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5. Necesidad de mantenerse fiel a las promesas juradas

Mas para gozar dicha semejante, menester es mantenerse siempre a la altura de nuestra profesión, permanecer en el estado de oblación absoluta, ser fieles de por vida a nuestros votos. En el bautismo, el cristiano se compromete a «morir al pecado», a esforzarse en «vivir siempre para Dios» [Véase El bautismo, sacramento de adopción y de iniciación, en Jesucristo, vida del alma, del autor]; el monje, de la misma suerte, por su profesión se obliga a desprenderse más y más de lo creado, para seguir más de cerca a Jesucristo.
Es esta ardua empresa que exige harta generosidad, porque la naturaleza caída tiende a recobrar de nuevo lo que una vez dio. Pero esto no nos es lícito; y si lo hiciéramos por nuestra infidelidad voluntaria, nos atraeríamos la cólera divina. Con palabras asaz impresionantes nos recuerda nuestro glorioso Padre que, «si faltamos a nuestra promesa, seremos condenados por Aquel a quien pretendemos burlar» (RB 88). No olvidemos que la cédula de nuestra profesión está registrada en el cielo en el libro de la predestinación, y que seremos juzgados tanto por lo prometido en el bautismo como por los votos que hicimos «delante del altar santo, y en la presencia de Dios» [Ceremonial de la profesión monástica].
El pensamiento de no haber observado los votos emitidos libremente será la terrible congoja para el religioso a la hora de la muerte; porque Dios juzga según verdad: no entra en discusiones, sino que «hasta nuestras mismas justicias juzga» (Sal 74,3). Examinemos con frecuencia el objeto de nuestra triple promesa y comprobemos si hemos sido fieles, no obstante todas las contrariedades y dificultades, en guardar la estabilidad, en corregir nuestros malos hábitos, en vivir según la obediencia bajo el caudillaje del que para nosotros representa y hace las veces de Jesucristo.
Ciertamente, esta fidelidad se compadece bien con nuestras miserias y con las flaquezas y debilidades que nos torturan y que deploramos e intentamos reparar; mas no se puede conciliar con la tibieza habitual y no combatida, con una frialdad estoicamente mantenida, con repetidas infidelidades consentidas. Una persona religiosa, monje o monja, que especula mercantilmente con Jesucristo, que estima se le pide demasiado, que se «reserva algo» (Lc 9,62) en la donación de sí misma, y «mira atrás», no es digna de Jesucristo. Para tales almas no es posible ni la perfección ni la unión íntima con Dios.
Es necesario, pues, que con todo ardor nos apliquemos a mantenernos siempre fieles. Están en una monstruosa aberración los que creen que con haber profesado no deben ya preocuparse de nada. Al contrario: desde entonces empieza para nosotros la verdadera vida de unión con Jesucristo en el sacrificio.
Unión de sacrificio, decimos; pero también carrera de ascensiones interiores. Dios, si es lícito hablar así, se compromete a ayudarnos, a cooperar a nuestra santidad; y estemos seguros de que lo cumplirá. «Dios es fiel» (1 Cor 1,9), y no faltará al alma que sinceramente le busca. Jesucristo ha dicho: «Los que por mí abandonaron padre, madre, hermanos, hermanas, bienes, recibirán el ciento por uno y la vida eterna». Garantiza esta promesa con una especie de juramento: «En verdad os digo» (Mt 19,28). Su palabra es la verdad: es infalible. Si somos fieles en unirnos únicamente a Jesús, desde ahora y sin descuento alguno ya recibiremos el céntuplo prometido: se nos colmará de grandes e inmensas bendiciones; porque Él es el amigo más sincero, el más fiel de los esposos.
Pidamos al Señor la gracia de jamás abandonarlo. «Lo juré, Señor Jesús, y deseo guardar todos los mandamientos de tu justicia» (Sal 118,106). Contigo y por tu amor, quiero cumplir los mínimos detalles de mi Regla. «Ni una tilde, ni una sola coma será para mí cercenada de vuestra ley» (Mt 5, 18).
Dirijamos una mirada a nuestro modelo. Cristo se ofrece al Padre al entrar en el mundo: desde este momento hace, por decirlo así, profesión: desde ese instante se ofrece todo, si bien las manifestaciones de esa oblación irán apareciendo durante el curso de su vida hasta la muerte en la cruz: «Lo quise, Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal 39,9). Nunca retractó esta su voluntad, esta donación de sí mismo; nunca cercenó nada del holocausto; mas durante su vida terrenal se consagró por entero a cumplir el beneplácito del Padre, hasta aceptar el cáliz de amargura. Él podía decir, pues, con toda verdad, antes de morir: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).
Contemplemos con frecuencia a Jesucristo en la fidelidad inmutable con que realiza su misión, y pidámosle la gracia de no restarle nada de aquello que una vez le entregamos. Como Él, y por amor suyo, todo lo dimos en el acto de la profesión; lo bueno que desde entonces practicamos es a cuenta de ese débito cotidiano, es la manifestación externa de una voluntad que hemos hecho irrevocable por los votos.
