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3. Es el mejor medio de unirnos a Cristo

No se reduce, sin embargo, a esto el poder santificador de la divina alabanza. Además de ser la mejor forma de impetración para nuestras necesidades espirituales y de proporcionarnos ocasión de practicar cotidianamente virtudes elevadas, es también para nosotros el mejor medio de ponernos en condiciones de asemejarnos a Jesucristo. [Véase una notable explicación de este pensamiento en Dom Festugière, La liturgie catholique, essai de synthèse, c. XIII, La liturgie comme source et cause de la vie religieuse, págs. 111 y ss.]. No olvidemos nunca esta verdad capital: tanto para el monje como para el cristiano, todo se compendia en unirse con Jesucristo por la fe y el amor para imitarle; porque siendo Él la «forma» (Rom 8,29) de nuestra predestinación es a la vez el ideal de toda nuestra santidad. Es el centro del monaquismo como lo es del cristianismo; contemplar a Cristo, imitarlo, unir nuestra voluntad a la suya para complacer al Padre, es la suma de toda la perfección.
El Padre todo lo ha depositado en su Hijo amado; en Él encontramos los tesoros de redención, justificación, sabiduría divina, ciencia celestial y santificación; todo se reduce para nosotros a contemplar a Jesús, a acercarnos a Él. El pensar en Jesús, el contemplar a Jesús, no es sólo santo, sino también santificador.
Ahora bien; el mejor medio de contemplar a nuestro Señor en su persona y en sus misterios es seguir el ciclo litúrgico establecido por la Iglesia, su Esposa, guiada en todo por el Espíritu Santo. De Adviento a Pentecostés la liturgia es cristocéntrica; todo se refiere en ella a Cristo y en Él converge, representándonos con una viveza siempre atrayente, sus misterios: la Encarnación, su admirable nacimiento, su vida oculta y pública, su dolorosa Pasión, el triunfo de la Resurrección y Ascensión, la misión del Espíritu Santo. La Iglesia nos conduce, como por la mano, tras las pisadas de Cristo: bástanos escuchar y guiarnos por el espíritu de la fe para seguir a Jesús.
Los misterios de Jesús, contemplados con fe y amor, producen en nosotros los sentimientos que experimentaríamos si hubiéramos presenciado la Natividad del Señor, si le hubiéramos acompañado a Egipto, a Nazaret, en sus predicaciones, en el jardín de Getsemaní, en la vía dolorosa, en el Calvario; si hubiéramos presenciado su Resurrección y Ascensión. Así decía una santa alma benedictina, la madre Deleloë: «Por Navidad, durante las solemnes fiestas natalicias de nuestro Señor, recibí grandes favores: Su Majestad me comunicó una luz vivísima para conocer estos misterios como si entonces se verificasen» [Dom B. Destrée, Une mystique inconnue du XVIIe siècle. La Mere J. M. Deleloë, moniale bénédictine, París, 1925].
Es verdad que Jesús ya no vive en la tierra, que la realidad histórica de sus misterios es un hecho pasado; pero Él es siempre nuestra cabeza y la virtud de su vida y de sus actos es siempre fecunda: «Jesucristo, el mismo que ayer, es hoy, y lo será por los siglos» (Heb 13,8). Como cabeza de la humanidad, por la humanidad, vivió estos misterios. Por lo tanto, nos basta contemplarlos con fe para que nuestra alma se acomode a la manera de ser de Jesús, nuestro ideal, y se transforme en Él poco a poco, apropiándose los sentimientos experimentados por su divino Corazón cuando vivía cada uno de estos misterios. Jesús vive en nosotros la realidad de sus misterios, y si tenemos fe y estamos unidos a Él por el amor, nos arrastra consigo y nos hace participantes de la virtud propia de sus diferentes estados.
Leemos en las Revelaciones de santa Gertrudis que, contemplando a Cristo el día de la Ascensión subiendo a los cielos, se preparaba a recibir la sagrada Comunión. Jesús se le apareció y le dijo: «Vengo a ti, no para decirte adiós, sino para llevarte conmigo al lado de mi Padre». Jesús hacía participar a la gran contemplativa de la gracia especial del misterio conmemorado en la fiesta de aquel día [El heraldo del amor divino, libro IV, c. XXXVI. Cfr., también Une extatique au XVIIe siécle, la Bse. Bonomo, por Dom du Bourg, págs. 95-100.].
Este mismo carácter de fecundidad sobrenatural tienen los demás misterios de Jesús. Año tras año, el alma va participando de ellos más íntimamente e identificándose cada vez más con Jesucristo, con sus ideas y sentimientos, con su vida: «Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Flp 2,5); poco a poco va transformándose a imagen del divino modelo; no sólo porque se lo representa en todas las etapas de su existencia terrena, sino también por una virtud divina que de estos misterios dimana para santificarnos en proporción de nuestra fe, para transformar al alma en una viva reproducción de nuestro hermano Primogénito. ¿No consiste, acaso, toda nuestra predestinación, toda nuestra santidad, en conformarnos con Cristo para la gloria del Padre?
La piedad benedictina tiene su carácter específicamente cristiano en esta disposición de seguir los misterios de Jesucristo, bajo la dirección de la Iglesia. Por ir calcada sobre la misma piedad de la Esposa de Cristo –¿y quién mejor que ella conoce los deseos de su Esposo y las necesidades de sus hijos?–, es en extremo luminosa para las almas. Es un hecho comprobado que aquellos que recitan devotamente el oficio divino, empapándose del espíritu de los salmos, y siguen paso a paso al Señor en sus misterios, tienen una vida espiritual límpida y robusta, no menos que abundante y fecunda; una piedad nada complicada y nada ficticia.
Aquellos, en cambio, que se forjan o disponen a su gusto la vida espiritual corren el riesgo de poner en ella mucho de sí mismos, muchos elementos humanos, y de exponerse a errar el camino que Dios quiere que sigamos para llegar a Él. Siguiendo, en cambio, las huellas de la Iglesia, no corremos el peligro de extraviarnos. La piedad benedictina es segura, sencilla y generosa, porque no pide al hombre, siempre falible, sino a la Iglesia y al Espíritu Santo, sus elementos e incluso su cuadro, que consiste únicamente en la representación de la vida de Cristo.
Es éste un punto de capital importancia. Nuestra santidad es de orden sobrenatural, absolutamente trascendente, y su origen es Dios y no nosotros. Porque, como dice san Pablo, nosotros no sabemos orar, no sabemos, en el negocio único de nuestra santificación, lo que nos conviene; pero el Espíritu de Jesús, que reside en nosotros después del bautismo, que dirige a la Iglesia, y que es como el alma del cuerpo místico, ora en nosotros con gemidos inenarrables (Rom 8,26).
En el oficio litúrgico todo está inspirado por este divino Espíritu compuesto bajo su impulso. Él, que es autor de los salmos, imprime profundamente en el alma dócil y devota las verdades que ellos expresan y excita los sentimientos de que rebosan los cánticos sagrados. Paulatinamente el alma vive de estas verdades, se nutre de estos sentimientos y se acostumbra a ver y saborear las cosas como Dios las ve y juzga; vive constantemente en un mundo sobrenatural; se adhiere a aquel que es el único objeto de nuestra religión y que continuamente le es presentado en la realidad de sus misterios y en el poder de su gracia.
No hay camino más seguro que éste para permanecer unidos a Jesús y por consiguiente para llegar hasta Dios. La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, nos conduce a Cristo, y Éste al Padre, y hace que le seamos gratos: ¡qué seguridad tan incomparable y qué poderosa fecundidad de vida interior no nos garantiza este medio de vida espiritual!