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3. Cómo debemos usarlos: diversas etapas

Y no sólo hay diferencias de alma a alma, sino que hay variedad de etapas en cada una, según reconoce nuestro glorioso Padre.
El arte espiritual es penoso en sus principios, como todo arte: «Angosta es la entrada del camino de salvación» (RB, pról.). Y esto sucede porque es una «conversión», en la cual debemos despojarnos del propio ver y obrar; debemos negarnos a nosotros mismos, contrariar nuestros hábitos viciosos y las inclinaciones de la concupiscencia; dedicarnos a desarraigar los vicios; a corregir, rasgo por rasgo, la caricatura de Dios, que constituye el alma sumida en el pecado; y con tanta mayor perseverancia debemos trabajar en contrariarlos cuanto más predominantes sean en nosotros los hábitos contrarios a las virtudes.
Para esculpir una estatua en un bloque de mármol, antes hay que desbastarlo. Cuando llegamos al monasterio somos como bloques informes; Dios en su bondad infinita opera interiormente en nosotros, y nos somete a la mano del superior y a nuestros propios esfuerzos para que paulatinamente modelemos el ideal divino. Si no obramos con energía, utilizando fielmente los instrumentos necesarios, no obtendremos resultado alguno; por otra parte, novicios como somos en el ejercicio de este arte, nos sentimos torpes e inhábiles para el empleo de estos instrumentos; de ahí las vacilaciones, perplejidades y dudas que hacen más penoso el trabajo, de suyo ya difícil. Es una etapa por la cual hay que pasar, laboriosa, sí, pero necesaria.
Por otra parte, san Benito tiene buen cuidado de alentar al alma en sus comienzos: le asegura que en este taller espiritual, en esta escuela, donde aprendemos a buscar a Dios, no quiere él «ordenar ninguna cosa dura ni penosa» (RB, pról.). Manifiesta una gran discreción; obra paternalmente. Por eso al alma que viene a ponerse bajo su dirección, le dice: «Si algo te parece un tanto riguroso… no por eso abandones luego asustado el camino de la salvación, cuyos comienzos son siempre estrechos» (RB, pról.).
¿De qué se vale para persuadirnos? ¿Será acaso atenuando el rigor de los preceptos o disimulando la obligación de la renuncia? En modo alguno. Pero empieza por mostrarnos las facilidades y el gozo de la virtud adquirida haciéndonos pregustar las íntimas recompensas prometidas a nuestro esfuerzo. «Cuanto más se avanza por las sendas de la piedad y de la fe, más se corre con dilatado corazón, por la vía de los divinos preceptos con inefable dulzura de caridad» (RB, pról.). Si desde los comienzos somos generosos y atentos siempre a las luces de la fe, aumentará el amor, porque Dios se comunicará más y más, y con la presencia de Dios se acrecentará el gozo de servirle: entonces se dilata el corazón, dice nuestro glorioso Padre.
¿Qué quiere decir? El corazón es la capacidad de amar, la cual, con respecto al objeto a que debe tender el alma, es infinita. Lo hemos dicho ya: es imposible satisfacer esta capacidad con los bienes creados. «Hicístenos, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto mientras en Ti no repose» [Fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te. (San Agustín, Confes., lib. I, c. 1)]. La virtualidad actual del corazón se mide por el objeto que ama: si ese objeto es pequeño, el corazón se achica; pero si es infinito, también la capacidad del corazón se dilata infinitamente. «Al que contempla a Dios, todas las criaturas le parecen mezquinas», dice san Gregorio (Diálog., lib. II, c. 35), hablando de san Benito.
Pero cuando buscamos a Dios verdaderamente sin repartir su amor con el de la criatura, y sin mermarlo por nuestro amor propio, el corazón se dilata poco a poco, y Dios lo colma, y con Dios el gozo lo inunda.
Este gozo aumenta de rechazo la potencia de amar. Entonces –dice el glorioso Padre, y es la segunda etapa–, se corre por la vía de los mandamientos: no se trata ya de los penosos comienzos, de los repetidos esfuerzos que tanto repugnaban: a la luz de la fe, siempre en aumento, el fervor nos anima en el servicio divino y lo llena de dulzuras. Entonces, cualesquiera que sean las vicisitudes de su vida, «jamás el monje se aparta de las enseñanzas del divino Maestro», que es la verdad, y «persevera en su doctrina», luz del alma; y si participa de los sufrimientos de Cristo es para merecer por la paciencia gozar también la felicidad de su reino (RB, pról.).

La última etapa indicada por san Benito es la de la caridad perfecta, que se alcanza cuando «el alma se halla purificada de sus vicios y pecados» (RB 7). Entonces, no sólo el alma deja de seguir sus malos hábitos, porque los ha desarraigado, en cuanto es posible a una criatura, mas prescinde en su actividad de todo móvil humano, ya que todo cuanto hace «lo hace únicamente por amor de Jesucristo… y por atractivo de la virtud». [San Agustín, Tract. V in I Ioan, núm. 4, define así los tres estados: «La caridad, una vez nacida es alimentada; una vez alimentada es robustecida; y una vez robustecida es perfeccionada. Santo Tomas, II-II, q. 24, a. 9, clasifica las tres categorías de almas en incipientes, proficientes y perfectas]. Ha establecido el amor de Cristo en el centro de sí mismo, y este amor le hace encontrar ligeras todas las cosas, por penosas que sean, y le permite ahora «hacer con facilidad y perfección lo que antes ejecutaba mal y con grandes esfuerzos» (RB 7). La virtud se ha hecho una segunda naturaleza.
He aquí el estado de perfecta caridad, de perfecta unión con Dios: el alma tiende sólo a Él, y no quiere más que su gloria, y no obra sino a impulsos del Espíritu Santo. ¿No tendrá acaso que aguantar más pruebas, cruces y sufrimientos? ¡Oh, sí! Pero la unción de la gracia endulza las pruebas, y el amor encuentra en la cruz nuevas ocasiones de reafirmarse y crecer. El amor es principio de estos admirables ascensos interiores, «que el Señor obra y manifiesta en las almas purificadas mediante el influjo del Espíritu Santo» (RB 7).