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5. Actitud del alma. Durante el oficio divino; respeto, atención y devoción

Después de expresar nuestras intenciones con fórmulas breves de intensa devoción, que se adquiere con frecuentes repeticiones, pidamos insistentemente a Dios, con oración perseverante, «que abra nuestros labios para alabar su santo Nombre; que aparte de nuestros corazones todo pensamiento vano, malo o simplemente inútil; que ilumine nuestro entendimiento e inflame nuestro amor para que podamos alabarlo, digna, atenta y devotamente». Tal es la oración Aperi, que decimos al principio de cada hora; procuremos recitarla fervorosamente, porque contiene las disposiciones con que debemos cumplir la obra de Dios: digna, atenta y devotamente.
Dignamente: es decir, observando fielmente las rúbricas, las ceremonias, las reglas del canto, todo lo que forma el protocolo ordenado por el Rey de reyes a aquellos que se presentan ante Él. Si, admitidos en la corte de un rey, no guardásemos con fidelidad las reglas de la etiqueta, con razón se nos tacharía de mal educados. Ahora bien: la Iglesia, dirigida por el Espíritu Santo, ha regulado con extremo cuidado el ceremonial de la oración litúrgica, manifestando así el respeto que tiene a su divino Esposo. En el Antiguo Testamento, Dios mismo dispuso los pormenores del culto, y sabemos que colmaba de bendiciones al pueblo judío en la medida en que éste cumplía sus prescripciones; y, no obstante, ¿cuál era el objeto de este culto? El arca de la alianza, que contenía las tablas de la ley y el maná. No era más que un símbolo, una figura, una sombra imperfecta, «elementos sin vigor ni suficiencia», dice san Pablo (Gál 4,9). El verdadero tabernáculo es el nuestro, depositario del verdadero maná de las almas, del único que es santo: «Sólo tú santo… Jesucristo» [Gloria de la Misa].
El oficio divino se recita en torno del sagrario y bajo las miradas de Cristo; y el Padre mira con amor a aquellos que glorifican a su Hijo muy amado: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28) y por esto le es grato todo cuanto concierne al culto, del cual es centro Jesucristo. Procuremos, pues, observar escrupulosamente el ceremonial, y no rezar el oficio o ejecutar el canto a capricho, pues sería una falta de respeto a Dios, una familiaridad excesiva y sumamente nociva para el alma. Dios es Dios, ser infinito, majestad incomunicable, aun cuando nos admite a su presencia para prodigarle nuestras alabanzas. No digamos nunca que las rúbricas son minucias. Materialmente son, a la verdad, cosas pequeñas, pero son grandes a los ojos de la fe, grandes por el amor que podemos poner en su observancia, grandes porque atañen de cerca a la gloria de Dios. El que ama de veras al Señor se lo demuestra cumpliendo fielmente lo mismo las cosas pequeñas que las cosas grandes, pues nada hay pequeño en el obsequio que tributamos a Dios.
Recemos atentamente. – Una cosa es la atención y otra la intención, aunque ésta influya en la otra. Hemos hablado ya de la intención. En cuanto a la atención, ésta es también necesaria, pues la alabanza divina es un acto humano, ejecutado por un ente dotado de razón y de voluntad. Si faltare la atención produciríamos el efecto de una serie de fonógrafos puestos al unísono, o recordaríamos las máquinas rezadoras de los monjes del Tibet.
Pero ¿qué clase de atención se exige? Santo Tomás distingue entre la atención a las palabras, por la cual se esmera uno en la buena pronunciación, y es la que los principiantes deben procurarse en primer lugar; la atención al sentido, que se refiere al significado de las palabras, y la atención a Dios, «que es la más necesaria», dice el Santo. [Triplex attentio orationi vocali potest adhibert: una quidem qua attenditur ad verba, ne aliquis in erret; secunda quor attenditur ad sensum verborum; tertia qua attenditur ad finem orationis sc. ad Deum et ad rein pro qua oratur. II-II, q. 83, a. 13.].
