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2. Cómo la considera San Benito y lugar preeminente que le asigna en la vida interior. Naturaleza de esta virtud

Se comprenderá ahora fácilmente por qué san Benito, que nos señala como fin buscar a Dios, establece nuestra vida espiritual sobre la humildad. Él mismo se había elevado tanto hacia Dios que no ignoraba que es sólo la humildad la que atrae la gracia, sin la cual nada podemos. La ascesis de san Benito se reduce por entero a hacer al alma humilde, y después a hacerla vivir bajo la obediencia, que es la práctica expresión de la humildad: tal es para ella el secreto de la unión con Dios. [«La humildad… manifiesta al hombre dócil y abierto para recibir el influjo de la divina gracia (Cfr. santo Tomás, II-II, q. 141, a. 5, ad. 2)].
«Para el santo Patriarca, el capítulo sobre la humildad es como un sumario de toda la vida espiritual. Por etapas señala el camino del alma hacia Dios, desde la renuncia del pecado hasta la plenitud de la caridad. ¿Por qué san Benito considera el progresivo camino de la perfección desde el punto de vista de la humildad, hasta el extremo de conceder al desenvolvimiento gradual de esta virtud el privilegio de englobar en ella, por decirlo así, el progreso de todas las otras? Podría haber construido la escala con grados de paciencia o de una serie de gracias de oración: la discursiva primero, después la simplificada, para terminar con la que une místicamente al alma con Dios, como también habría podido decir que esta escala era una sucesión de grados de caridad. Si el santo Patriarca prefirió esa otra concepción, es porque estaba predispuesto, por natural inclinación y dones de la gracia, a entender la ascensión del alma como una sumisión cada vez más profunda del hombre a Dios. En esto aparece su alma esencialmente religiosa y contemplativa» [Dom Ryelandt, Essai sur le caractère ou la Physonomie morale de S. Benoît, d’après sa Règle, en Revue liturgique et monastique, 1921].
El santo Patriarca dedica a esta virtud fundamental un largo capítulo. Pero, según se verá más adelante, tiene un concepto muy seguro y a la vez muy amplio de la humildad. La considera, no sólo como una virtud especial subordinada a la virtud moral de la templanza [Cfr. Santo Tomás, II-II, q. 141, a.4.], sino como resultante de una completa actitud del alma ante Dios, actitud en que deben fusionarse los diversos sentimientos que deben animarnos como criaturas y como hijos adoptivos: actitud que debe condicionar toda nuestra existencia y ser fundamento de toda nuestra espiritualidad. Iremos desarrollando esta proposición.
Empieza san Benito su capítulo recordando la ley establecida por Cristo como conclusión de la parábola del fariseo y del publicano: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado». «El sentimiento íntimo de la intervención divina en la vida humana hace que el hombre se humille y se someta y que simultáneamente se eleve a Dios mediante la misma sumisión. Un mismo movimiento de humildad abate al hombre obediente y le engrandece y exalta ante Dios. El profundo sentido del pensamiento de san Benito es la proclamación de la verdad evangélica, que cuanto más progresamos en la humildad, más somos absorbidos por Dios y subimos más hacia las cimas de la unión» [Dom Ryelandt, o. c.].
Para el Santo, la teoría de la humildad es correlativa a su concepción de la gracia; los progresos del alma en Dios son los progresos de Dios en el alma. La labor que propiamente corresponde al alma, ayudada por la gracia, es abrir sus caminos a la acción divina; de aquí que, a cada grado de ascensión hacia Dios, «a cada crecimiento sobrenatural», corresponde un grado en el «abrir nuestra alma a Dios». Ahora bien, ¿cómo «abrirse a Dios»? Aboliendo cada vez más el orgullo; ahondando cada vez más la humildad. Y he aquí cómo, en definitiva, la escala en sentido negativo de la humildad puede servir de escala en sentido positivo a la perfección y a la caridad. Es posible señalar, en la escala de la humildad, una gradación ciertamente convencional e ingeniosa, pero que ofrece una base de inscripción muy razonable de todos los progresos positivos de la vida sobrenatural.
