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4. La operación divina en el trabajo ascético

Pero cualquiera que sea el estado en que el alma se encuentre, su trabajo es sólo de cooperación: no está nunca sola; por ella y con ella trabaja Dios, que es siempre el autor principal de su progreso.
Al principio, cuando el alma se halla aún enredada en vicios y malos hábitos, es menester que ella misma, con ardor viril, se aplique a superar los obstáculos que se oponen a la unión divina. La cooperación que entonces Dios le exige ha de ser intensamente activa, y se revela muy vivamente a la conciencia. Durante este período Dios le concede gracias sensibles, que la sostienen y la alientan. Pero el alma experimenta alternativas y vicisitudes interiores; cae y vuelve a levantarse; se fatiga y recobra de nuevo el valor; se detiene un momento para alentar, y emprende de nuevo el camino.
Pero a medida que avanza, que vence los obstáculos, la vida interior es más homogénea, regular y coherente; la acción divina se manifiesta más poderosa, porque puede ejercerse con mayor libertad, y encuentra en el alma más docilidad y menos resistencia: se hacen entonces rápidos progresos en la perfección.
Esta economía de la vida religiosa se explica por el hecho de que la santidad es sobrenatural. Sólo Dios la produce, pues «si Él no edifica la casa, en vano trabajan los operarios» (Sal 136,1). Esta fundamental doctrina está muy explícitamente enseñada por nuestro Señor: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; permaneced en Mí si queréis dar fruto, porque sin Mí nada podéis hacer» (Jn. 15,1).
Nadie crea, dice san Agustín, comentando este pasaje, que de sí pueda dar el menor fruto. Sea mucho o poco, nada se hace sin el socorro de Aquel que todo lo puede. Si los sarmientos no arrancan de la vid y no chupan de la raíz su savia nutritiva, ningún fruto podrán dar. [Sine illo fieri non potest sino quo nihil fieri potest… nisi in vite manserit et vixerit de radice, quamtumlibet fructum a semetipso non potest ferre (Tract. in Ioan, 81, 3)].
Nuestro glorioso Padre conoce perfectamente estas verdades, y bajo todos sus aspectos. No nos prohíbe hacer obras buenas, antes al contrario –como hemos visto al principio de esta conferencia–, debemos hacer todo lo que depende de nosotros. Aunque nuestro Señor sea el origen supremo de nuestra santidad, deja una parte de la labor a nuestro esfuerzo porque nosotros somos verdaderas causas, aunque enteramente subordinadas a la divina causalidad: sólo a condición de cumplir generosa y fielmente la parte a nosotros confiada, podemos esperar que Dios continúe y lleve a cabo la obra de nuestra santificación. Sería una ilusión creer que Jesucristo hiciera todo el trabajo; pero no sería menos peligroso imaginar que nosotros solos podamos hacer algo. Hemos, pues, de convencernos de que el único valor que tienen nuestras obras les viene de nuestra unión con Jesús.
Entre los instrumentos que el santo Legislador pone en nuestras manos hay uno que se refiere expresamente a la necesidad de atribuirlo todo a la gracia divina en el trabajo de la perfección: «Si descubres en ti algo bueno, atribúyelo, no a ti mismo, sino a Dios», y «si malo, atribúyelo siempre sólo a ti». ¿Y cómo nos enseña san Benito a lograr que esta convicción influya en nuestra vida?
Primeramente nos inculca la necesidad de la oración al empezar cualquier obra. En el Prólogo, después de señalar la finalidad –buscar a Dios– y señalar el camino –Jesucristo–, nos dice enseguida: «Primeramente, en cualquiera obra que emprendamos, pidamos a Dios con oración muy perseverante que conduzca a buen fin la empresa». Aquilatemos el sentido de las palabras, porque cada una tiene su valor. «Primeramente», «ante todo»: la cosa que más empeño tiene en inculcarnos es la necesidad que tenemos de recurrir a Aquel que es el autor principal y primero de nuestra santificación, porque sin su gracia nada podemos hacer.
«Cualquiera obra que emprendamos», obra «buena» moralmente buena, dirigida a procurar la gloria de Dios, porque no puede tratarse aquí de una obra mala, que tenga por fin principal la criatura o el buscarse a sí mismo, con exclusión de Dios. «Con oración muy perseverante»; porque es preciso llamar para que Dios abra, buscar para encontrar, pedir para que se nos dé. (Cfr. Lc 10,9-10) ¿Y qué hemos de pedir? «Que Dios conduzca a buen fin la empresa». Evidentemente el santo Patriarca traía en la memoria las palabras de san Pablo: «Dios obra en nosotros el querer y el ejecutar, según su beneplácito» (Flp 2,13).
Y veamos cómo el mismo santo Patriarca practicaba esta recomendación. Cuando los monjes salen o vuelven de viaje (RB 67); al entrar o salir del oficio de servidores en la mesa (RB 35); al recibir a los huéspedes en el monasterio (RB 53): en todas estas obras tan ordinarias y caseras, y en otras muchas semejantes quiere se pida la ayuda de Dios en el oratorio y en comunidad.
Terminada la buena obra emprendida, quiere san Benito que tributemos la gloria a Aquel sin el cual nada podemos hacer. «Los que buscan a Dios –escribe en el Prólogo– no se envanecen de su buena conducta, porque están convencidos de que sus buenas obras, no a sí mismas sino a Dios son debidas, y por eso glorifican al Señor que obra en ellos; y dicen con el Salmista: «No a nosotros, Señor, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 113; RB, pról.). «De la misma manera –añade– que el apóstol san Pablo –y no podría aducir ejemplo más apropiado– no se atribuía a sí el resultado de su apostolado; antes decía: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10); y en otro pasaje: «Quien se gloría, gloríese en el Señor» (2 Cor 10,17).
