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1. Relaciones jerárquicas entre el abad y los monjes

Habréis notado la singular analogía que existe entre el gobierno de la Iglesia y el ordenado por san Benito para la institución monástica; ello revela en el santo Legislador un sentido profundamente cristiano, asociado al genio romano. [Es solamente una analogía. Entre la Iglesia y el monasterio hay puntos de semejanza, pero existen también diferencias, y algunas, considerables. Las más importantes: el soberano Pontífice es infalible, privilegio que no comparte el abad; la autoridad del Papa sobre la Iglesia es universal; la del jefe del monasterio, limitada, etc.]
La constitución que la Sabiduría eterna dio a la Iglesia establece en ella un régimen monárquico y jerárquico, que refleja en la tierra la monarquía suprema de Dios en el cielo y la jerarquía allí reinante.
Como base de la Iglesia, sociedad visible, Jesucristo puso un fundamento visible en la persona de Pedro y sus sucesores: de ellos deriva todo poder y jurisdicción. Igualmente, del abad quiere nuestro Padre, san Benito, que dependa toda la organización del monasterio (RB 65). La suprema autoridad y toda delegación: los oficiales, prior, mayordomo y decanos, son designados por el abad. Del prior dice san Benito que «debe instituirlo el mismo abad» (RB 65). Y no sólo está al arbitrio del abad la primera investidura de estos oficios, sino que también en el ejercicio del cargo y en los actos que ejecutan no podrán nunca apartarse de las normas y órdenes que les señale. Esta concentración de poderes en manos del abad es una de las ideas más explícitas del código monástico.
[«Este prepósito cumpla reverente lo que le mande el abad sin contravenir en nada a su querer y disposiciones» (RB 65); «nada haga el celerario sin orden del abad; cumpla fielmente cuanto se le mande; cuide de todo lo que el abad le confíe y no presuma entrometerse en lo que le hubiese prohibido» (RB 31); «los decanos velarán solícitos de todo... con arreglo a los mandatos de su abad» (RB 21)].
Con todo, por absoluta que sea, no es arbitraria la autoridad del abad. El soberano Pontífice, al enseñar, debe seguir la doctrina de Cristo y el sentido de la tradición. De la misma manera el abad, dice san Benito, «no podrá jamás preceptuar lo que es contrario a los divinos mandamientos»; conviene que se «atempere, como los demás, a la Regla, maestra de la vida». [Adviértase, no obstante, que el Papa es no solo intérprete de las leyes de la Iglesia, sino también legislador]. Sin embargo, así como el Vicario de Jesucristo es el intérprete autorizado de las leyes de la Iglesia, así el abad es el regulador que fija, si es necesario, el sentido del código monástico, lo modifica y permite las excepciones que juzga convenientes para la buena marcha de la comunidad.
Por otra parte, el abad no debe obrar guiado exclusivamente de sus propias luces. Así como el Papa se asesora del consejo de los cardenales, cuyo dictamen sigue en muchas circunstancias, también el abad halla en los «ancianos», seniores, los consejeros que le ilustran en muchas ocasiones ordinarias en que esté interesada la vida de la abadía.
San Benito va más lejos todavía. En los asuntos que afectan gravemente a los intereses espirituales o temporales del monasterio, quiere que el abad reúna a sus monjes, les exponga de qué se trata y solicite su parecer. Y ¿cuál es la razón de pedir este consejo? Porque «muchas veces –dice el santo Legislador– revela Dios a los más jóvenes lo mejor» (RB 3. Cfr. Dan 13). En esto se demuestra una vez más el espíritu sobrenatural que rigió a nuestro Padre al redactar la Regla.
Adviértase que esta consulta es bien distinta de la que ocurre en los parlamentos. San Benito quiere que «los monjes emitan su parecer con humildad y sumisión, sin defender tenazmente sus puntos de vista particulares». Y luego «han de esperar la decisión del abad» (RB 3). El jefe del monasterio deberá, sin duda, disponerlo todo con justicia. Por otra parte, el Derecho canónico establece garantías para determinados casos, en los que, como en la admisión de novicios a la profesión, se requiere el voto de la comunidad.
