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1. Fundamento principal de la excelencia del oficio divino: el cántico del Verbo en el seno del Padre y en la creación

Elevémonos, por una fe reverente, hasta el trono de la Trinidad beatísima, y hallaremos el fundamento mismo de la alabanza. Como hijos y no extraños, formando parte, por Cristo, de la familia divina, tenemos derecho a remontarnos a esa altura sublime: «No sois huéspedes y extraños, sino que sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19).
¿Qué nos revela Cristo de la vida inefable de Dios uno y trino?
El Verbo, dice san Pablo, es «el esplendor de la gloria del Padre, y la forma de su substancia» (Heb 1,3): es «la fidelísima imagen del Padre» (cfr., Sab 7,26; Col 1,15). Desde toda la eternidad el Hijo expresa la perfección del Padre con una sola palabra infinita, que es Él mismo, y en esto está la gloria esencial del Padre. El Verbo, palabra eterna, es un cántico divino de alabanza en loor del Padre: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1,1). Desde la eternidad, con este acto infinito y único, que es Él mismo, ha dado, da y seguirá dando una gloria eterna y adecuada al Padre; gloria que consiste en el conocimiento infinito que del Padre y de sus perfecciones tiene el Hijo, y en la apreciación infinita que de Él expresa: apreciación igual a Dios y digna de Dios; Dios no necesita otra gloria.
El Verbo lee también en su Padre los eternos decretos de sabiduría y bondad, los misericordiosos designios realizados en la creación y redención, en la institución de la Eucaristía, y los que cada día se realizan en la santificación de las almas: «Lo que fue hecho era vida en Él» (Jn 1,3-4). Contemplando todos estos objetos, da gloria al Padre: «¡Cuán magníficas son tus obras, Señor! Todo lo hiciste sabiamente» (Sal 103, 24).
He ahí el himno infinito que resuena siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,28) y que le es agradable. El Verbo es el cántico que Dios se canta interiormente a sí mismo, que viene de las profundidades de la Divinidad; el cántico viviente en el cual eternamente Dios se complace, como expresión infinita de sus perfecciones.
Este ministerio de la vida divina, que acabamos de escudriñar con infinito respeto, nos da la razón de ser y el valor del oficio divino.
Por la Encarnación «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Mas no olvidemos lo que se canta por Navidad: «Continuó siendo lo que era y tomó lo que no era» [Antífona de Laudes de la Circuncisión]. Al asumir la humanidad, nada perdió el Verbo; sigue siendo lo que es: el Verbo eterno, y por consiguiente, la glorificación permanente e infinita del Padre. No obstante, como asumió, en la unidad de su persona divina, una naturaleza humana, esta santa humanidad participa, por el Verbo, en esta obra de glorificación.
La humanidad de Cristo es como el templo en que el Verbo recita su cántico de gloria al Padre; mejor dicho, se ve arrastrada por la corriente de la vida divina. Jesucristo, Verbo encarnado, dijo: «Yo vivo para gloria del Padre» (Jn 6,58) y toda mi actividad a eso tiende. Esta actividad teándrica corresponde a una naturaleza humana, glorifica a Dios de un modo humano; pero como procede de una «persona divina» y se apoya en el Verbo, las alabanzas que de ella dimanan, humanas en su expresión, se convierten en alabanzas del Verbo, y adquieren por tanto un valor infinito.
Cuando Jesucristo oraba o recitaba salmos; cuando, como dice el Evangelio, «pasaba las noches en oración» (Lc 6,12), emitía los acentos humanos de un Dios; el himno del Verbo, simplicísimo en la eternidad, se multiplicaba y detallaba en los labios de su humanidad. Así, pues, el himno que desde toda la eternidad el Verbo hace resonar en el santuario de la divinidad, se prolongó en la tierra a modo humano al encarnarse el Verbo; y se prolongará desde entonces sin cesar en la creación. Siempre cantará la humanidad de Cristo la gloria del Padre con un himno, humano en su expresión, pero de infinito valor y el único digno verdaderamente de Dios: «la obra de Cristo».
En su último día Cristo resume toda su obra, diciendo al Padre: «Yo te glorifiqué en la tierra» (Jn 17,4); pues su vida entera no fue más que una alabanza a la gloria del Padre; era su obra esencial, a ninguna otra pospuesta.
Ciertamente, le glorificaba en todos sus actos, prodigándose a las almas cual no lo ha hecho otro apóstol, y derramando el bien a manos llenas; mas estos actos eran formas secundarias de alabanza. Cristo, el Verbo encarnado, alabó al Padre especialmente ensalzando sus divinas perfecciones con inefables coloquios. ¿Quién podrá expresar la religión de Jesús para con su Padre, la profunda adoración que la informaba y la alabanza que sin cesar subía, como oloroso incienso, hasta el Padre, desde su santa alma? Jesús contempla las divinas perfecciones en todo su esplendor; y tal contemplación es fuente de una inefable alabanza. Tributada al Padre, en nombre del humano linaje, del cual formaba parte auténticamente, el homenaje de adoración y de complacencia que por nosotros le son debidas. Su conocimiento perfecto, su comprensión acabada de los cánticos inspirados, hacían su alabanza infinitamente digna de Dios.
Contemplaba también la creación, que recibía de Él, Verbo divino, la vida: «En Él estaba la vida». Era necesario que el conjunto de los seres creados fuese conocido una vez perfectamente por un alma humana; pues bien, Jesucristo se gozó al contemplar las maravillas de la naturaleza, como la Trinidad se complació en los días de la creación al contemplar la bondad y belleza de la obra salida de sus manos: «Y vio Dios todas las cosas que había creado, y eran muy buenas» (Gén 1,31). ¡Con qué satisfacción viendo Jesucristo en las criaturas un reflejo de las perfecciones del Padre, se constituyó en Pontífice suyo para volverlas a Dios! De aquí nació en el alma de Jesús aquel culto perfecto que le compete como Pontífice supremo en el cual el Padre tiene sus complacencias. [Cfr. Mons. Gay, Elévation Chantez au Seigneur un cantique nouveau parce qu’il a fait des merveilles, 99].