fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

2. Actos de celo que desea sean practicados con los hermanos del monasterio: el respeto

El celo verdadero no cae nunca en semejantes excesos; no se deriva del afán de imponer a los otros los conceptos personales de perfección, o de la seguridad de haber cumplido todo deber, ni de ímpetus inconsiderados y violentos, sino del amor de Dios, puro, humilde y manso. Veamos cómo debemos practicarlo según los deseos del gran Patriarca.
San Benito reduce a tres las formas del buen celo del monje con sus hermanos: respeto, paciencia y prontitud en servirlos.
Ante todo exige un mutuo respeto: «Dense muestras recíprocas de honor» (RB 72); expresión tomada de san Pablo: «Anticipándoos unos a otros en señales de honor» (Rom 12,10). Algunos se imaginan que el respeto se opone a la libre expansión del amor, siendo así que ambos sentimientos se concilian a maravilla: el respeto es la salvaguarda del amor. Somos personas consagradas a Dios; tal es la primera fuente del mutuo amor: «Ruego por éstos –decía Jesús, al Padre, aludiendo a los Apóstoles– porque son tuyos» (Jn 17,9). Jesucristo amaba a sus discípulos porque como más próximos a Él, lo estaban también al Padre. Nosotros somos todos «uno» (Jn 17,21; 1 Cor 10,17) en el cuerpo místico de Cristo; todos hemos sido llamados a una misma vocación monástica, y así debemos amarnos mutuamente.
Sin embargo, como la vocación al cristianismo y a la religión nos da, ante todo, a Dios y a Jesucristo, y como quiera que nuestras almas son templo del Espíritu Santo, síguele que debemos respetar a Dios en el prójimo. La caridad fraterna, por viva que sea, no debe degenerar nunca en amistades particulares; porque la familiaridad excesiva, lejos de reforzar los lazos del afecto, los destruye; en vez de conservar la caridad, la enfría. Debemos amarnos sobrenaturalmente, como indica nuestro Padre con estas palabras: «Amemos a los hermanos con amor casto» (RB 72). No permite que los monjes se llamen uno a otro meramente por su nombre, sino que se añada a éste un apelativo honorífico (RB 63); exige que los más jóvenes rodeen a los ancianos de la veneración que reclama su edad, y determina qué palabras deben usar como tratamiento (RB 63). En estas prescripciones se manifiesta el profundo espíritu religioso que guía al santo Patriarca en todos y cada uno de los capítulos de su Regla.
No permitamos jamás que criatura alguna, por santa que sea, nos aparte, ni aun por poco tiempo, del único objeto de nuestro amor; y rompamos inexorablemente con todo afecto sensible o demasiado natural. Nuestro corazón es insaciable en el amor; pero, por estar consagrado al Esposo divino, no puede ya mendigar a la criatura la manera de saciarle.
¿Querrá esto decir que no podemos amarnos, siquiera entre los miembros de la familia monástica? ¿Nos consideraremos como abstracciones unos a otros? No, en manera alguna; podemos amarnos real y profundamente, pero en Dios y por Dios; nuestro amor recíproco debe ser sobrenatural, y así será puro y de fuerza irresistible. Jesucristo, nuestro divino modelo, tenía sus amistades: amaba con afecto humano a su madre, a san Juan, a los amigos de Betania, Lázaro, Marta y María, a sus discípulos; ante la tumba de Lázaro no puede contener las lágrimas, tanto que, viéndolo los judíos, no pueden menos de exclamar: «Ved cuánto le amaba» (Jn 9,36).
Nuestras afecciones deben ser un reflejo de las suyas; Él mismo dijo: «Amaos mutuamente como yo os he amado» (Jn 13, 4). Sus amores eran divinamente humanos; divinos en su origen y móvil, humanos en su expresión.
Conocemos también la ternura con que san Pablo escribía a sus discípulos de Filipos; les llama «su gozo y su corona» (Flp 4,1); les declara que los lleva en el corazón, y apela al testimonio de Dios sobre la ternura con que los ama. Empero el Apóstol encontraba el secreto de este amor, nos lo asegura él mismo, «en el corazón de Jesucristo» (Flp 1,7-8).
Cuando un alma ha llegado a un tan alto grado de desprendimiento, que Dios lo es todo para ella, ama con santa libertad, porque sus afectos, radicados en Dios, sirven para aumentar en ella la caridad. Lo vemos en santa Teresa. Al principio de su vida espiritual le echa en cara el Señor que ama demasiado a las criaturas; pero cuando más tarde está despegada de ellas, el divino Maestro le hace sentir de nuevo, aunque sobrenaturalmente, los pretéritos amores. Nos maravilla, en verdad, la exquisita ternura que muestra en sus cartas, la cual, sin embargo, según es fácil observar en mil detalles y expresiones, tiene su origen en Dios [Cfr. Vida, c. XXIV y XXVII; Cartas 180, 227 y 312; Historia de Santa Teresa, por los Bolandistas].
También la correspondencia epistolar de san Anselmo con sus amigos rebosa esta ternura; sería difícil encontrar en nuestros tiempos efusiones parecidas a las que vierte en sus cartas el santo doctor; pero esta gran alma pertenecía por entero a Jesús, y esos tesoros de afecto para con sus hermanos los sacaba de su amor al Verbo encarnado.
También nosotros debemos amarnos sinceramente, con verdad, con ardor; pero ese amor debe provenir de Dios, depender de Dios y ordenarse a Dios.