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7. Energía perseverante requerida para alcanzar el fin

Jamás debemos por culpa nuestra interrumpir la obra que hemos emprendido por Dios, y puesto bajo su protección. Sólo con una fidelidad constante nos haremos acreedores a la recompensa prometida al siervo bueno, dice san Benito.
La perseverancia es, en efecto, la virtud que perfecciona y corona las demás virtudes.
Es necesario distinguir esta virtud del don de la perseverancia final por el cual «morimos en el Señor». Es éste un don absolutamente gratuito, y «nadie, dice el Concilio de Trento, puede tener certeza absoluta de que le será concedido». [Ses., VI, c. 23] «No obstante –añade–, debemos tener y conservar la confianza más viva en el socorro de Dios, porque es omnipotente y puede terminar en nosotros el bien comenzado, a menos que seamos infieles a la gracia» [Ibid.]
El medio, pues, que se nos da para asegurar este preciosísimo don, el don por excelencia, es nuestra cotidiana fidelidad; y nosotros trabajaremos con buen éxito en la obra total de nuestra vida hasta darle feliz remate, si trabajamos debidamente en cada una de las obras que emprendemos por amor de Dios. En eso consiste el objeto de la virtud de la perseverancia.
Santo Tomás [II-II, q. 136, a. 2.] la hace depender de la virtud de la fortaleza, y con muchísima razón. ¿Qué es, en efecto, la fortaleza? Es una firme disposición del alma a soportar valerosamente todos los males, aun los más graves y continuos, antes que abandonar el bien; llevada al extremo, conduce hasta a arrostrar el martirio.
La fortaleza es particularmente necesaria a los cenobitas que viven reunidos en un monasterio. Al establecer los claustros parece que la divina Providencia, además del fin principal, que es «forjar la aguerrida milicia del cenobitismo» (RB 1), se propuso otro secundario, que es dar acogida a las almas débiles, para que puedan apoyarse en las fuertes. Un bosque lozano y bello no pierde frondosidad porque humildes arbustos se cobijen a la sombra de grandes árboles, que, al dispensar su protección a aquellas pequeñas plantas, ven realzada su grandiosidad por el contraste con los otros; pero los grandes árboles son los que constituyen la selva.
San Benito no quiere descorazonar a los débiles, si bien es principalmente a la ambición de los fuertes a la que abre los caminos de la perfección. El abad obrará según el espíritu del gran Patriarca si acoge benévolamente al postulante, aunque los motivos que exponga sean los temores de perderse en el siglo o el deseo de asegurar su salvación, siempre que vea un fondo de seriedad en su proceder y que de veras quiere «buscar a Dios». El santo Legislador, sin embargo, se dirige de un modo especial a las almas resueltas; sólo ellas pueden «llegar a las cimas de la virtud» (RB 73), que indica san Benito.
La fortaleza no constituye solamente el principio del «ataque»: agredi, sino también el de la «resistencia», sustinere; y como ésta requiere más firmeza de ánimo que aquél, síguese, como dice santo Tomás, «que ella constituye el acto principal de la fortaleza» [II-II, q. 123, a. 6]. Ahora bien, la vida religiosa, practicada fielmente en el claustro, requiere y enseña a la vez esta resistencia; por su naturaleza tiende a dar al alma una firmeza capaz de llegar hasta el heroísmo, tanto más real cuanto más oscuro.
La naturaleza humana, en efecto, sumamente tornadiza, cambia frecuentemente. El tiempo doblega la voluntad más decidida. Por otra parte, la vida común no brinda distracciones o cosa que halague a la naturaleza. Soportar cada día, generosamente, en la oscuridad de la fe, la monotonía de la vida claustral; vivir siempre en el mismo lugar; cumplir ejercicios siempre repetidos, por ligeros que sean; someterse al yugo de la obediencia, incluso cuando contraría o violenta a la naturaleza; y todo esto soportarlo como quiere san Benito, «armándose de paciencia, acallando toda resistencia interior, sin cansarse de sufrir, sin desistir» (RB 7); cumplir todos los días lo que impone la obediencia, por humilde, por oscuro e ingrato que sea, sin el poderoso estímulo de la actividad humana que constituye la lucha contra los obstáculos externos, sin poder buscar compensaciones en la criatura, sin esas distracciones o diversiones que tan frecuentes son en el mundo y que interrumpen la uniformidad de las ocupaciones, todo esto pide al alma una paciencia, un dominio de sí misma y una firmeza extraordinarios.
