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6. Docilidad de espíritu

El amor sincero y humilde hacia el abad debe traducirse en una gran docilidad de espíritu a sus enseñanzas, y en una obediencia generosa a todo lo que disponga. También aquí la fe es nuestro guía luminoso.
Dios, que todo lo hace sabiamente, se acomoda en el obrar a nuestra naturaleza: habla a la inteligencia para mover la voluntad, y así la luz se convierte en principio de acción. Por esto dice el Apóstol: «Dios quiso salvar el mundo y santificar las almas por la predicación, aunque ésta parezca locura a los ojos de los sabios» (1 Cor 1,21). Esta voluntad de Dios, así como todos sus designios, es adorable. Notad bien que Cristo no mandó a sus Apóstoles escribir, sino predicar; y por este medio renovó el mundo. El Verbo es el que santifica las almas; mas, para lograrlo, hubo de revestirse de forma humana y tangible.
De igual manera el Verbo toma asimismo una forma sensible por la predicación, y, mientras la palabra se desprende de los labios y suena en los oídos, el Verbo interior penetra en el alma y se insinúa suave y fuertemente en la voluntad. Cual eco íntimo de lo que sucede en el mundo exterior, «la fe proviene del oír» (Rom 10,17). Pero, continúa el Apóstol, «¿cómo nacerá esta fe si no hay quien la predique?» (Rom 10,14). Jesucristo ha provisto a ello: «He aquí que yo os envío: id y predicad a toda criatura» (Lc 10,3; Mc 16,15).
Estos enviados de Cristo no hablan por cuenta propia, sino en nombre del que los envió: «El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia» (Lc 10,16). Son ellos «los embajadores de Cristo, como si Dios nos exhortase por medio de ellos» (2 Cor 5,20). Por consiguiente, su palabra no es de hombres, sino de Dios; el cual manifiesta su poder en los que creen [«Al oir la palabra de Dios que os predicamos, la acogísteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual en verdad es, y obra eficazmente en los que creéis» (1 Tes, 2,13)]. Porque es de saber, dice san Pablo, que «es Cristo el que habla en nosotros» (2 Cor 13,3).
Por donde se echa de ver la obligación que pesa sobre todo legítimo pastor de repartir a sus ovejas el pan de la doctrina. Esta obligación incumbe también al abad, quien, como hemos visto, en virtud de su institución, y por voluntad expresa de san Benito, es missus, esto es, constituido por la Iglesia sobre una porción del rebaño de Cristo.
Mas su palabra, como la de todos los mensajeros de Cristo y aun la del mismo Señor, no siempre produce los mismos efectos. Lo que se ha dicho de la humanidad de Jesucristo: «Será causa de ruina y principio de resurrección para muchos» (Lc 2,34), se puede decir de la palabra evangélica. Es semilla de vida, pero no fructifica, afirma el mismo Verbo (Lc 8,15), más que en los corazones bien dispuestos. Observemos lo que sucedió al Señor durante los años de ministerio. A pesar de que era el Hijo de Dios, enviado del Padre, proclamado Maestro por el oráculo divino: «Oídle» (Mt 17, 5); a pesar de ser la sabiduría eterna y de estar sus enseñanzas henchidas de unción del Espíritu de amor, siendo sus palabras, según El mismo declara, «espíritu y vida» (Jn 6,64), ¿qué dijeron aquellos que le escuchaban con corazón torcido? «Dura es esta palabra, ¿quién la puede oír?» (Jn 6,61).
¿Estaban faltos de inteligencia aquellos oyentes y discípulos? No: pero su corazón se resistía. Y ¿cuál fue el efecto de aquella actitud?: «Abandonar a Jesús desde aquel momento» (Jn 6,67). Abandonaron a Cristo «para su perdición» (Mc 16,16). Veamos, en cambio, qué conducta más diferente observaron los Apóstoles. Escucharon de boca de Jesús las mismas palabras; mas para sus corazones rectos y simples fueron palabras de salvación. Y vosotros, les preguntó el Maestro, «¿queréis iros también?» «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68-69), ¿De dónde esta diferencia, y quién ha abierto este abismo que media entre los dos grupos de oyentes? Las disposiciones del corazón.
Lo que decimos de la predicación de Jesús se puede también afirmar de la de todos sus enviados: «El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia». Ahora bien, dice san Benito que el abad hace las veces de Cristo; conviene, pues, oírle como se oiría a Cristo, «con corazón bueno» (Lc 8,15). Al comienzo del Prólogo leemos una palabra importante. El gran Patriarca nos invita a acoger «con alegría» y ejecutar eficazmente sus enseñanzas. Y para obtener este resultado nos dice que «inclinemos el oído de nuestros corazones a sus palabras». [San Gregorio usa muchas veces las mismas palabras y en idéntico sentido: «Si oye la palabra de Dios el que es de Dios y no puede oírla el que no lo es, pregúntese a sí mismo cada cual si oye esta palabra con los oídos de su corazón, y sabrá a qué espíritu pertenece» (Homilía 18 sobre el Ev.)]
Por donde, si escucha únicamente el espíritu, sin que coopere el corazón, la palabra de Dios no producirá todos sus frutos. Y de la misma manera, si escuchamos las palabras de aquel que ocupa entre nosotros las veces de Cristo sin fe y humildad, sin espíritu filial, como quiere san Benito (Admonitionem patris. RB, pról.), antes bien con espíritu fiscalizador o con un corazón reservado, tales palabras, aunque las profiera un santo, serán estériles y aun nocivas a las almas, con la terrible consecuencia de que en el día del juicio se nos pedirá estrecha cuenta de todas las enseñanzas de que no hemos querido aprovecharnos. [Habla san Pablo de «los ojos iluminados del corazón» necesarios para conocer la verdad» (Ef 1,18)]. Por esto, el Salmista exclamaba: «Si oyereis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones» (Sal 104,8). Y ¿cómo se endurece el corazón? Por el orgullo del alma.
«Bienaventurados aquellos –nos dice el Señor– que oyen la palabra divina» (Lc 11, 28) con fe y humildad, aunque sean o se consideren más sabios que el que les predica; recibiéndola con «un corazón sencillo y bien dispuesto» (es siempre la misma idea), aquella semilla dará «el ciento por uno», y aquella abundancia de frutos «que regocija a nuestro Padre que está en los cielos, porque en ella es glorificado» (Jn 15,8).