes que recibe, siendo tan grandes como las dichas, y las que están por decir, parece que las lleva un río caudaloso, y las trae a sus tiempos. Esto de los pecados está como un cieno, que siempre parece que se avivan en la memoria, y es harto gran cruz» [Santa Teresa, Obras: Moradas sextas, c. 8, 1, 2].
La misma Iglesia nos ofrece en la liturgia de la misa bellos ejemplos de compunción de corazón.
Observemos qué hace el sacerdote en el momento de ofrecer el santo sacrificio, que es el más sublime homenaje que la criatura puede tributar a Dios. No podemos menos de suponer al sacerdote en estado de gracia, en amistad con Dios: de otra suerte cometería un sacrilegio. ¿No parece, pues, lo natural que en el momento en que va a realizar el acto más solemne del culto, el sacerdote llamado por Dios entre muchos a tan alta dignidad, debe albergar únicamente en el alma sentimientos de amor?
No; la Iglesia, su tutora infalible, comienza por hacerle confesar ante los fieles su condición de criatura y de pecador: Confiteor Deo omnipotente… et vobis, fratres, quia peccavi nimis, «Yo confieso ante Dios todopoderoso … y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho».
Después, en el curso de la augusta ceremonia, multiplica en sus labios las fórmulas en que demanda perdón: «Borrad, Señor, os lo suplicamos, nuestras iniquidades, para que, con un corazón puro, entremos en vuestro santuario». En medio del canto angélico, mezcla con las exclamaciones de amor y santa alegría los acentos de compunción. «Apiadaos de nosotros, Vos, que perdonáis los pecados del mundo». Ofrece a Dios la hostia inmaculada «por la multitud de sus pecados, ofensas y negligencias»; antes de la consagración le ruega «que le salve de la condenación eterna».
Después de la consagración, en la cual el sacerdote se ha identificado con el mismo Cristo, suplica a Dios «que le haga participe de la compañía de los santos, a pesar de sus faltas». Llega el momento en que debe unirse sacramentalmente con la víctima divina, y se golpea el pecho como un pecador: «Cordero de Dios…: no consideréis mis pecados… que esta unión de mi alma contigo no sea para mí causa de juicio ni principio de condenación».
¡Cuantísimos sacerdotes y pontífices, objeto de nuestra veneración, han pronunciado estas palabras: «Te ofrezco, Padre santo, esta hostia inmaculada por mis innumerables pecados!» Y la Iglesia les ha obligado a repetir: «Señor, yo no soy digno». ¿Por qué ese proceder de la Iglesia? Porque sin la compunción no puede alcanzarse el verdadero espíritu cristiano. Cuando el sacerdote suplica que su sacrificio vaya unido al de Cristo, dice: «Recíbenos, Señor, en espíritu de humildad y con el corazón contrito». La oblación de Jesucristo es siempre grata al Padre, pero, en cuanto ofrecida por nosotros, sólo lo será si nuestras almas están imbuidas de compunción y humildad, que es fruto de aquélla.
Este es el espíritu que anima a la Iglesia, esposa de Cristo, en la acción más sublime, más santa que realiza en la tierra. Aun cuando el alma se identifica con Cristo, uniéndose a Él por la comunión, la Iglesia quiere que no olvide su condición de pecadora, quiere que esté siempre impregnada del espíritu de compunción: «Recíbenos en espíritu de humildad y con el corazón contrito».