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XIII. La «obra de Dios», alabanza divina

Dios todo lo hizo para su gloria; cómo el oficio divino procura esta gloria a Dios; San Benito lo llama con razón «la obra de Dios»
Para juzgar el valor absoluto de una cosa o de una obra es necesario considerarlas situándose en el punto de vista de Dios. Sólo Él es la verdad misma; y la verdad es la luz en la cual Dios, eterna Sabiduría, ve todas las cosas; éstas valen lo que valen para Dios. Es éste el único criterio infalible de juicio, apartándose del cual hay peligro de errar. Sabido es que nuestra santidad es de orden sobrenatural: esto es, por encima de los derechos, fuerzas y exigencias de la naturaleza.
Por lo tanto, todo lo que se refiere a este orden sobrenatural, del cual es único autor Dios, supera por su trascendencia a todas las concepciones humanas. «No son como los vuestros mis pensamientos ni mi modo de obrar», nos dice Dios mismo (Is 55,8). Hay distancia infinita entre nuestros caminos y los de Dios: «Como se elevan los cielos sobre la tierra» (Is 55,9). De aquí que para conocer verdaderamente las cosas espirituales debemos verlas como Dios las ve, con la luz de la fe que nos descubre los divinos designios y los eternos pensamientos de Dios; fuera de esta luz, no hay acerca de las cosas espirituales más que tinieblas y error.
Ahora bien: es verdad fundamental, revelada por Dios, que «todo ha sido creado y hecho para su gloria» (Prov 16,4). Dios nos lo da todo; se nos dio a sí mismo en la persona de su amado Hijo Jesucristo, y con Él todos los bienes; nos prepara una eterna felicidad en el goce de la Trinidad augusta. Una sola cosa se ha celosamente reservado: su gloria: «Yo el Señor, no cederé a otro mi gloria» (Is 42,8).
Por consiguiente, el valor de una obra habrá de computarse por la gloria que reporta a Dios. Hay obras que no van dirigidas directamente a esta gloria, como son, por ejemplo, los trabajos intelectuales de erudición, de enseñanza; los trabajos manuales, arreglo de jardines, ocuparse en la cocina. Emprendidos con amor, son agradables a Dios; no obstante, no le procuran sino una gloria indirecta, no por sí mismos, sino «por el fin de quien obra», usando la expresión de la escuela, esto es, por la recta intención con que se ejecutan para agradar a Dios. [Hablamos, claro está, del orden sobrenatural. Es evidente que toda acción honesta, moralmente buena, rinde por sí misma alguna gloria al Señor, con solo entrar en el orden natural querido por Dios].
Otras obras, en cambio, tienden directamente a la gloria de Dios, y le son sumamente placenteras, no sólo por el amor que las acompaña, sino por sí mismas; por «el fin de la obra». Su objeto directo y los elementos componentes son sobrenaturales: tales son la misa, los sacramentos. Es evidente que en sí mismos, prescindiendo de las disposiciones del ministro, exceden, desde el punto de vista divino, a cualquier otra obra.
A esta segunda categoría pertenece el oficio divino. No sólo por la intención del que lo recita, mas también por su naturaleza y los elementos que lo componen, se refiere enteramente a Dios; por sí mismo, «por el fin de la obra», tiende a Él. Constituye, con la santa misa, con la cual se relaciona, la expresión más completa de la religión; es la «obra divina» por excelencia: así los llama nuestro bienaventurado Padre.
El oficio divino contiene, sin duda, peticiones y fórmulas impetratorias, pero no son éstos sus elementos principales; es, ante todo, una alabanza divina, sintetizada perfectamente, al final de cada salmo, en la doxología «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». Su fin directo es reconocer y ensalzar las divinas perfecciones, complacerse en ellas dando a Dios gracias: «Gracias te damos, Señor, por tu grande gloria» [Gloria de la misa]. Arranca de este principio: «Digno eres, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor» (Ap 4,11). Esta es la aclamación de los elegidos en el cielo: contemplando las infinitas perfecciones de Dios, abísmanse forzosamente en la alabanza y en la adoración, tributándole la gloria que le es debida: «El Señor es grande y sobremanera digno de alabanza» (Sal 47,1).
Ahora bien: nosotros los religiosos buscamos a Dios: con este objeto vinimos al claustro. ¿No es, pues, natural que adoptemos directamente como obra principal el oficio divino, con el que más directamente atendemos a Dios? ¿Cómo le buscaríamos verdaderamente –«si de veras busca a Dios» (RB 58)– sin pensar en primer lugar en El, en sus perfecciones, en sus obras? «Y alabarán al Señor quienes le buscan» (Sal 21, 27). Y en justa correspondencia, a medida que vamos encontrándole y que va manifestándose a nosotros, más sentimos la necesidad de cantar sus dones y perfecciones: «Pues quienes le buscan le encontrarán, y al encontrarle le alabarán» [san Agustín, Confesiones, l. I, c. I. P. L., XXXII, col. 661].
Por esta causa nuestro santo Patriarca, después de señalar la finalidad de la vida monástica, prefijar la autoridad del jefe del monasterio y definir la vida cenobítica; después de demostrar que la humildad y la obediencia remueven los obstáculos del camino de la perfección, nos habla del oficio divino, y lo regula minuciosamente. No lo considera como obra exclusiva ni finalidad de la vida monacal; pero sí como principal, «a la que se subordinará cualquier otra, por importante que sea» (RB 43). Establece una «escuela del divino servicio» (RB, pról.) en la cual el oficio divino es «el primer servicio de devoción» (RB 18).
Es muy cierto, como repetidas veces lo hemos dicho, que san Benito no excluye las otras obras, y la historia, de consuno con la tradición –tan respetable para nosotros–, nos muestran cómo nuestra Orden, en el transcurso de los siglos, ha llevado a cabo diversas misiones en el campo de la civilización cristiana; pero es innegable que nuestra obra más importante, la que reclama más principalmente nuestra atención y energías, es la divina alabanza. Además es ella, después de los sacramentos, el medio más seguro para nosotros, los monjes, de unión con Dios. El oficio divino, que tanta gloria reporta al Señor, es para cada uno de nosotros fuente abundante de santificación: aspecto este que trataremos en la siguiente conferencia; ahora vamos a mostrar cómo la «obra de Dios» es una alabanza infinitamente agradable al Señor.
Para comprender su excelencia hay que referirse a su fuente, naturaleza, elementos y finalidad. Este estudio se hará a la luz de la fe; pues sólo con ella penetramos en la verdad. «Solamente el Espíritu de Dios –dice san Pablo– es capaz de escrutar las profundidades divinas» (1 Cor 2,10-11). La mente humana, que no puede apreciar más que las apariencias, cae con frecuencia en el error.
Como, por otra parte, nuestro amor al oficio divino depende del aprecio y de la fe que tengamos en su valor, es para nosotros de suma utilidad que esta fe sea ilustrada y que este aprecio sea razonado y fundado.