Dirá alguno: Nuestras obras, ¿no nos pertenecen? Ciertamente, pues las hacemos nosotros; pero solamente son buenas si las hacemos con fe y amor de Cristo, movidos por la gracia. Nosotros somos las ramas: Jesucristo es la raíz. ¿Qué es lo que fructifica? No la raíz, sino las ramas, pero en cuanto están unidas a la raíz y de ella sacan la savia; nosotros mismos, pero unidos a Jesucristo y recibiendo de Él la gracia. Si en presencia de un ramo cubierto de hermosos frutos creyéramos que se habían producido independientemente de la raíz, nos engañaríamos: las ramas fructifican unidas a la raíz, de la cual se alimentan. Así sucede en nosotros; no lo olvidemos: la gracia de Jesucristo es la raíz, y el ramo separado del tallo, de la raíz, muere; como moriremos nosotros si no permanecemos unidos a Cristo por la gracia.
Esta unión comprende muchos grados; cuanto más fuerte y viva sea, menos obstáculos hallará en nosotros la gracia, y más profundas serán nuestra fe y nuestro amor, y más abundantes frutos produciremos.
Antes de empezar cualquier obra conviene, pues, que levantemos con fe y amor nuestro espíritu y corazón a Dios: el espíritu, para no proponernos otro fin que la gloria del Padre celestial; el corazón, para no tener más voluntad que la suya. Este doble resultado lo obtendremos por medio de «la oración constante», como desea san Benito. No se requiere que sea larga, aunque sí frecuente; podrá reducirse a un simple anhelo hacia Dios, a una chispita amorosa, que se asemejará en la forma a lo que llamamos jaculatorias; su valor y precio deriva de la rectitud de intención, pureza de fe e intensidad de amor con que lo hagamos.
Esta doctrina se armoniza admirablemente con aquello que afirma nuestro glorioso Padre, que el progreso en la perfección está en razón directa del progreso en la fe; porque la fe aumenta el amor, y el amor, al crecer, abandona más y más al alma a la acción de Cristo, que obra en nosotros por medio de su Espíritu; y esta acción es cada vez más poderosa y fecunda, a medida que se desarraigan los vicios, nos alejamos de la criatura y prescindimos de todo móvil humano.
Con su Regla el gran Patriarca se esfuerza en ensanchar nuestra alma para que se llene abundantemente de la gracia del Evangelio, y por ello produzca sus frutos de santidad: «Ensalzan al Señor que obra en ellos». No tiene otra finalidad al organizar el taller del arte espiritual y franquearnos su ingreso, que procurar dar libertad omnímoda a la acción divina en nuestras almas: quiere, sí, que busquemos a Dios mediante nuestras buenas obras, pero apoyadas únicamente en su Hijo Jesucristo.
Llegados en la práctica a la convicción de que todo viene de Dios, nos inmunizarnos definitivamente contra el desaliento. Si, en efecto, sin la unión con Jesucristo por la fe y el amor nada podemos, con ellas podremos todo cuanto Dios exige de nosotros. «Todo lo puedo, exclamaba san Pablo, en Aquel que me fortifica» (Flp 4,13). Nuestra unión con Cristo se compadece bien, no con el pecado –especialmente el deliberado o habitual, incluso el venial– sino con nuestras debilidades, miserias y faltas de pura fragilidad. «Dios conoce la arcilla de que hemos sido formados» (Sal 102,14). Él sabe que «el espíritu está dispuesto, pero la carne es flaca» (Mt 26,41).
No nos abatan, pues, nuestras faltas; no nos espanten las tentaciones; para esto tenemos indicado el último instrumento: «No desesperar nunca de la misericordia divina». Si hubiéramos empleado mal los otros instrumentos, no soltemos de la mano «nunca» éste. El demonio se complace en arrastrarnos en nuestra vida espiritual a la tristeza y al desfallecimiento, cierto de que un alma contagiada de tristeza abandona, y con gran detrimento propio, la práctica de las buenas obras. Si aparece tal movimiento en nuestro corazón, estemos seguros de que proviene del demonio o de nuestro orgullo, y de que, siguiéndolo, escuchamos al demonio, hábil en servirse de nuestro orgullo. ¿Podrá jamás proceder de Dios un sentimiento de desconfianza, de desesperación?
«Nunca». Aunque hubiésemos caído en pecados graves, o permaneciésemos mucho tiempo infieles a Dios, el Espíritu Santo ciertamente nos movería a penitencia y expiación: san Benito nos exhorta a «llorar los pecados de la vida pasada y a enmendarlos» (RB 4), pero nos excita además a la esperanza y a la confianza en Dios, «rico en misericordia» (Ef 2,4). ¿Desconfiar? ¿Desfallecer? ¿Desesperar? Nunca jamás. Mientras vivimos en el mundo no debemos perder la confianza; puesto que las satisfacciones y méritos de Cristo son infinitos, y el Padre celestial se complace en derramar sobre Él los tesoros de gracia y santidad que ha destinado para las almas, y estos tesoros son inagotables; porque el mismo Jesús «siempre intercede por nosotros cerca de su Padre» (Heb 7,25). Nuestra fuerza está en Él, no en nosotros: «Todo lo puedo en Aquel que me fortifica». «¡Oh Dios mío!, que tu misericordia dirija nuestros corazones, porque sin Ti no podemos serte gratos» [Oración de la dominica XVIII después de Pentecostés].