fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

2. Tiene carácter de holocausto

Los mismos caracteres encontramos en el sacrificio de la misa.
Nuestro Señor quiso que la inmolación del altar renovara la inmolación de la cruz, reproduciéndola para aplicar sus frutos a todas las almas; es el mismo Cristo quien se ofrece al Padre «como perfume suave» [Ordinario de la Misa según el rito romano en su forma extraordinaria. Ofrenda del cáliz]; esta inmolación incruenta es tan agradable al Padre como la del Calvario. Tan hostia es Jesucristo en la cruz como sobre el altar, como cuando descendió del cielo a la tierra. En el altar, Jesucristo viene de nuevo al mundo todos los días como hostia; reitera cada día su oblación e inmolación por nosotros. Quiere, sí, que nosotros le ofrezcamos al Padre; pero no se cansa de instarnos a que nos unamos a Él en la oblación, y así seamos gratos a su Padre; y ya que participamos de su sacrificio aquí en la tierra, participemos también de su eterna gloria.
En esto, como en todo, Cristo es nuestro modelo: modelo de todos los que le siguen y de los que quieren ser miembros suyos. Si Él, la cabeza, se ofrece a Dios, ¿podremos nosotros dejar de hacer lo mismo? A tal oblación nos obliga ya nuestra condición de criaturas, por el dominio absoluto que tiene sobre nosotros. «La tierra y todo lo que contiene, el Universo y todos sus habitantes al Señor pertenecen» (Sal 23,1). Debemos, pues, reconocer, por la adoración y el sacrificio de nuestra sumisión a la voluntad divina, su suprema perfección y nuestra dependencia absoluta.
Mas, como miembros de Jesucristo, debemos, además, imitar a nuestra cabeza. Por esto, san Pablo, que tan ansioso estaba de que los cristianos vivieran unidos a Cristo, decíales: «Os lo suplico por la misericordia divina, hermanos, es decir, por la bondad infinita que Dios nos ha demostrado, que os ofrezcáis como hostia, viva, santa, grata a Dios en sacrificio espiritual» (Rom 12,1).
Estas palabras debe aplicarse especialmente el que se consagra a Dios por la profesión religiosa; porque, al igual que la inmolación de Jesucristo, la profesión es un holocausto.
Los cristianos en general ofrecen sacrificios a Dios. A causa de nuestra naturaleza caída, a todos es necesario cierta abnegación, cierta inmolación de nosotros mismos para seguir constantemente los mandamientos de Dios. Mas, para el simple cristiano, esta inmolación tiene unos límites; el simple fiel puede ofrecer sus bienes, pero se reserva la disposición de su propia persona; debe amar a Dios, pero no se le prohíbe que dé legítimamente una parte de su amor a la criatura.
Por el contrario, quien se entrega a Dios por la profesión religiosa, renuncia a todo: va a Dios con todo lo que tiene, con todo lo que es: «Heme aquí». Todo lo ofrece a Dios sin reservarse nada. En esto consiste el hacerse hostia, el inmolarse en holocausto. Con la profesión decimos nosotros: «Dios mío, mi naturaleza me faculta para poseer; mas yo renuncio a los bienes de la tierra por tenerte a Ti solo; podría amar a las criaturas, pero concentro el amor en Ti; podría disponer de mí mismo; mas yo te ofrezco mi libertad».
Abandonamos, no solamente los bienes exteriores y el derecho de constituirnos una familia, sino que también renunciamos a lo que nos es más grato: la libertad; y al entregar esta ciudadela de la voluntad, lo entregamos todo, hasta la misma raíz de nuestra actividad; «nada retenemos: ni siquiera –como nuestro Padre dice– la disposición de nuestro cuerpo» (RB 58). «Lo entregamos todo con alegría, con amorosa simplicidad» (1 Cró 29,17).
Este sacrificio es grandemente aceptable a Dios, porque tiene todas las condiciones del holocausto. «Cuando un alma –dice el gran monje san Gregorio [Super Ezech., 1, II, homil. 8, núm. 16]– ofrece a la omnipotencia divina el conjunto de los bienes que posee, incluso su propia vida y cuanto le es caro, realiza un holocausto». La misma idea expresa santo Tomás: «El holocausto consiste en ofrecerle a Dios cuanto tenemos» [II-II, q. 186, a. 7].
Por esta inmolación reconocemos que Dios es principio de todas las cosas; depositamos ante Él todo lo que de Él hemos recibido y nos ofrecemos enteramente, para que nuestro ser y cuanto poseemos retorne a Él.
Con objeto de hacer este holocausto más perfecto, completo y, en lo posible, perpetuo, lo ofrecemos de un modo solemne, público, aceptado por la Iglesia: es la profesión o emisión de votos. Verdad es que desde nuestra entrada en el monasterio lo abandonamos todo por seguir a Jesucristo; pero no habíamos dado todavía el paso decisivo; son los votos los que consagran la donación de un modo irrevocable. El voto exige para su validez, como es sabido, una voluntad deliberada, que se obliga mediante una promesa hecha públicamente en la iglesia. Es evidente que san Benito entiende así las cosas. Según él, «el novicio debe estudiarse a sí mismo, examinarse cuidadosamente antes de ligarse para siempre con una promesa» (RB 58).
¡Oh, Dios mío! Ser infinito, que eres la misma felicidad, ¡qué gracia inmensa e inefable concedes a tus criaturas, invitándolas a ser, con tu Hijo predilecto, hostias aceptables, consagradas perpetuamente a la gloria de tu majestad!