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3. El trabajo. Espíritu que debe informarlo

Con ser el oficio divino tan importante, no constituye, sin embargo, ni puede constituir, como acabamos de ver, el fin de la vida monástica; éste hay que buscarlo necesariamente en algo más elevado. Tampoco es nuestra obra exclusiva, ni lo característico de nuestra vocación, pues no actuamos de canónigos, ni nos hemos propuesto directamente, al profesar, recitar el oficio coral. En efecto: ni la Regla, que prescribe especialmente la oración y el trabajo, ni la tradición nos permiten afirmar que la obra de Dios constituye una prerrogativa especial de nuestra orden.
[«La oración canónica es uno de los elementos de la vida benedictina, el más noble, sin duda, pues se refiere directamente a Dios; pero permite otras actividades, sin que constituya por eso la finalidad necesaria e indispensable a que se ordene toda lo demás. El lugar preferente que ocupa entre los ejercicios del monje corresponde al que ocupaba en el aprecio y en la vida cotidiana de los primeros cristianos». (El ideal monástico y la vida cristiana de los primeros tiempos, por Dom D. G. Morin) En este libro, obra maestra y de gran originalidad, prueba el autor cómo la vida religiosa se relaciona con la vida de los primeros cristianos, tal como aparece en los Hechos, para perpetuo ejemplo de los cristianos de todas las épocas, y modelo de santidad, de fuerza y de fecundidad de la Ecclesia perennis].
A la oración litúrgica y a la oración mental debe agregarse necesariamente el trabajo: Ora et labora. Toda la tradición monástica es constante en afirmar que cuando estos dos medios, la oración y el trabajo, han estado más florecientes, es cuando se han producido los frutos más copiosos de santidad monástica.
Se comprende fácilmente que el trabajo es necesario al monje para realizar la santidad de su vocación. No olvidemos que el trabajo es parte esencial del homenaje que la criatura racional debe a Dios. Dios es, en efecto, el supremo artífice y el hombre debe imitar a su Creador. «Mi Padre –decía Jesús– siempre trabaja, y yo también» (Jn 5,17). Aunque Dios encuentra en sí mismo la felicidad, ha querido complacerse en las obras de sus manos. Vio que «era excelente» la creación (Gén 1,31); que respondía perfectamente a su ideal eterno: «Se alegrará el Señor de sus obras» (Sal 103, 31).
De la misma suerte se complace el Señor en la armoniosa actividad desplegada por sus criaturas, que le glorifican observando las leyes de su naturaleza. Ahora bien, el trabajo es una de las leyes de la naturaleza humana. En el Génesis encontramos una palabra digna de notarse. Después de describir la creación del mundo, el Espíritu Santo añade que Dios colocó al hombre en un jardín de delicias. ¿Sería para pasar la vida en reposo o en la contemplación? No. «Debía cultivarlo y guardarlo» (Gén 2,15). Ya, antes del pecado, Dios quería que Adán trabajase para ejercitar las potencias y energías humanas; pero ese trabajo, además de fácil, era entonces delicioso; y era también un himno de alabanza, un cántico de todo el ser humano al Creador.
Después de la caída renueva Dios la ley del trabajo, que ahora será a cambio de fatigas y sudores (Gén 3,19). El trabajo pasa a ser penoso e ingrato, y constituye con la muerte la gran penitencia, la suprema mortificación impuesta al hombre pecador. San Benito, que no preceptúa explícitamente en la Regla cilicios ni disciplinas, habla en diferentes capítulos del trabajo, que es una verdadera penitencia y sin el cual resulta imposible progresar en la unión con Dios. [Las prácticas especiales de penitencia aflictiva están claramente indicadas, aunque en veladas expresiones, cuando se trata de la observancia de la Cuaresma; pero van simplemente sugeridas y se dejan a la iniciativa del monje, bajo el control del abad. Cf. infra La renuncia de sí mismo].
