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1. La fe vence al mundo

¿Qué es la fe? Es el homenaje total de la inteligencia a la veracidad divina.
Dios, proclamando al Hijo igual a Él, nos dice: «Oídle» (Mt 17,5). Y Cristo mismo dice: «Yo soy el Hijo único de Dios: lo que conozco de los secretos eternos os lo revelo, y mi palabra es infalible, porque yo soy la verdad» (cfr. Mt 11,27; Jn 14,6). Aceptando este testimonio de Jesucristo y prestando el asentimiento de nuestra inteligencia a todas sus palabras, es cuando hacemos un acto de fe.
Esta fe debe ser íntegra, extendiéndose objetivamente a cuanto Jesucristo dijo e hizo. No solamente debemos creer en sus palabras, mas también en la divinidad de su misión, en el valor infinito de sus méritos y de su satisfacción: nuestra fe debe abarcar al Cristo «total».
Cuando es viva y ardiente la fe, caemos a los pies de Jesús, rendidos a su voluntad; nos ligamos a Él para no abandonarle jamás. Eso hace la fe perfecta que se convierte en esperanza y amor.
Para ser cristiano es menester que tengamos esta fe en Jesucristo: y no la poseerá quien no posponga sus propias ideas, su interés personal, a las palabras, a la voluntad, a los mandamientos de Cristo.
El monje posee, ciertamente, esta fe, y en él va más allá: le hizo abandonar el mundo por unirse solamente con Jesucristo. ¿Por qué dejamos el mundo? Porque creímos en las palabras de Cristo: «Venid, seguidme y seréis perfectos» (cfr. Mt 19,21). Nosotros respondimos al Señor: ¿Me llamas? Heme aquí. Tengo en Ti tanta fe, tan persuadido estoy de que eres el Camino, la Verdad y la Vida, de que todo lo encontraré en Ti, que sólo a Ti quiero aficionarme. Eres tan poderoso que puedes conducirme al Padre que está en los cielos; que con tus méritos infinitos y con tu gracia puedes hacerme semejante a Ti para que sea agradable al Padre; que puedes elevarme a la más alta perfección, a la felicidad suma; y porque creo esto firmemente, porque confío en Ti, que eres el Bien infinito, fuera del cual todo es vano y estéril, quiero adherirme a Ti únicamente, «abandonarlo todo para seguirte y servirte únicamente a Ti»: «Mira cómo lo hemos dejado todo y te seguimos» (Mt 19,27). Éste es un acto de fe pura en la omnipotencia e infinita bondad de Jesucristo.
Ahora bien: este acto de fe es, como nos dice san Juan, «una victoria sobre el mundo»; y, a continuación, añade que «la fe que vence al mundo es aquella que nosotros tenemos en Jesucristo, Hijo de Dios vivo» (1Jn 5,4-5). Reflexionemos un poco sobre estas palabras, pues son muy importantes para nuestras almas.
¿Qué significa «vencer al mundo»? El mundo de que aquí hablamos no son los cristianos, fieles discípulos de Jesús, obligados por su condición a vivir en el mundo, sino aquellos hombres que viven la vida material sin más goces y deseos que los de acá abajo. Este mundo tiene sus principios, sus máximas y sus prejuicios, inspirados todos ellos en lo que san Juan llama «concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia en la vida» (1Jn 2,16). Por este mundo es por el que nuestro adorable Salvador no ruega nunca (Cfr. Jn 17,9). Y ¿por qué? Porque existe entre él y Jesucristo una incompatibilidad absoluta: el mundo desprecia las máximas evangélicas; para él es la cruz locura y escándalo. (Cfr. 1Cor 1,22-23)
Este mundo ofrece riquezas, honores y placeres; halaga al hombre natural y le solicita con sus atractivos. Mas nosotros, siguiendo a Cristo y adhiriéndonos únicamente a Él, despreciamos a aquél, dando de mano a todo cuanto podía ofrecernos y prometernos, tanto para el corazón como para el cuerpo; mostrándonos insensibles a sus sugestiones: ésta es la victoria sobre el mundo.

¿Y quién nos ha dado el triunfo? La fe en Jesucristo. Nos ofrecimos a Él porque creímos que es Hijo de Dios, que es Dios, y es, por consiguiente, la perfección suma, la suprema felicidad. Observemos al joven rico que se presenta a Jesucristo para ser su discípulo. Pregunta qué debe hacer para alcanzar la vida eterna. Nuestro Señor, que «al verlo le amó» (Mc 10,21), le dice que observe los mandamientos. «Los vengo guardando desde la niñez» (Mc 10,20), le contesta. Entonces el Maestro acude al consejo: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, y ven y sígueme» (Mt 19,21). Se retiró «triste» (Mt 19,22) –dice el Evangelio– al oír estas palabras, y no siguió al Salvador. ¿Por qué se aparta el joven de Cristo? Porque tenía grandes riquezas: el mundo lo tenía asido con sus bienes. Y porque él no creyó que Jesucristo era el bien infinito, superior a todos los bienes, fue incapaz de «vencer al mundo».
Jesucristo nos comunicó esta luz de la fe el día de nuestra vocación; y gracias a esta luz, que nos enseñó la vanidad del mundo, la vacuidad de sus goces y sus obras estériles, y reveló al mismo tiempo la perfección en la absoluta imitación de Cristo, hemos vencido al mundo.
Bendita victoria, que nos libra de la más dura servidumbre, para darnos la libertad de los hijos de Dios, a fin de poder adherirnos sin reservas a Aquel que merece todo nuestro amor.