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6. Humildad exterior: su necesidad y sus grados

De esta humildad interior cuyos grados ascendentes san Benito acaba de exponernos, se derivan los actos externos. La virtud reside principalmente en el alma [II-II, q. 161, a. 3, ad 3. Cfr., a. 1, ad 2, y a. 6. Santo Tomás deduce de este principio que un superior puede tener en grado perfecto la virtud de la humildad sin realizar exteriormente ciertos actos de humildad que no cuadran del todo con su dignidad]. Por eso el santo Patriarca insiste primeramente en la humildad del espíritu. Pretender aparecer humilde exteriormente cuando no se posee la virtud interior, o no se hacen esfuerzos por adquirirla, es una simulación que tiene algo de farisaica, que san Benito manda evitar. [«No querer que le tengan por santo antes de serlo, mas serlo, en efecto, para que puedan con verdad llamárselo»: RB 4], por ser un gran orgullo, como dice, después de san Agustín, santo Tomás [II-II, 161, a. 1, ad 2.].
Debemos esforzarnos ante todo en adquirir la virtud interior. Cuando ella sea real, sincera y viva, bien arraigada en lo íntimo de nosotros mismos, entonces se manifestará al exterior sin dificultad y sin pretensiones; porque poseyendo la humildad del corazón, también el cuerpo, por la unidad substancial de nuestro ser, se acomodará a las actitudes que por la reverencia adopta el alma delante de Dios. La humildad exterior únicamente vale en cuanto es expresión verdadera de la humildad interior, o un medio para excitarla. El hombre debe adquirir y expresar la humildad por los movimientos del alma y del cuerpo. Ejercitémonos, pues, en actos externos de humildad aun cuando no hayamos adquirido todavía un alto grado de la virtud interior.
A causa de la unión íntima del alma con el cuerpo, todo acto externo repetido con frecuencia, como golpearse el pecho, tener los ojos bajos, arrodillarse para cumplir una satisfacción o penitencia, repercute en el alma e influye necesariamente en la vida interior. «Cuando nos postramos –dice san Agustín– a los pies de nuestros hermanos, esta humillación del cuerpo predispone y excita a nuestra alma a humillarse interiormente, o si ya era humilde, a confirmarse en la humildad» [Tractat, in Ioan., 58.]. Así, pues, si el cuerpo debe abatirse es para ayudar a adquirir o fortalecer la virtud interior; de otra suerte sería fariseísmo querer aparecer humilde a los ojos de los hombres cuando el corazón está dominado por el orgullo.
Conviene, sin embargo, mucha discreción en este punto, especialmente para aquellos que empiezan la vida religiosa. La humildad no se adquiere en un solo día: los novicios no deben pretender pasar súbitamente de las actitudes desenvueltas de un colegial a la de un extático. Aspiremos a la humildad interna, que es la más importante, y ejercitémonos con discreción y fidelidad en la adquisición de los grados externos.
Por otra razón es necesaria la práctica de la humildad externa; porque puede servir con frecuencia de diagnóstico para conocer si la virtud existe realmente o si nos anima un secreto orgullo. Es éste un punto de mucha importancia, ya que por este medio podemos conocer si somos interiormente orgullosos, y es ya un paso hacia la humildad el saber que aún no la tenemos. Preguntemos al orgulloso si piensa altamente de sí. Responderá negativamente con frecuencia; pero prácticamente no podrá ocultarlo, porque de su secreto orgullo brotarán instintivamente, y muchas veces sin que de ello se percate, actos que lo manifiestan.
Así veréis cómo el concepto exagerado que tiene de su valía le mueve naturalmente a procurar darse a conocer, a imponerse, a obrar de manera distinta de los demás, cuando no a despreciarlos; a singularizarse aun en las pequeñas cosas, a alabar su persona, sus ideas, su modo de proceder; y como los fariseos dice: «Yo hago esto o aquello»; «no soy como los otros» (Lc 18, 12.). Apenas se inicia una discusión alza la voz, habla siempre sin tolerar que se le contradiga; impone silencio a los demás de modo imperativo. Todas estas son manifestaciones de orgullo, porque la palabra es el reflejo del interior.
También el modo de reír manifiesta las disposiciones interiores. Se dirá: ¿Cómo la risa, tan propia del hombre, puede ser contraria a la humildad? Nuestro bienaventurado Padre no la condena absolutamente. Un monje huraño y habitualmente triste demostraría «que no corre en los mandamientos de Dios con amplio corazón, con aquella dulzura de amor» (RB, pról.), que san Benito promete a los monjes fieles; lo que él proscribe, y es natural, es la risa descomedida que procede de una educación grosera y vulgar; es la risa irónica, que acentúa maliciosamente los defectos de los demás, ridiculizándolos. Todo ello es contrario al espíritu cristiano y es indigno de las almas que buscan a Dios y quieren ser templo del Espíritu Santo.
San Benito condena, además, la tendencia a reírse sin motivo, con algazara y sin ton ni son; la tendencia a gastar bromas. Si consideramos bien que la humildad radica en la reverencia a Dios, nacida del sentimiento de la divina presencia, comprenderemos por qué el santo Patriarca condena a «eterna prohibición» (RB 6) esta maligna tendencia a las bromas, ruina del interior recogimiento.
