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3. Cómo se practica

De la naturaleza del abandono derivan los medios con que debemos practicarlo.
El abandono es, ante todo, la consagración total de nosotros mismos, por la fe y el amor, a la voluntad de Dios que no es distinta de Él, sino el mismo Dios intimando su querer; es tan santa, omnipotente, adorable e inmutable como el mismo Dios.
Respecto de nosotros, en parte la conocemos y en parte no. Se nos revela, se nos manifiesta por medio de Cristo. «Oídlo» (Mt 17,5), nos dice el Padre eterno al enviarnos a su Hijo. Jesucristo, por su parte, nos asegura que «nos dio a conocer cuanto el Padre le había comunicado» (Jn 15,15). La Iglesia, esposa de Jesucristo, recibió en depósito estas revelaciones y preceptos, a los cuales hay que agregar los mandatos de los superiores y las prescripciones de la Regla, todos los cuales son manifestación de la voluntad divina.
¿Qué actitud adoptará el alma que ama, ante esta voluntad? Deberá enardecerse y usar de todas sus energías para cumplirlas, diciendo acerca de las intenciones divinas lo que de ellas decía Jesucristo, nuestro modelo: «Ni una tilde, ni la menor prescripción de la ley quedará por cumplir» (Mt 5,18); no quiero dejar de observar nada de lo que Dios ha mandado: quiero hacer todo lo que le place. Cuanto más íntima es la amistad con una persona, tanto más nos esforzamos en no contristarla. Con Dios nuestra fidelidad debe ser absoluta; «Siempre hago lo que le agrada» (Jn 8,29). Este debe ser el móvil del que busca únicamente a Dios; como dice el Salmista. Sus ojos «se vuelven siempre hacia el Señor» (Sal 24,15) a fin de adivinar y cumplir su voluntad.
En este cumplimiento de la voluntad divina, las almas difieren entre sí por la intensidad del amor con que la aceptan. Nadie de nosotros querría hacer lo que Dios prohíbe, obrar contra su ley, infringir, aunque sea en lo más mínimo, sus preceptos. Empero, ¿podemos decir que hacemos todas las cosas únicamente porque Dios lo quiere? ¿Estamos completamente desligados de nosotros mismos y entregados sin reserva a la voluntad divina? ¿Estamos siempre prontos a acatar esta voluntad, por penosa que nos resulte?
Por nuestra parte, debemos estar dispuestos a cumplir esta voluntad, cualquiera que sea, con el mayor amor posible, pues está escrito: «Tú mandaste, Señor, que tu ley sea cumplida a perfección» (Sal 118,4). Cuando la ley divina ordena una cosa es necesario obedecerla sin titubeos, a pesar de los mayores sacrificios, ya que infringir esta voluntad equivale a desear que Dios no exista. El amor es la medida de este abandono en Dios; y cuanto más profundo, intenso y activo sea este amor, más completo y absoluto hace el abandono. Este abandono san Benito nos lo exige ilimitadamente. ¿No hemos visto cómo prescribe al monje que, cuando el superior le ordena en nombre de Dios cosas imposibles, «obedezca por amor, confiando únicamente en el auxilio divino»? (RB 68). Este es el abandono perfecto, que por amor se olvida enteramente de sí, para darse sin reserva a la omnipotencia y a la inmensa bondad de Dios.
El alma amante no se contenta con la voluntad de Dios manifestada abiertamente, se abandona también y principalmente a la oculta, la cual se extiende a toda nuestra existencia, natural y sobrenatural, tanto en conjunto como en sus detalles: a la salud y a la enfermedad, a los sucesos así prósperos como adversos, al éxito o al fracaso de nuestras empresas, a la hora y circunstancia de la muerte; al grado de santidad y a los medios particulares que Dios emplea para guiarnos, y a tantas otras cosas que ignoramos, que Dios quiere mantenernos ocultas.
Ante esta voluntad ignorada para nosotros, dos actitudes podemos adoptar.
La que se inspira en la sabiduría del mundo, puramente humana, que se jacta de bastarse a sí misma y se guía por sus luces naturales; pretende arreglar a su guisa la vida, y rechaza todo lo que es contrario a sus aspiraciones, incluso a las ideas y concepciones que se forja acerca de la perfección. «Esta sabiduría humana es a los ojos de Dios estupidez», dice san Pablo (1 Cor 3, 19). Por lo que respecta a las leyes de la vida sobrenatural, esta «prudencia de la carne», como la llama el Apóstol (Rom 8,6), no es más que vanidad y mentira. No puede comprender esta sabiduría cómo Dios quiso redimir al mundo, no con riquezas y actos brillantes, ni por el prestigio de la ciencia y de la elocuencia, sino revistiéndose de las debilidades de la naturaleza, en pobreza y vida oscura de treinta años, ocultando la inefable plenitud de perfecciones de que estaba dotada la santa humanidad de Jesucristo; ni puede comprender que muriese con muerte ignominiosa en un patíbulo. La cruz es para esta sabiduría «locura y escándalo» (1 Cor 1,23); mas Dios, continúa san Pablo, quiso confundirla con la oscura de sus impenetrables designios.
