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3. Debe brillar por su discreción

No tendremos una idea perfecta de la misión que san Benito señala al abad, si no conocemos las dos cualidades principales que con tanta insistencia exige en él el Legislador monástico: la discreción y la bondad.
La discreción es una de las notas características de la Regla de nuestro glorioso Padre; lo notaba san Gregorio [Diálog., lib. II, c. 36] al compararla con las otras reglas ascéticas de la antigüedad cristiana. Pero donde resalta por manera admirable esta cualidad es en el capítulo que dedica al abad. San Benito quiere que el abad, en el gobierno de las almas, tenga por norma la discreción, que es «madre de todas las virtudes» (RB 64).
Y ¿qué es la discreción? Es el arte sobrenatural de discernir y disponer todas las cosas en orden a un fin, adoptando los medios conducentes según la naturaleza y conforme a las circunstancias. Y ¿cuál es este fin? «Encaminar las almas a Dios» (RB 61), y llevarlas, no como se quiera, sino de modo que los monjes cumplan su cometido de buen grado. Así, menester es, dice el santo Legislador, que «pondere bien todas las cosas» (RB 64); declarando bien su pensamiento lo resume en una fórmula concisa y muy significativa: «Que se acomode a la diversidad de caracteres» (RB 2).
Esta es la norma ideal que regula la conducta práctica del abad con sus hermanos; la noble divisa que, observándola bien, le hará salir airoso en este arte tan difícil y delicado, que san Gregorio llama «arte de las artes» [Regula pastoralis, I, 1], de «dirigir las almas» (RB 2).
En este punto, exige san Benito al abad un conjunto muy armónico de cualidades bien diferentes: la firmeza unida con la dulzura, la autoridad moderada por el amor. Observemos con qué exquisito tacto escoge los términos que califican el ejercicio de la discreción. Quiere que el abad sea «celoso sin ansiedad», «prudente sin timidez» (RB 64); que «busque siempre el reino de Dios y su justicia» (RB 2), sin descuidar los intereses del monasterio que «debe administrar sabiamente» [RB, cap. 52]; ame a los hermanos y odie los vicios (RB 64); «use de prudencia en la corrección, no sea que, queriendo raer demasiado el orín, se rompa el vaso» (RB 64); muéstrese muy flexible en su gobierno, acomodándose a las circunstancias y disposiciones de cada uno: ya sean de carácter expansivo o reconcentrado; ya predomine en unos la inteligencia y, en otros, el sentimiento; ya sean dóciles o adustos, «menester será que se adapte a todos los temperamentos» (RB 2).
Con el discípulo indócil, muéstrese «como maestro severo», mientras hará patentes «las ternezas de padre» al que de veras busca a Dios. «A las almas bien dotadas, ávidas de encontrar a Dios, será suficiente que el abad les proponga la doctrina celestial, mientras que a los espíritus más simples o de un temperamento más difícil, el pastor habrá de indicarles el camino con su ejemplo». «A uno ganará con halagos, a otro con reprensiones, al tercero con la persuasión». Preciso será que se conforme y adapte al temperamento de todos. Sólo así podrá alegrarse en el aumento del rebaño y de su progreso en el bien, sin tener que lamentar detrimento alguno en las almas que le han sido confiadas (RB 2).
Resumiendo estas magníficas enseñanzas acerca de la discreción, nos deja el santo Legislador esta fórmula lapidaria, fruto de su gran experiencia en dirigir las almas: «Obre el abad de tal modo que los aventajados deseen más y los débiles no rehúyan» (RB 64).