Nuestro santo Legislador resume las tres en el hermoso capitulo «Del modo de salmodiar». Establece ante todo el principio fundamental: «Creemos que Dios está presente en todas partes; pero principalmente, máxime, en el lugar y en el momento en que rezamos el oficio divino». De aquí deduce dos conclusiones: que debemos cantar las divinas alabanzas con suma reverencia: «Acordándonos siempre de lo que dice el profeta: Servid al Señor con temor»; y con inteligencia, conociendo bien lo que se hace y se dice: «Cantad sabiamente». Y al final resume las dos condiciones diciendo: «Consideremos con qué reverencia debamos estar en la presencia divina, y esforcémonos por salmodiar de modo que nuestro corazón vaya acorde con nuestros labios» (RB 19). Meditemos bien esta doctrina.
Se nos dice en primer lugar que debemos estar interiormente postrados en adoración delante de Dios durante el oficio. Dios es la santidad infinita, el «Señor de todas las cosas», dice san Benito en el capítulo «De la reverencia en la oración» (RB 20). Cuando Abraham, el padre de los creyentes, hablaba al Señor, se llamaba a sí mismo polvo y ceniza (Gén 18,27); y Moisés conversando con Dios «no osaba levantar la vista hasta Él» (Ex 3,6); y, no obstante, nos dice la Escritura que «Dios le hablaba como un amigo conversa con su amigo» (Ex 33,11); sentía, empero, profunda reverencia a la divina Majestad. Cuando fue dedicado el templo de Salomón, la Majestad del Señor llenaba el edificio, tanto que los sacerdotes no se atrevían a entrar (2 Crón 7,2). Y hasta en la ley del amor, hasta en la visión beatifica, que es la perfección absoluta de la intimidad con Dios, la adoración no cesa. San Juan ve a los ángeles y elegidos postrados, rostro en tierra, ante la infinita Majestad: «Y se postraron sobre sus rostros» (Ap 7,11).
Ahora bien: durante el oficio divino la Iglesia nos introduce ante el Padre; somos, es verdad, hijos de este Padre, pero hijos adoptivos; no debemos olvidar nuestra condición de criaturas. El Invitatorio –salmo que recitamos todos los días al principio de Maitines, y que viene a ser como el preludio de las Horas canónicas de todo el día– es significativo sobre este punto: «Venid: cantemos con alegría al Señor… vayamos a su presencia con la alabanza en el corazón y en los labios; hagamos resonar himnos en su loor, porque el Señor es un Dios grande, el Rey supremo; sostiene con sus manos los fundamentos de la tierra; le pertenecen las cimas de los montes, el mar y la tierra, porque todo lo creó. Venid, postrémonos y adorémosle; doblemos las rodillas ante el Señor, porque es nuestro Dios» (Sal 44,1-7).
¡Qué introducción tan magnífica! Venid, dice el Salmista; y a esta voz nos arrodillamos para demostrar nuestra adoración, nuestra reverencia. Nuestra actitud no es la del esclavo, indigna de Dios y de nosotros, ni el temor servil del criado, todo imperfección, sino el de hijos que viven en la casa del Padre celestial, pues somos verdaderamente «su pueblo, el rebaño de su majada». Es una reverencia profunda como aquella de que está impregnada en el cielo la santa humanidad del mismo Jesucristo: «El temor del Señor es santo, y permanece por los siglos de los siglos» (Sal 18,10).
Esta reverencia interior «al Padre de infinita majestad» [Himno Te Deum.] debe manifestarse también exteriormente. Debemos, como enseña el santo Patriarca, «inclinarnos al Gloria Patri que se repite al final de cada salmo» y que es la doxología que traduce nuestra adoración, «en honor y reverencia de la Santa Trinidad» (RB 9). Debemos, dice también, oír de pie, en señal de honor y respeto, la lectura del evangelio al final de Maitines: «Con honor y temor» (RB 11). Son éstas algunas de las manifestaciones externas de la reverencia interna que debe mantenernos en vela durante el oficio, sin que debamos, empero, hacer esfuerzos violentos de la imaginación o del espíritu.