Utilizando una expresiva imagen del Salmista, san Benito compara al orgulloso rechazado por Dios con el niño prematuramente destetado y apartado del seno de su madre (Sal 130, 2). Privado de la fuente de vida, el niño morirá. He aquí el mayor peligro a que se expone un alma: ser separada de Dios, única fuente de gracia. Así, pues, continúa nuestro bienaventurado Padre, «si queremos llegar a la cima de la humildad y obtener la celestial exaltación a la que se llega por la humildad de la vida presente, conviene que con nuestros actos erijamos la escala que en sueños vio Jacob, por la cual subían y bajaban ángeles» (RB, cap. 7). [Esta idea parece tomada de san Jerónimo (Ep., 98, 3), por más que el santo Doctor habla de la anterior ascensión por el ejercicio de todas las virtudes: «Escala… mediante la cual se sube, por los diversos grados de las virtudes, a las alturas más elevadas». San Benito la restringe a la práctica de la humildad.
Añadamos que, en el siglo VI, San Juan Clímaco escribía su célebre Scala paradisi, «La escala que lleva al cielo», repartida en treinta grados, en memoria de los treinta años de la vida oculta de Jesucristo]. El santo Legislador compara los dos lados de esta escala al cuerpo y al alma, porque el cuerpo debe participar de la virtud interior, y la gracia divina entre estos dos lados ha dispuesto diferentes escalones por los que debemos subir.
Antes de recorrerlos todos, digamos en qué consiste la humildad. San Benito no la define, sino que expone sus diferentes manifestaciones. Nosotros tomaremos los elementos de la definición de santo Tomás, que en su Suma Teológica comenta el capítulo de san Benito y justifica los grados de humildad por él indicados.
[II-II, q. 161, a. 6 y q. 162, a. 4 ad 4. Santo Tomás sigue un orden inverso, empezando por el Último grado; en el curso del articulo hace la exposición partiendo del primero: la reverencia a Dios. Es sabido que santo Tomás fue oblato benedictino en Monte Casino, por nueve años; tuvo que dejar la abadía por causa de las turbulencias políticas promovidas por Federico II, quien, excomulgado por Gregorio IX, expulsó a los monjes de su abadía. Durante su estancia en Monte Casino el joven oblato estudió la Regla. «Los escritos del futuro doctor –dice el más reciente de sus biógrafos, el P. Mandonnet, O. P.– demuestran que conocía bien la gran obra legislativa de san Benito». El mismo autor termina su estudio sobre «Santo Tomás, oblato benedictino», con estas palabras: «Tomás de Aquino debió abandonar el asilo de sus primeros años con harto pesar; su alma, profundamente religiosa, debió sentir cómo se le cegaba la fuente más profunda de su vida. No obstante, en medio de los acontecimientos desagradables que le sobrevinieron conservó en su destierro los más ricos despojos, pues no en vano había pasado sus años juveniles en la más ilustre de las abadías y se habla formado y modelado en ella convenientemente. Será deudor a la religión y piedad benedictina de la robustez y sinceridad de su alma; la vida monástica, transcurriendo en jornadas tranquilas e iguales, le aseguró el admirable equilibrio de su temperamento y facultades. El aislamiento de su vida de oblato y el ambiente de la grandiosa naturaleza que le rodeaba despertaron y tal vez confirmaron su sentido de recogimiento». Revue des Jeunes, 25 de mayo de 1919; Cfr. también 10 de mayo].
Sucede a veces que el Señor concede de una vez a un alma un alto grado de humildad, como a otras les da el don de oración; pero por ley ordinaria solicita nuestra cooperación; y como sólo buscamos y amamos lo que conocemos, debemos tratar de comprender esta virtud.
La humildad puede definirse: una virtud moral que nos inclina, por reverencia a Dios, a rebajarnos y mantenernos en el lugar que creemos nos es debido. Es una virtud, o sea una disposición habitual; no es, pues, un acto particular, pues pueden hacerse actos sin tener la virtud de la humildad, la cual consiste en una disposición habitual del alma que se manifiesta pronto y fácilmente; es como un fuego de donde se desprenden, semejantes a chispas levantadas por el soplo que aviva la lumbre, actos de humildad.