[Se le dijo un día a Mabillon que diese a conocer los hechos extraordinarios de un monje de la Congregación de san Mauro, Dom Claudio Martín. El escribió sólo dos líneas, concisas, pero expresivas: «De Dom Martín no sé más de lo que todos han visto; pero su vida constante y uniforme en el bien es para mí un verdadero milagro» (Vie de Don Claude Martín)].
Así comprenderemos las palabras de Dios en la Escritura: «Vale más el hombre sufrido, que el valiente; el que se domina a sí mismo, que el guerrero conquistador de pueblos» (Prov. 16, 32); así comprenderemos por qué san Benito llama cobardía (RB, pról.) a la desobediencia; y fortísimas y relucientes las armas de la obediencia que él presenta a sus discípulos; basta leer el cuarto grado de humildad para ver a qué cumbres de paciencia heroica invita él a subir a sus hijos.
Así la Regla, observada fielmente, es principio de fortaleza: disciplinando la voluntad, la fortifica; al ordenarla, multiplica sus energías y la sustrae a la disipación. Es ya proverbial la paciencia de la labor benedictina, la tenacidad y fidelidad del monje en sus trabajos.
[El santo Legislador condena con toda energía todas las formas y manifestaciones de la inestabilidad, de la volubilidad, del capricho. Léase p. ej. RB 48, que ordena que los monjes lean per ordinem ex integro los libros que les de el abad para su edificación durante la Cuaresma].
Los monjes han sido ejemplo del trabajo concienzudo y perseverante en todas sus formas; y fueron en la Edad Media los portaestandartes de la civilización cristiana en Europa [Cfr. Berlière, I, c., II y III: L’Apostolat monastique, l’oeuvre civilisatrice]. Esos magníficos resultados, ¿habrían sido posibles si los claustros hubiesen estado poblados por almas débiles? Evidentemente que no.
No nos admiraremos, pues, de que los grandes monjes fueran de temple varonil. Misioneros como Bonifacio y Adalberto, ¿dónde sino en el claustro adquirieron energía para arrostrar el martirio después de una larga vida de apostolado y de fatigas sin cuento? ¿Dónde forjaron aquella admirable firmeza de alma en sus luchas en pro de la libertad de la Iglesia un Anselmo, un Gregorio VII y la falange de sus colaboradores, un Pío VII? En el claustro. La vida común del monasterio templó sus almas, modeló su carácter, forjó aquellos corazones que no conocían los peligros, que se enfrentaban intrépidos con los obstáculos, que –son palabras del mismo Gregorio VII a los monjes cluniacenses– jamás se doblegaron ante los príncipes del mundo, al tratarse de la defensa de Pedro y de su Iglesia… Monjes y abades nunca defraudaron a la santa Iglesia, su madre» (Dom. Berlière, op. cit., c. V: Cluny et la lutte des investitures).
[Recordemos la intrépida conducta de un obispo, formado en el claustro, Mons. Benzler, que se encontraba en Metz en momentos dificilísimos. Oriundo de Westfalia, durante un pontificado de veinte años, resistió a las presiones del Gobierno prusiano, especialmente en lo tocante a matrimonios mixtos. Pero fue todavía más heroica su firmeza durante la Gran Guerra; tanto, que un periódico francés, Le Courier de Metz, escribió al día siguiente de su muerte (18 de abril de 1921) «que Mons. Benzler había tenido el temple de mártir para defender la causa de la Iglesia y de sus sacerdotes. Durante la guerra fue intrépida su resistencia ante las exigencias de Von Ingersleben y de Von Owen… Así se pudo, a pesar de la presión gubernamental, continuar predicando durante la guerra en las dos lenguas en todas nuestras iglesias de Metz y en todas las de la parte francesa de la diócesis. En materia escolar y en la cuestión de la confesionalidad de los cementerios, no cedió ni una pulgada de terreno»].
Cotidiana paciencia en la vida común, fidelidad laboriosa exige de nosotros san Benito en este taller espiritual, en el cual se distribuyen el trabajo y los instrumentos de santificación. Debemos usarlos «de día y de noche», «incesantemente» (RB 4), y sin fatigarnos por la duración del trabajo, sin descorazonarnos por los pobres resultados, sin decaer por los contratiempos.
