fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

3. Unión con la oblación que Jesucristo hizo de sí mismo

Para que semejante holocausto sea «grato a Dios», como dice san Pablo, menester es que vaya unido al de Jesucristo.
Es verdad fundamental: porque sólo la oblación de Cristo da valor a la nuestra y la hace digna de ser aceptada por el Padre celestial. Para manifestar exteriormente esta unión, el santo Legislador quiere que se efectúe durante el sacrificio por excelencia, y que el novicio deposite por sí mismo sobre el altar la cédula de su promesa. Todo lo que se ofrenda sobre el altar está consagrado a Dios: por consiguiente, este acto del profeso es símbolo de la inmolación de sí mismo en el santuario de su propia alma.
¿Cómo se realiza interiormente en nosotros esta unión de nuestro sacrificio con el de Jesucristo? Por el amor. El amor obra la unión. Porque amamos nos entregamos a Él y lo preferimos a cualquier criatura. «Venid, seguidme –dijo Jesús– y os daré el ciento por uno» (Mt 19,21). Como Él al entrar en el mundo, digamos, dirigiéndonos a Él: «Heme aquí»; yo quiero unirme sólo a Ti. Porque creo que Tú eres Dios, perfección y felicidad por esencia; porque espero en el infinito valor de tus méritos y tu gracia; porque amo en Ti el sumo bien, «por tu nombre (cfr. Mc 10,20.30) lo he dejado todo» (Mt 19,27; Mc 10,28; Lc 18,28) y te hago donación aun de aquello que más aprecio, que es más íntimo y sensible: mi propia libertad.
Indudablemente lo que hemos dado a Dios es poco, considerado en sí mismo: somos pobres criaturas que todo lo hemos recibido del Padre celestial: «Todo precioso don viene de arriba, procede del Padre de las luces» (Sant 1,17), y Dios «no necesita nuestros bienes» (Sal 15,2). Mas Él reclama el corazón, el amor; y cuando –como dice san Gregorio– el amor lo da todo, por poco que sea este «todo», Dios se complace en aceptarlo, porque el dador no se ha reservado nada. En esta transacción «el valor se mide por el afecto» [Lib. I, Homil V in Evangel., núm. 2]. El santo Pontífice observa que los apóstoles Pedro y Andrés sólo abandonaron los utensilios de pescar; empero, como los dejaron por amor de Cristo y de seguirle, renunciaron a los derechos y al deseo de poseer.
Desprenderse de todo lo terrenal, de todo lo criado, es el primer paso para la santidad; después viene la donación de sí mismo a Dios. Pero antes, y a fin de ser «consagrado», es menester ser «separado». Los votos nos conducen al grado más alto de separación de las criaturas, puesto que renunciamos a la voluntad propia: podemos, en verdad, exclamar: «Todo lo hemos dejado». Pero debemos añadir inmediatamente: «Y te hemos seguido» para adherirnos a Ti. Tal es la fórmula de la unión con Dios, y el segundo requisito de la santidad: nos entregamos a Dios, nos consagramos a Dios; podremos decir en la profesión monástica: «Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; no seré defraudado en mi esperanza» [Suscipe me, Domine secundum eloquium tuum et vivam; et non confundas me ab exspectatione mea (Sal 118,116; RB 58)].
Cuando un alma se entrega así plenamente a Dios por amor, para no buscar más que a Él solo; cuando se desprende todo lo posible de la criatura, de sí misma, de todo móvil humano, para allegarse a Dios solamente, entonces su «holocausto es santo», según dice san Pablo. Es una víctima sin mancilla, que la tierra no contamina. Mas, por el contrario, si no se desliga de la criatura, se le pegan las viscosidades de la tierra, y ya no es «santa». El Corazón sacratísimo de Jesús a sólo el Padre estaba ligado: «Yo vivo para mi Padre» (Jn 6,58); por eso san Pablo le llama «hostia inmaculada» (Heb 9,14).
El monje, al profesar, aleja de sí, como condición, toda criatura, todo lo que puede desviarlo de Dios; se aligera de cualquier estorbo, para unirse perfectamente a Cristo y buscar únicamente el beneplácito del Padre es un acto de perfecto amor muy del agrado del Padre. Y por ser la profesión un acto de amor total, Dios colma de bendiciones inmensas, de gozo incesante al alma que se consagra a Él por los votos y los guarda fidelísimamente.