Nosotros, por tanto, no debemos guiarnos por esta sabiduría natural. Los pensamientos de Dios son diferentes de los nuestros; sus caminos, distintos. Nuestro ideal sería seguir nuestras propias sugestiones, disponer de nuestra vida, aun de la sobrenatural; no experimentar la tentación, ni repugnancias en la obediencia. Vías humanas son éstas que conducirían a un extraordinario incremento de nuestro orgullo. ¿Cuáles son, en cambio, los caminos de Dios, los pensamientos de la Sabiduría eterna? «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5). «El que me siga, niéguese a sí mismo y tome su cruz» (Mt 16,24); «El que mira atrás no es digno del reino de los cielos» (Lc 9,62); «Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los puros, los misericordiosos, los que lloran, los que sufren persecución por la justicia» (Mt 5,3-11). Y ¡cuántos otros pensamientos semejantes no leemos en el Evangelio! Pero lo que desconocemos, muchas veces, es la aplicación que tienen a cada uno de nosotros.
Ante los designios divinos, nuestra actitud ha de ser la de completo abandono; confiarnos a Dios, dejando en sus manos nuestra personalidad y nuestras miras, para aceptar humildemente las suyas: tal deberá ser nuestro programa. En esta materia, la verdadera sabiduría es no tener ninguna, y confiarse sinceramente a la palabra infalible, a la eterna sabiduría, a la ternura inefable de un Dios amoroso.
Dios quiere ocultarme actualmente algunas de sus voluntades; yo debo considerar conveniente que me las oculte, sin que me preocupe el motivo. Yo no sé si mi vida será larga o corta, si gozaré de buena salud o me tendrá postrado la enfermedad; si disfrutaré de la lucidez de mis facultades o se agotarán antes de tiempo; si me conducirá el Señor a sí por tal o cual camino particular. En este terreno Dios no cede nada de su absoluta soberanía: se reserva el derecho supremo para disponer de mi existencia natural y de mi perfección sobrenatural como le plazca, pues es el alfa y la omega de todas las cosas.
Por tanto, ¿qué debo hacer? Abismarme en la adoración; adorar a Dios, como a principio, sabiduría, justicia, bondad infinita; echarme en sus brazos como un niño en los de su madre (Sal 130), el cual se presta dócilmente a todos los movimientos que ella le imprima. ¿Tendríais reparos en acogeros a los brazos de una madre? Ciertamente que no; porque ninguna madre, si no es un monstruo, traiciona la confianza de su hijito. Ahora bien: ¿quién, si no Dios, ha puesto en el corazón de la madre la ternura, la bondad y el amor? Y mejor diré: estas virtudes de la madre no son más que un pálido reflejo de la bondad, la ternura y el amor que hay en Dios. Él mismo se compara a una madre. «Aunque una madre pudiera olvidarse de su hijito, yo jamás me olvidaré de vosotros» (Is 49,15). Pues bien: ora me lleve la voluntad divina por caminos espaciosos, sembrados de rosas, o por los ásperos, donde no encuentre sino espinas punzantes, será siempre la adorable y amorosa voluntad de Dios, de mi Dios.
Pero yo sé que esa voluntad desea mi santidad, que la procura siempre, empleando en ello su poder y guiada por el amor. Además de los medios que estableció oficialmente para conducirme a la perfección, como los sacramentos, la oración y las virtudes, el Señor tiene otros particulares para grabar poco a poco en mi alma la forma de santidad que se propuso. Lo que a mí me conviene, en este terreno oculto, es abandonarme completamente a su operación, dejándome conducir con fe, confianza y amor; porque todo lo que procede de Dios, goces o penas, luz o tinieblas, consuelos o aridez, todo me es provechoso, ya que «todo concurre al bien de aquellos que Él llama a la santidad» (Rom 8,28).
Esto es lo que decía el Señor a su fiel sierva santa Gertrudis: «Haz un acto de abandono a mi voluntad, dejando la disposición de todas las cosas a mi beneplácito, desprendiéndote de ti misma con aquella obediencia que me hizo exclamar: ¡Padre mío, no se haga mi voluntad, sino la tuya! Estáte dispuesta a recibir tanto lo próspero como lo adverso de manos de mi amor, que para tu salvación te envía estas cosas; une en todo tus sentimientos a los de mi Corazón. Es mi amor quien te proporciona días de bienestar y alegría, en atención a tu debilidad, y para que levantes tus ojos y esperanzas hasta el cielo. Recibe estas alegrías con reconocimiento, uniendo tu gratitud a mi amor. Pero es también mi amor quien te prepara ratos de amargura y tristeza, para hacerte merecer eternos tesoros: acéptalos uniendo tu resignación a mi amor».