Nada impide que, postrados así interiormente en adoración, atendamos al sentido de las palabras, a los sentimientos que el Espíritu Santo hace expresar a los salmos; es precisamente lo que requiere, en frase lapidaria, san Benito: «Nuestro corazón esté acorde con nuestros labios». «Si el salmo expresa llanto, lloremos; si alabanza, alabemos también; si es impetratorio, roguemos igualmente; si suplica, supliquemos; si invita a la alegría, alegrémonos; si expresa confianza, abrámosle nuestros corazones» [San Agustín, Enarrat. II in ps. XXX, Sermo 3, núm. I. P. L., XXXVI, col. 248].
Mantengámonos en acto de adoración durante la salmodia: es la actitud primordial. Pero junto con el respeto que debe dominarnos han de actuar las modalidades del sentimiento: el amor, el gozo, la alabanza, la complacencia, la esperanza, el deseo intenso y la súplica constante. Todos estos movimientos producen los salmos, para gloria de nuestro Padre celestial y bien de las almas, a medida que el Espíritu Santo pulsa las cuerdas de nuestro corazón; sea nuestra alma como un arpa dócil a las pulsaciones del divino artista, a fin de que nuestros cantares sean gratos a Dios.
A pesar de cierta aparente divergencia, hay armonía íntima entre lo que dicen santo Tomás y san Benito acerca de la atención. El Doctor angélico no dice en parte alguna que la «atención a Dios» sea exclusiva de la «atención al sentido» de las palabras; desea solamente que el alma no se someta servilmente a la letra, sino que se la deje libre de levantarse hasta Dios de un vuelo; en resumen, que el medio no sea un fin. No de otra manera lo entiende el santo Patriarca; no dice que deba el alma atender servilmente a todas y cada una de las palabras pronunciadas, sino que «esté acorde con nuestros labios», es decir, que debe remontarse a Dios con las alas que le presta el texto litúrgico.
Así lo efectúan los elegidos en la liturgia celestial; están contemplando sin cesar a Dios en la adoración más perfecta, sin que esta contemplación les impida loar cada uno de los atributos divinos.
Así lo hacía acá en la tierra el divino Salvador, nuestro modelo; su alma estaba continuamente abismada en la contemplación y adoración de las perfecciones del Padre. Cuando pasaba la noche «en oración a Dios» (Lc 6,12), y sus divinos labios modulaban sagrados cánticos, su inteligencia abarcaba toda su profundidad, agotaba toda su plenitud, especialmente de los salmos mesiánicos; cada uno de los sentimientos allí expresados por el Espíritu Santo tenía en su corazón un eco infinitamente fiel y exacto. Jesús iba sucesivamente ensalzando con ardor y júbilo inenarrables las perfecciones del Padre.
Por eso su alabanza era una celestial armonía, que placía al Padre, y subía como «perfume suavísimo», como incienso delicioso. En esas horas era cuando debían principalmente resonar, aunque solamente lo oyeran los ángeles, las palabras del Padre proclamando a Cristo «el Hijo de todas sus complacencias» (Mt 17,5).
De un modo parecido, cuando el monje, unido a Jesucristo, entra en el coro para tratar los intereses más importantes del cuerpo místico, y deja que su corazón se llene, para difundirlos después, de los sentimientos variados que el Espíritu Santo produce en él bajo el influjo de las palabras pronunciadas por su boca, rinde a Dios un homenaje agradabilísimo y obtiene para las almas torrentes de luz y de amor, que brotan, por sus plegarias, de los tesoros celestes.
La última disposición requerida para cumplir bien con la obra de Dios es la devoción: devotamente. ¿Qué significa esta palabra? Devovere significa «consagrar»; la devoción es la consagración a Dios de sí mismo; es, pues, la flor más delicada y el fruto más puro del amor, porque es el amor llevado hasta la adoración, hasta el sacrificio total de sí al ser amado, realizando al pie de la letra las palabras de Cristo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu» (Mc 12,30). Es este «todo», esta totalidad en el amor, lo que significa la devoción. En efecto: cuando amamos mucho a una persona no llevamos la cuenta de los sacrificios hechos por ella, sino que nos damos de buen grado y sin medida. Cuando estas disposiciones se aplican a Dios y al opus Dei, constituyen la devoción.
