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2. El Verbo encarnado legó a su esposa, la Iglesia, la misión de perpetuarlo

Pero Jesucristo es inseparable de su cuerpo místico, la Iglesia, al que antes de ascender a los cielos legó sus riquezas y su misión. La Iglesia es la Esposa de Cristo, dice san Pablo. ¿Qué le legó el Esposo? Sus tesoros, méritos y satisfacciones, su preciosa sangre, su sagrado Corazón. ¿Y qué aportó ella, en dote? Debilidades y flaquezas; pero también un corazón para amar y unos labios para cantar. Jesucristo, uniéndose a la Iglesia, le da el poder de adorar y alabar al Padre; de ahí dimana la liturgia. Es ésta la alabanza del mismo Jesucristo, Verbo encarnado, a través de los labios de la Iglesia.
De la Iglesia dicen con admiración los ángeles: «¿Quién es ésta que asciende del desierto, inundada de delicias, apoyada en su amado?» (Cant 8,5). Es la Esposa, respondemos nosotros, que recibe su hermosura del Esposo en cuyos brazos se apoya: «Su voz es siempre suave y fascinador su semblante» (Cant 2,24). Cristo le da sus riquezas y la introduce en el palacio del Rey celestial ante su Padre; y allá la Iglesia, unida a Jesucristo, repetirá por eternidades el cántico que canta el Verbo «en el seno del Padre» y que trajo al mismo a la tierra.
En el Apocalipsis vemos a los elegidos adorar «al que está sentado sobre un trono», ensalzando sus perfecciones inefables: «Digno sois, Señor Dios nuestro, de recibir gloria, honor y virtud» (Ap 4,10-12; cfr. 5,12-13); es el coro de la Iglesia triunfante. En la tierra resuena el coro de la militante, llamada a ocupar algún día su lugar cabe los elegidos; mas este coro, juntándose por la fe y el amor con el celestial, resuena también ante el trono de Dios; porque la Iglesia es una en Cristo, su divina cabeza. «Allá arriba –dice san Agustín–, el amor saciado canta el Aleluya en la plenitud del gozo eterno; acá, el amor anhelante se esfuerza en patentizar el ardor de sus deseos» [Sermo CCLV, 5. P. L., XXXVIII, 1188]. Mas forman ambos un mismo coro a dos voces: el coro de la Iglesia una cantando el único himno de la gloria divina, en una ejecución animada acá y allá por el mismo Pontífice supremo, Jesucristo.
Más arriba apuntamos las palabras: «apoyada en su amado»; este «apoyo especial» o, en otros términos, público y oficial, «en el amado», es lo que indica la diferencia entre el oficio divino y otras plegarias. Aquél es la voz oficial de la Esposa de Cristo, voz a la cual el mismo Esposo prepara una acogida siempre y enteramente privilegiada, voz cuyos acentos tienen cerca de Dios un poder sin rival. Con la fe, la esperanza, el amor y la unión con Jesucristo, la Iglesia salva la distancia que la separa de Dios, y canta sus alabanzas, como el Verbo encarnado, en el seno de la divinidad; canta, unida a Cristo, bajo la mirada misma de Dios; porque es Esposa, merece ser siempre oída.
La obra máxima, el triunfo de la Divinidad de Jesús, es nuestra elevación hasta el Padre, a pesar de nuestra condición de pobres mortales; confirió Dios a la santa humanidad del Verbo la potestad de llevarnos con ella, donde ella habita: «Subo a mi Padre, que también lo es vuestro: a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,27). Y en otro lugar dice: «Quiero, Padre, que en donde yo estoy, estén también los que en mi creyeron» (Jn 17,24). Después de la muerte, estaremos, así lo esperamos firmemente, de un modo real y permanente, donde está el Salvador; pero ya desde ahora estamos allí por la fe: «Él os conceda que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,27). Estamos especialmente unidos con el Verbo encarnado cuando cantamos con Él y por Él la gloria del Padre.
He ahí la razón fundamental de la importancia de «la obra de Dios»; he ahí el privilegio incomunicable y exclusivo de esta plegaria recitada con Cristo, y en su nombre, por su Esposa la Iglesia. «¡Si conocieras el don de Dios!» (Jn 4,10).