La fortaleza ejercitada continuamente, mantenida y sostenida hasta el fin, produce la perseverancia. El gran Patriarca nos exhorta claramente a adquirirla cuando dice «que nunca nos apartemos de las enseñanzas del divino maestro, sino que perseveremos hasta la muerte siguiendo su doctrina, en el monasterio» (RB, pról.). «En el monasterio»: el santo Legislador repite, al fin del capítulo, que el claustro es el taller espiritual donde se practican nuestras obras y señala como condición indispensable de esta práctica «la estabilidad en la vida común».
Para animarnos a ejercitar esta difícil virtud y mantenernos en la práctica de la paciencia, san Benito nos pone delante el ideal divino; apela a un motivo supremo, el amor de Jesucristo:
«Participemos, por la paciencia, en la pasión de Cristo» (RB, pról.).
Es necesario, pues, adherirnos a Jesucristo. No podemos ser sus discípulos si, como el joven del Evangelio, no correspondemos a su llamamiento, porque nos sentimos ligados a las criaturas; si lo abandonamos después de seguirle por algún tiempo; si no dejamos a los muertos el cuidado de enterrar sus muertos (Mt 8,22); si volvemos atrás después de empuñar el arado. (Lc 9,62); si «todos los días no llevamos la cruz, y no le seguimos a todas partes hasta la muerte» (Lc 9,23). «Se salvará únicamente el que persevere hasta el fin» (Mt 10,22). Jesucristo prepara un lugar en el cielo solamente para aquellos «que permanecen con Él el tiempo de la prueba» (Lc 12,18-29).
Escuchemos estas importantes lecciones de la verdad infalible. Pidamos cada día al Señor el don de la perseverancia final; repitamos frecuentemente la oración que la Iglesia pone en boca del sacerdote en la misa: «Ordena, Señor, nuestros días en paz; presérvanos de la eterna condenación, y dígnate admitirnos entre tus elegidos…» [Canon de la Misa]. «Que nos mantengamos siempre en la observancia de los mandamientos, y no permitas que jamás nos apartemos de ti» [Oración de antes de la Comunión].
Y para mostrar a Dios que es sincero nuestro deseo, tengamos fija nuestra mirada siempre en el ideal divino; trabajemos para realizar aquella perfección a la que Dios quiere que lleguemos para imitar a su Hijo divino. Éste es la forma de nuestra eterna predestinación, y para cada uno existe una medida «según la cual se le ha de dar Cristo» (Ef 4,7). No sabemos cuál sea esta medida que Dios ha señalado a nuestra predestinación; pero debemos esforzarnos en formar en nosotros a Cristo, en reproducir los rasgos de este único «ideal que el Padre nos ha mostrado» (Cfr. Ex 25,40).
Si somos fieles en trabajar en esta obra, a pesar de las tentaciones y dificultades, veremos un día «la recompensa prometida por Dios, que nos asegura el gran Patriarca al terminar el capítulo de «Los instrumentos de las buenas obras». Si nos hemos aplicado a cumplir constantemente por amor los deseos de nuestro Padre celestial; si «siempre hacemos lo que le es grato» (Jn 8,29), recibiremos ciertamente la magnífica recompensa prometida por Aquel que es la fidelidad misma: «Ven, siervo bueno, porque has sido fiel en lo pequeño, entra en el gozo de tu Señor: yo te haré partícipe de grandes bienes» (Mt 25,22).
Todo santo que entra en el cielo oye esta bendita palabra; es el saludo de Jesucristo. Y ¿qué bienes son éstos de que es copartícipe? El mismo Dios en su Trinidad y en sus perfecciones; y con Dios todos los bienes espirituales. El alma «será semejante al mismo Dios, porque le verá como es en su esencia» (1 Jn 3,2). Con esta visión inefable, premio de la fe, el alma se adherirá a Dios y en Él encontrará la inmutabilidad divina; se unirá siempre a Él en un abrazo perfecto, y sin temor de perder jamás el Bien eterno e inmutable» [San August., Epist. ad Honorat, CXL., 31].
En la esperanza de que un día brillen para nuestros ojos purificados los esplendores de la luz perpetua, repitamos con frecuencia esta plegaria de la Iglesia, que resume admirablemente los puntos que hemos tocado en esta conferencia: «¡Oh Dios, amante y reparador de la inocencia!, atrae a ti los corazones de tus siervos, para que, poseyendo el fervor de tu espíritu, permanezcamos firmes en la fe y constantes en la práctica de tu ley». [Deus innocentiae restitutor et amator, dirige ad te tuorum corda servorum, ut spiritus tui fervore concepto, et in fide inveniantur stabiles et in opere efficaces. Feria IV post Domin. II Quadrages.]