Estos defectos no se hallan en el monje humilde, cuya alma está llena de respeto a la divina Majestad, siempre presente. No intenta distinguirse de los demás, sino todo lo contrario; y, viendo en la Regla la expresión de la voluntad divina, teme el desviarse de ella en lo más mínimo. No habla por cualquier motivo, sabe «guardar silencio», que es la atmósfera propicia al recogimiento, «hasta que es preguntado». Cuando ríe, «no lo hace alzando la voz como el necio» [«El que está dominado del temor no levanta la voz, sino que se muestra triste y afligido». San Jerónimo. Epist. 13, Virginitatis laus. P. L. XXX, col. 175]; porque la reverencia a Dios es opuesta, no a la alegría, sino a la ligereza, a la disipación, a las manifestaciones ruidosas. Guarda en sus palabras la sobriedad propia del sabio.
En fin, en todo su continente, en todo su obrar se transparenta sin afectación la humildad interior. Visiblemente, su alma está bajo el dominio de Dios, la reverencia que siente hacia Dios le mantiene «con los ojos bajos y la cabeza inclinada» [«El levantar los ojos es, en cierto modo, indicio de soberbia, por cuanto excluye el respeto y el temor». Santo Tomás, II-II, 161, a. 2, ad 1.]
¿Por qué quiere san Benito que el monje que ha arribado a los últimos grados de la humildad y está en posesión de una virtud sólida, se mantenga en la actitud de culpable? ¿Por qué el Santo, tan mesurado siempre en las prescripciones, le pone constantemente –semper– sobre el corazón y sobre los labios las palabras del publicano: «Señor, no soy digno de alzar los ojos al cielo»? Porque Dios ha concedido a esta alma en la oración una luz radiante sobre la grandeza de sus perfecciones; en esta luz ha visto su nada y las menores faltas le parecen manchas intolerables. El rayo divino la ha iluminado; y en cualquier parte en que se encuentre, solo o con sus hermanos, en la oración o en la huerta, sabe que la mirada de su Señor escudriña las reconditeces de su alma: vive en adoración y lo manifiesta en todos sus ademanes.
«El sentimiento profundo de Dios en el alma le inspira humildad y confusión, pues recuerda que es pecador. Con los consuelos y goces divinos el alma recibe la sabiduría y la gravedad» [Beata Ángela de Foligno, Le livre des visions, c. XXVII, Lo inefable]. Basta ver un monje verdaderamente humilde para comprender que la presencia de Dios, origen de su respetuoso continente, le es familiar, y que posee un habitual sentimiento de gravedad conveniente a la divina unión.
En todos estos detalles podríamos ver retratada la figura de nuestro glorioso Padre. Su primer biógrafo, el papa san Gregorio el Magno, dice que su vida no fue más que la fiel aplicación de la Regla. «Estaba lleno del espíritu de todos los justos»; con todo, hay virtudes que lo caracterizan particularmente, siendo uno de sus rasgos más destacados un espíritu extraordinario de adoración y de reverencia a Dios.
[«La gravedad de san Benito es esencialmente religiosa: porque resulta de su habitual y profundo sentimiento de la presencia divina. Tiene siempre presentes sus responsabilidades, el valor de la vida presente en relación con la eternidad, el amor de Cristo, los divinos Juicios. Toda esta vida interior contribuye a que la gravedad sea en él un verdadero recogimiento del alma que se traduce en las actitudes externas del cuerpo y en la conducta. Para san Benito la mirada fija en Dios, el sentimiento de la relación íntima del hombre con Él, es lo que ahuyenta de la vida la ligereza no menos que el diletantismo, y engendra la gravedad dulce y humilde, Dom Ryelandt, o. c.].
Leamos la santa Regla; toda está impregnada de sentimiento religioso: sea que trate del oficio divino, o de la lectura del Evangelio, o del Gloria con que terminan los salmos, san Benito siempre inculca la reverencia. Así también cuando habla de las relaciones con los hermanos y con los huéspedes, y hasta cuando se cuida de los utensilios del monasterio, la «casa de Dios». Para nuestro bienaventurado Padre, la vida monástica ha de estar penetrada de una atmósfera de reverencia sobrenatural.
El santo Patriarca es modelo en todo lo que exige a sus monjes; basta fijamos en el retrato del monje humilde que describe en el capítulo VII para reconocerlo. Su alma santa, tan unida a Dios, tan agradable al Señor, de quien obtuvo milagros tan sonados y la admirable visión del mundo entero, como concentrado en un rayo de luz, estaba inundada de celestial claridad; y en esta luz sobrenatural conoció la nada de la criatura: «Pequeña es la criatura para quien contempla al Creador» [San Gregorio, Diálog., 1. II, c. 35.]; veía en Dios la fuente única de todo bien, y que sólo Él es digno de gloria; y sabiendo que todo procede de Dios, le daba fielmente toda alabanza y honor.