Conviene no confundir la devoción con algunos de sus efectos. No consiste en los consuelos sensibles que puedan experimentarse, los cuales, por frecuentes que sean, son accidentales, y dependen tanto del temperamento y de las circunstancias como del Señor. Buena es la suavidad que se siente en el servicio de Dios; y el Salmista dice: «Gustad y ved cuán suave es el Señor» (Sal 33,9); pero no constituye la esencia de la devoción. Demos gracias a Dios si nos hace sentir que su servicio está lleno de dulzura, pues eso nos estimulará a servirle con más amor; pero no nos aficionemos a estos consuelos como si constituyeran lo fundamental de la devoción.
Recitar con verdadera devoción el oficio divino es aplicar a ello todas nuestras fuerzas para hacerlo bien; es acudir al coro todos los días y varias veces al día con todo el celo, ánimo y vigor de que somos capaces, para cumplir la obra de Dios del mejor modo posible; es perseverar en estas disposiciones, no solamente cuando se experimentan consuelos, sino también en cualquier otra circunstancia de fatiga del cuerpo o desfallecimiento del alma. Hay sacrificios en la salmodia que hemos de aceptar, de los que hemos apuntado algunos en la conferencia precedente. Menester es crecida dosis de generosidad y abnegación para soportarlos varias veces al día. ¿Cuál será la causa eficiente de tal generosidad?
¿Y cuál su apoyo y sostén? El amor; porque la devoción es el amor en acción. Cuando se posee este fervor que nace del amor, se ofrece a Dios un verdadero sacrificio de alabanza: «En tu honor sacrificaré una ofrenda de alabanza» (Sal 115,7); se alaba a Dios con todo el ser y se le ofrece el holocausto de sí mismo: «Te ensalzaré, Señor, con todo mi corazón» (Sal 9,2). Un monje que no rechazara todo pensamiento extraño y no concentrara durante el oficio todas las energías de su entendimiento y de su voluntad para dedicarse sólo a Dios; que asistiera a él negligentemente, musitando apenas las palabras y omitiendo las ceremonias prescritas por la Iglesia para engrandecer las perfecciones divinas y rendir homenaje a la soberana Majestad, no cumpliría bien sus deberes monásticos.
Es indigna de un monje esta negligencia, esta indolencia, esta manera de honrar a Dios, moviendo apenas los labios. Cuando tantos religiosos de vida activa, tantos misioneros, se exceden generosamente en sus ministerios, el monje no puede ser tibio y remiso en la obra altísima que se le ha encomendado. Estando en el coro, deberíamos decir con toda verdad: «Dios mío, puedo ahora glorificarte en unión de tu Hijo muy amado; puedo hacer mucho por las almas rescatadas con su sangre; sin mi oración, que es la de Jesús, tal vez se perderían muchas para siempre. Cantaré tus alabanzas con todo mi ser, y quiero ser enteramente tuyo». A Dios le place la generosidad en el divino servicio; mas, como dice la Escritura, con una expresión enérgica, «vomita a los tibios» (Ap 3,16): es decir, a aquellos que sienten indiferencia por su gloria o por el bien de las almas.
Consagrémonos, pues, generosamente a la obra capital que se nos ha encomendado, a ejemplo de tantos santos monjes que encontraron en ella el mejor medio de acreditar y probar su amor a Dios y a las almas. Se dice de santa Matilde que tenía por costumbre poner todas sus energías en la ferviente alabanza de Dios; no parecía estar dispuesta a ceder ni siquiera en trance de muerte. Fatigada un día de tanto cantar, como con frecuencia le sucedía, parecióle que iba a desfallecer. En el instante, el Corazón divino de Jesús infundióle una nueva vitalidad, que le permitió seguir cantando; mas no por sus naturales energías, sino por la virtud divina. En esta inefable unión parecíale cantar con Dios y en Dios, y el Señor le dijo entonces: «Tú respiras ahora por mi Corazón: de la misma suerte todo aquel que suspira de amor o deseo por mí, tendrá el poder de respirar, no por sí mismo, sino por mi Corazón divino» [El libro de la gracia especial, parte III, c. 7.]