¿Por qué hemos venido, en efecto, al monasterio? Para «buscar a Dios». Ahora bien: nuestra ley es encontrarle, no solamente con la oración, sino que también con el trabajo. Será Dios tanto más asequible para nosotros cuando más le glorifiquemos, y le glorificaremos desplegando y poniendo libremente nuestras energías al servicio de su voluntad suprema. Buscar sus comodidades y una baja satisfacción en la ociosidad, es contravenir el plan establecido por Dios y hacernos indignos, por tal conducta, de sus favores.
Veamos cómo se comporta Dios con su Hijo al encarnarse. El Padre le quiere «obrero» como es Él y para nuestra enseñanza; y Jesucristo acepta este programa y lo realiza completamente. ¿No le llama, por ventura, «hijo de un artesano» (Mt 13,55) el Evangelio? Sabía Jesús que era Dios; conocía la grandeza de la misión que venía a desempeñar en la tierra; y, no obstante, pasa treinta años de su vida en la oscuridad de un humilde taller; y sus mismas correrías apostólicas, durante la vida pública, no son más que un continuo y fatigoso trabajo por la gloria del Padre y en provecho de las almas.
De modo que el monje que pretende llevar a cabo y con toda perfección el programa de la vida cristiana, mirándose en Cristo, su primer y auténtico ejemplo, ha menester consagrar al trabajo un período importante de su existencia.
La determinación de las formas y objetos de este trabajo es múltiple.
Según el texto de la Regla, el tiempo disponible, después del oficio divino, debe dedicarse al trabajo manual o a lecturas que, intensamente rumiadas, faciliten la «búsqueda de Dios». El santo Legislador consagra un capítulo entero al trabajo manual (RB 48); permite que en el monasterio se ejerzan diferentes artes y oficios (RB 57), pero sólo en casos de verdadera necesidad los monjes recogerán las mieses por sí mismos (RB 58).
En tiempos posteriores, y en virtud de una evolución contenida en principio en la misma Regla, el trabajo material cedió ante el intelectual, especialmente cuando los monjes fueron investidos de la dignidad sacerdotal.
No es posible poner de realce aquí las múltiples facetas que ofrece la obra del monaquismo a través de los siglos; pero una cosa debemos consignar, y es el espíritu íntimo que debe informar y vivificar todo trabajo del monje: el espíritu de obediencia. El gran Patriarca, ¿intentaba crear en el monasterio alguna empresa agrícola o industrial? No. ¿Acaso establecer una academia? Tampoco.
¿Tal vez fomentar una sociedad de sabios? Ni siquiera eso. ¿Qué pretende, pues? Una escuela de perfección (RB, pról.). Y ¿a qué se acudirá a esta escuela? ¿A satisfacer el amor propio, a buscar el placer intelectual o a mecerse en los sueños del diletantismo? No. Venimos a «buscar a Dios» (RB 58). Lo demás lo encontraríamos fácilmente quedándonos en el mundo.
Nosotros sabemos que la vía más directa para encontrar a Dios en el monasterio es la obediencia: «Seguros de que por esta senda de la obediencia llegarán a Dios» (RB 71). San Benito reputa por «presunción y vanagloria» (cfr. RB 49) las mortificaciones que se impone el monje sin contar con la aprobación de la autoridad. Esto mismo debemos decir del trabajo: debe emprenderse y ejecutarse según la voluntad y beneplácito del abad (RB 49). La obediencia bendice los esfuerzos y asegura el éxito delante de Dios, porque atrae sobre nosotros y nuestras obras las luces de lo alto, que son principio de toda fecundidad. «Brille, Señor, sobre nosotros tu esplendor, y dirige las obras de nuestras manos» (Sal 89,17). Tal era la plegaria que antiguamente recitaba el capítulo conventual antes de distribuirse a cada monje el trabajo cotidiano.
El monje que vive iluminado con esta luz divina, sabe ciertamente que toda obra que no la ordena, aprueba o permite la obediencia es estéril para él y para el reino celestial. En vano trabajaremos en edificar la ciudad espiritual si Dios, por la obediencia, no nos bendice y ayuda con su gracia: «Si no edificare el Señor la casa, en vano se afanan los que la construyen» (Sal 126).