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6. Exhortación final

Para recitar el oficio divino fervorosamente y de un modo digno de Dios, se nos exige gran fe y amor generoso. Si nos falta esa fe y ese amor, es posible que con el tiempo perdamos el aprecio que merece el oficio divino, que olvidemos el valor inmenso que encierra para la gloria de Dios y el bien de las almas, y que acabemos por posponerlo en nuestro aprecio a otras obras de menos valor. Es posible que, sin darnos cuenta, nos alegremos a veces de vernos dispensados, por cualquier motivo, de la asistencia coral.
En cambio, para el monje que está animado de viva fe, el opus Dei conserva siempre su grandeza incomparable y su inexhausta fecundidad: es para él, junto con el sacrificio de la misa, en torno del cual se mueve, un medio eficacísimo de unión con Dios y el homenaje más perfecto que ofrecerle pueda. Con esta disposición no hay peligro de que el religioso lo recite por rutina, pues la alabanza divina tiene para él atractivos siempre nuevos; es cada día «un cantar nuevo» (Sal 95,1; 97,1; 149,1), por el cual glorifica a Dios con todo su ser, en cuerpo y alma. Por ejemplo, en las palabras tantas veces repetidas del Invitatorio: «Venid, adoremos al Señor», inclinamos nuestras cabezas, como la mies al soplo de la brisa; pero si esta inclinación se hace por seguir la costumbre, y, para decirlo con un término peyorativo, por rutina y sin atención a lo que significan las palabras pronunciadas, será una ceremonia casi de ningún valor.
Cuando el alma, por el contrario, está poseída de verdadera devoción, se postra interiormente delante de Dios y a Él se ofrece toda entera, con alabanzas magnificas que son el embeleso de los ángeles. Asimismo el inclinarnos al fin de cada salmo al Gloria Patri, es como el resumen y compendio de toda nuestra alabanza y devoción. Santa Magdalena de Pazzi sentía tal devoción al recitarlo, que se la veía palidecer en aquel momento; tanta era la intensidad con que sentía la entrega que de sí hacía a la Santísima Trinidad [Vida, por el P. Cepari, S.J., c. XV.]. Sucederá, no obstante, que a pesar de todo nuestro fervor nos veamos asaltados de distracciones: ¿Qué hacer entonces?
Las distracciones son inevitables. Somos débiles y son muchos los objetos que solicitan la atención y disipan nuestra alma; pero si son efecto de nuestra fragilidad no nos turbemos. Escribía santa Teresa de Jesús: «En eso de divertirse en el rezar el oficio divino, en que tengo yo mucha culpa, y quiero pensar en flaqueza de cabeza; y así lo piense vuestra merced, pues bien sabe el Señor que ya que rezamos, querríamos fuese muy bien» [Carta al M. I. Sr. O. Sancho Dávila.]
Tengamos siempre presentes estas últimas palabras de la gran contemplativa. Tanto como no debemos inquietarnos por las distracciones que provengan de lo tornadizo de nuestra imaginación, tanto debemos también esforzarnos por prepararnos debidamente para mostrar a Dios la intención de rezar bien. Si no hacemos nada por dirigir nuestro corazón a Dios, por recogernos, por sumirnos en una profunda reverencia y devoción, será muy difícil que no caigamos en distracciones imputables a nuestra negligencia. Por experiencia lo sabemos: evitaríamos la mayoría de las distracciones si nos preparásemos para el oficio divino con cuidado; el no aprovecharse de tantas luces y gracias como del oficio divino pudieran derivarse, es debido a nuestra negligencia.
Por el contrario: si antes de ofrecer nuestros homenajes a Dios nos recogemos fervorosamente en nosotros mismos; si nos unimos con un acto intenso de amor y de fe a Jesucristo, el Verbo encarnado, prestándole nuestros labios para alabar al Padre y atraer sobre su cuerpo místico las luces y dones del Espíritu Santo, no tendremos motivos de inquietarnos de las distracciones que sobrevengan: son ocasionadas por nuestra flaqueza; apenas las advirtamos tratemos buenamente de desecharlas sin violencia.
La frecuente repetición del Gloria Patri nos ayudará especialmente a renovar nuestra vigilancia. Al pronunciarlo nos inclinamos para tributar a Dios el homenaje de nuestra reverencia y de nuestra adoración; es el momento más oportuno para suscitar en el alma el sentimiento de la divina presencia. Las distracciones nos servirán así para reavivar el fervor; y si cuidamos de cumplir exactamente al menos las ceremonias prescritas, nuestra alabanza será grata a Dios y fructífera para la Iglesia.
Lo dice admirablemente Bossuet con estas terminantes palabras que van a servir de conclusión a la presente conferencia. «¡Alma religiosa! El fruto de la doctrina de Jesucristo sobre la oración debe ser principalmente la exactitud de las horas que se le dedican. Por más distracciones que tengas, si las deploras, si muestras deseos de evitarlas y permaneces fiel, humilde y recogida en lo exterior, la obediencia que tributas a Dios, a la Iglesia y a la Regla al observar las genuflexiones, inclinaciones y demás ceremonias y prácticas externas de piedad, mantiene el espíritu de oración. Entonces se reza por estado, por disposición, por voluntad, especialmente cuando uno se humilla por la aridez y las distracciones que tiene. ¡Qué agradable es a Dios esta oración! ¡Cómo mortifica al alma y al cuerpo! ¡Qué de gracias no obtiene y cuántos pecados no son por ella expiados!» [Meditaciones sobre el Evangelio. Sermón de la montaña, 44º día].