Como virtud moral, la humildad tiene sus principios en la inteligencia, en el juicio; pero no existe formalmente en la inteligencia, como equivocadamente creen algunos autores. Con santo Tomás, diremos que «reside esencialmente en la voluntad» [II-II, q. 161, a. 2, c.]. Ocurre como con su contraria la soberbia, que presupone y contiene el juicio de la desordenada estima de sí mismo, pero consiste más formalmente en la complacencia (actitud del corazón) que sigue a este juicio. En la humildad, es la buena voluntad, ayudada de la gracia, la que se inclina y abate, por reverencia a Dios, y mueve a la inteligencia y a todo el hombre a contentarse con el lugar que le consta corresponderle.
[El santo Doctor añade naturalmente que la humanidad se funda, como noma directriz, en el conocimiento, por el cual no nos estimamos nunca en más de lo que somos (Ibid., a. 1 y 6): aplicación a un caso particular del cambio de causalidad, conocido de todos los psicólogos y moralistas, que se realiza entre la razón y la voluntad].
Y ¿cuál es este lugar? Consideremos las cosas, no desde el punto de vista del mundo, que no aprecia más que lo que brilla y juzga por falsas apariencias, sino a los ojos de la fe, como las ve Dios, verdad por esencia, que nunca yerra.
En el orden natural, de mí mismo debo confesar, sin exageración, que no tengo nada: ni vida, ni salud, ni fuerzas físicas, ni talento: «Tus manos, Señor, me plasmaron enteramente» (Job 10,18); «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,18). La activa conservación de las cosas es por parte de Dios una creación continuada; si Él retirase de mí su mano, al instante me encontraría sin fuerzas, sin voluntad, sin razón y sin vida: «Toda carne es heno; secóse el heno y cayó la flor» (Is 40,7). Poseo, es verdad, substancialmente alma y cuerpo con sus facultades y energías; pero las poseo porque las recibí de Dios. «¿Qué es, pues –dice san Pablo–, lo que te distingue? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido de otro, ¿a qué gloriarte como si fuera tuyo?» (1 Cor 4,7).
En el orden sobrenatural, ciertamente por la gracia somos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, llamados por el Padre a ser sus semejantes: «Yo dije: dioses sois» (Sal 81,6). Es una condición admirable, un fin sublime, pero la llamada de Dios es gratuita: «Nos ha salvado, no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia» (Tito 3,5-6). Y, después que la misericordia divina nos ha dotado de este don, no podemos usar de él sin la ayuda de Dios. Es de fe, de fide, que de nosotros mismos, en el orden de la gracia, ni un buen pensamiento meritorio para la vida eterna podemos tener. Lo dice Jesucristo en términos concretos: «Sin mí –sin mi gracia– nada podéis hacer» (Jn 15,5). Y san Pablo añade: «No porque seamos suficientes o capaces por nosotros mismos para concebir algún buen pensamiento, sino que nuestra capacidad viene de Dios» (2 Cor 3, 5).
En otra parte nos dice «que no podemos invocar el nombre de Jesús sobrenaturalmente, sino por la gracia del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Es, pues, evidente que todo nos viene de Dios; el mérito de las buenas obras es verdaderamente nuestro, pero sólo porque Dios nos concede el poder de merecer. [«Absténgase el cristiano de confirmar o de gloriarse en sí mismo y no en el Señor, el cual lleva su bondad con el hombre hasta el punto de atribuirle como méritos lo que no son mas que dones suyos». Concil. Trid. Sess. VI, c. 16].
Lógicamente, pues, nos dice nuestro bienaventurado Padre «que si en nosotros echamos de ver algo bueno, atribuyámoslo a Dios, no a nosotros mismos»; y que, «por el contrario, nos imputemos a nosotros y no a Dios lo malo que hubiéramos hecho» (RB 4). El pecado, en efecto, no es en modo alguno de Dios, sino exclusivamente nuestro; y si alguna vez hemos ofendido a Dios mortalmente, habremos merecido justamente ser objeto de repugnancia y odio para Dios, que es la bondad misma y la majestad. Si entonces no nos arrebató la muerte y no caímos en la condenación eterna, fue porque Dios nos perdonó tomándonos su gracia y amistad: «A la misericordia del Señor se debe que no perecimos» (Lam 3, 22).
Ésta es nuestra condición a la luz infalible de la fe, consideradas las cosas desde el punto de vista de la verdad divina. Ahora bien: la humildad nos mantiene en una actitud conforme a esta condición; la voluntad, ayudada de la gracia, nos impele a colocarnos en el lugar que es propiamente el nuestro.