San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a hacer revivir en sí la gracia de la ordenación, por la cual participa del eterno sacerdocio de Cristo (2 Tim 1,6). De igual modo debemos nosotros hacer revivir la gracia de la profesión, renovando a menudo la fórmula. El sacramental monástico podemos reiterarlo cuando queramos; cuantas veces usemos de este medio, nuestras almas recibirán un nuevo influjo de vida divina.
Repitámoslo: nuestra santidad no es más que desarrollo y consecuencia de la profesión monástica, fuera de la cual no la encontraremos; y si guardamos constantemente las promesas juradas, Dios nos conducirá a la santidad, puesto que los votos religiosos nos han consagrado enteramente a su servicio.
Después de la santa misa no hay acción más digna de Dios que la oblación de sí mismo por la profesión religiosa; no hay estado más grato a sus ojos que aquel en que se halla el alma, determinada a permanecer constantemente fiel. Es una práctica muy santa y provechosa renovar la profesión todos los días, por ejemplo, en el ofertorio de la misa, y unir entonces nuestro sacrificio al de Jesús. Ofrezcámonos con Él «en espíritu de humildad y con corazón contrito, para que nuestro sacrificio sea al Señor aceptable» [Ordinario de la Misa]. Recibe, eterno Padre, no sólo a tu divino Hijo, mas también a nosotros en Él y por Él: es Él «una hostia pura, santa e inmaculada» [Canon de la Misa]; nosotros, en cambio, somos pobres criaturas; pero, por miserables que seamos, no nos rechazarás, a causa de tu Hijo Jesús, que es nuestra propiciación y al cual queremos estar unidos y rendirte «por Él, con Él y en Él gloria y honor, Padre omnipotente, en unión de tu Espíritu» [Ibíd].
Si nos asociamos con todo corazón al sacrificio de nuestro Señor Jesucristo, nuestra vida cotidiana será la expresión práctica de la oblación que efectuamos el día de la profesión, y como prolongación de la misa en la cual se inmola nuestra divina cabeza; y así nuestra existencia se transfigurará en un himno de alabanza, como incesante Gloria que se eleve hasta Dios, como incienso del sacrificio «en olor de suavidad»: acto de adoración perfecta renovada constantemente. Los votos nos clavan con Cristo en la cruz; y puede decirse que estos místicos clavos fueron forjados por la Iglesia, esposa de Jesucristo; porque ella es, en efecto, quien aprueba y ratifica nuestros votos. La intervención directa de la Iglesia nos garantiza el que los votos sean gratos a Dios y útiles a nuestras almas. Indudablemente, el estado religioso se hace duro a la naturaleza, porque la obliga a renunciar sin descanso a sí misma y a las criaturas. Santa Gertrudis, contemplando en el día de Todos los Santos las multitudes de elegidos, vio a los religiosos entre las filas de los mártires: ello significaba que la perfección religiosa convierte nuestra vida en un perpetuo holocausto [El Heraldo del divino amor, lib. IV, c. 55].
«No digáis –expresaba un escritor de los primeros siglos–, no digáis que en estos tiempos no hay sufrimientos de mártires, pues la misma paz de que disfrutamos tiene sus mártires. Reprimir la ira, huir de la impureza, guardar la justicia, menospreciar la avaricia, doblegar el orgullo, ¿no son actos de martirio?»
[«Nadie diga que en nuestros tiempos no puedan existir las luchas de los mártires, porque la paz tiene también sus mártires. Efectivamente, moderar la ira, huir de la lascivia, observar la justicia, despreciar la avaricia y humillar la soberbia no deja de constituir un gran martirio». MIGNE P. L., t. XXXIX, col. 2.301 (Sermones atribuidos a san Agustín). Encontramos el mismo pensamiento en san Gregorio: «Aunque actualmente no se presentan ocasiones de persecución, tiene también nuestra paz sus martirios; porque, si bien no ofrecemos nuestro cuello de carne al filo del acero, despedazamos, sin embargo, con una espada espiritual los deseos carnales en nuestra mente» (Homilía LIII sobre el Evangelio). Ya se comprende que la Palabra martirio no ha de tomarse aquí a la letra, y que la aureola del martirio sólo corresponde al que derrama la sangre por la fe].
Empero, un alma fiel y generosa encuentra en esta oblación de sí misma siempre renovada, un gozo extraordinario, una dicha que siempre aumenta, porque procede de Aquel que es la beatitud infinita e inmutable: «En ti, Señor, no hay mudanza» (Heb 1,12). Y es precisamente por este Bien divino por lo que lo abandonamos todo, «tal como el que encontró la piedra preciosa, que por comprarla, vende lo que tienen (cfr. Mt 13,46). Esta felicidad la encontraremos si le buscamos constantemente; la poseeremos un día en una perfecta unión, abismándonos en aquel bien infinito; y tanto más nos sumergiremos en Él cuanto más nos hayamos desprendido de las criaturas por ligarnos exclusivamente a Jesucristo: «He aquí que lo hemos dejado todo por seguirte».