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6. Frutos de una vida guiada por el amor

Cuando tenemos esta exactitud que proviene del amor, todo lo hacemos cómoda y fácilmente; con holgura, libertad, complacencia y alegría. ¿Qué le pasa, en cambio, al alma que pone todos sus esfuerzos en asegurar su perfección por una observancia puramente externa? Que cuando omite, aun sin culpa suya, estas o aquellas observancias, se turba y desconcierta; cree que su edificio espiritual se viene abajo, que se aleja de la perfección; y si menudean los casos, se descorazona del todo. Es natural en ella este estado, por cuanto para ella todo consiste y se resume en las observancias externas.
Llevada de este falso principio, le ocurrirá faltar a la caridad con los hermanos y disgustarlos. Constreñida a elegir entre la observancia de una regla en determinada hora o momento y la fortuita ocasión de hacer un servicio a su hermano, no vacilará en optar por lo primero. Esto es hacerse esclavo de la «letra», dura y árida. Los fariseos echaban en cara al Salvador el curar en sábado (Lc 6,11), como recriminaban a sus discípulos que desgranasen algunas espigas, para comer, so pretexto de que era día de reposo el sábado (Mt 12,2).
Por el contrario, el que ama a Jesucristo y todo lo hace por amor, goza de libertad para escoger (Cfr. Gál 5,1-14). El que no vincula su perfección principalmente a las prácticas materiales, no las busca por sí mismas; y cuando las circunstancias le impiden observarlas, no se turba por eso, porque no estaba ligado a ellas; y si ve a su hermano en una necesidad no dudará en ayudarle, omitiendo tal o cual observancia, con tal que no obligue bajo pena de pecado. Los que dijesen de él lo que los fariseos de Jesucristo: «Este hombre no es de Dios, porque no guarda el sábado» (Jn 9,16), mostrarían espíritu farisaico, que no debe preocuparnos.
De lo dicho debemos concluir que jamás hemos de constituirnos jueces de la regularidad de nuestros hermanos. Habrá quienes parecen menos correctos que los otros, y no obstante su vida interior es más intensa. Ciertamente, el ideal sería que fuesen irreprensibles en todo; pero no es de nuestra incumbencia ser sus censores. No imitemos a los fariseos; no nos expongamos a que, pretendiendo ser monjes en el sentido más rígido, apenas seamos cristianos o humanos, por faltar gravemente al precepto natural, de la caridad.
Veamos qué bien entendía san Benito estas verdades. Justipreciaba muy mucho las observancias monásticas que había establecido después de larga experiencia; pero sabía también dejarlas en suspenso cuando un motivo superior de caridad lo reclamaba. Así dice: «Si algún huésped llega al monasterio en día de ayuno, el prior, que le recibe, por humanidad y caridad con el huésped, quebrantará el ayuno» (RB 53). Un fariseo no haría así: ayunaría él y obligaría también a su huésped. Empero, nuestro santo Padre, que estaba lleno del espíritu de todos los justos [San Gregorio, Diálogos, lib. II, c. 8], pone ante todo la perfección en la caridad, ya sea dirigida directamente a Dios, o sea a Cristo en la persona del prójimo.
Cuidado, empero, con tergiversar mi pensamiento. Yo no quiero preconizar, en modo alguno, las transgresiones de la Regla, ni excusar las negligencias, la despreocupación: lejos de mí tal proceder; lo que quiero únicamente es hacer que todos sepan apreciar las cosas en su justo valor. Ahora bien, el valor de una cosa debe estimarse por el grado de unión que le atribuimos con Cristo por la fe y la caridad. Hay que cumplirlo todo, pero por amor a nuestro Padre que está en los cielos, y en unión, por medio de la fe, con Jesucristo. No lo olvidemos nunca: el origen del valor de nuestras obras está en nuestra unión con Jesucristo por la gracia y en el amor con que las hacemos. Por esto conviene, como dice nuestro santo Padre, «que dirijamos la intención a Dios, antes de toda empresa, con gran intensidad de fe y de amor» (RB, pról.).