Mientras el abad no resuelva, todos podrán hablar con humilde franqueza, y hasta con empeño respetuoso; después, dice san Benito, tendrán que acatar la resolución, sin atreverse a impugnarla delante ni a espaldas del abad (RB 3). Murmurar o tornar a discutir lo ya juzgado, contendere, queda rigurosamente condenado por el santo Legislador, como contrario al espíritu de fe y de amorosa sumisión que debe informar al verdadero monje.
Esta patria potestad que al abad concede san Benito, nos hace ya presentir el carácter familiar que debe informar la vida cenobítica. El reino de Dios es una familia. «La familia de Dios» [Oración de la 5ª domínica después de Epifanía; 1ª domínica de Cuaresma; 21ª domínica después de Pentecostés, etc], dice la liturgia refiriéndose a la Iglesia, haciéndose eco de aquellas palabras de san Pablo: «He aquí que ya no sois huéspedes o extraños, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Cfr. Ef 2,19). Y Jesús había dicho que todos somos hermanos, y que su Padre lo es también nuestro. «Subo a mi Padre y a vuestro Padre» (Jn 20,17).
Todos los cristianos, hijos de Dios por la gracia de adopción, forman, en efecto, una familia en torno al Primogénito, Hijo único del Padre, objeto de sus complacencias; deberán, pues, asemejarse a Él en el grado de unión intima que los allegue y serán más o menos agradables a Dios según la mayor o menor perfección con que reproduzcan en sí mismos la imagen de este Hijo único, «constituido primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). En esto consiste su predestinación divina.
El Papa es el padre visible de esta familia de Dios en la tierra. De igual prerrogativa goza el abad dentro de la reducida familia monástica; es, en verdad, según frase del gran Patriarca, «el Padre del monasterio que debe proveer a todas las necesidades de sus hijos» (RB 33). En la familia que nuestro santo Padre llama «casa de Dios» (RB 31), todo se ordena a que los miembros, «no anteponiendo nada al amor de Cristo», reproduzcan en sí mismos los rasgos del Hermano primogénito, cuyas huellas deben seguir en todo momento.
De este mismo principio de la patria potestad se desprende otra aplicación, generalmente confirmada por la tradición, por más que no esté expresamente consignada en la Regla: que el poder del abad, a semejanza del que ejerce el Sumo Pontífice, es vitalicio, es decir, que sólo la Providencia pondrá término a su autoridad, al mismo tiempo que a su vida. En otros institutos más modernos sus superiores, llamados priores, guardianes, rectores, tienen los cargos por un período de tres años, y en ello está la vitalidad y perfección de dichos institutos; por el contrario, la sociedad monástica constituye una familia en la que el abad, llamado «Padre», conserva normalmente el poder toda la vida: es esto lo característico del cenobio benedictino y uno de los principios fundamentales de la institución monástica. Esta continuidad del poder abacial asegura al monje en un mayor grado el «bien de la obediencia» que vino a buscar en el claustro. Por otra parte, esta forma de gobierno está calcada en la que Jesucristo, sabiduría eterna, dispuso para el gobierno de su Iglesia.
No pretendemos negar que este régimen tiene sus inconvenientes; que a través de la historia encontramos malos abades, como también hubo papas indignos, pues se trata de un sistema humano y ninguno de éstos es perfecto: sin embargo, contra abusos posibles, la Iglesia se previene con garantías y remedios, como son el régimen monástico, las visitas canónicas, los capítulos generales y otras determinaciones del Derecho. Sea de ello lo que fuere, el carácter monárquico y absoluto de la autoridad del jefe del monasterio subsiste. A nuestras costumbres democráticas y al humano orgullo repugnará este sistema; con todo hay que reconocer que es el más conforme al espíritu de la Regla del Legislador monástico. Allí donde los monjes «buscan sinceramente a Dios», la unión más estrecha une a los hijos con su padre, y reina en sus inteligencias y corazones la paz, fruto del Espíritu de amor.