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7. Diversos actos de celo para con las almas que viven en el mundo

Por naturaleza el celo es ardiente y tiende a difundirse. Del claustro se propaga al exterior, en múltiples manifestaciones, que no podemos pasar en silencio, pues pertenecen a nuestra historia y son parte intangible e inalienable de nuestras más puras tradiciones.
Vimos que el tiempo sobrante del oficio divino san Benito lo consagra al trabajo manual y a la lectio divina.
Entre los trabajos manuales figuraba, como la misma Regla lo da a entender (RB 33), la transcripción de manuscritos: copiar un manuscrito era tan meritorio como sembrar un campo o ejercer un oficio.
[Los monjes se dedicaron a este trabajo con una admirable alteza de miras, transcribiendo con el mismo fervor, animados de la obediencia, tanto las sagradas Escrituras y las obras de los santos Padres como los clásicos de la Antigüedad profana. En sus bibliotecas se encuentran juntas las obras de Cicerón y Tito Livio con las Epístolas de San Pablo, los Tratados de Agustín y las Homilías de san Gregorio. Muy a propósito puede leerse el discurso de E. Babelon, miembro distinguido del Instituto, pronunciado en septiembre de 1910, con motivo del milenario de Cluny: «Hay una clase de actividad a la cual se dedicaron los monjes, que ella sola basta para asegurarles el reconocimiento de todos, mientras el mundo perdure. Ellos nos transmitieron, a través de los siglos, el inestimable tesoro de la literatura antigua. Los monjes de la Edad Media son el anillo de enlace entre la Antigüedad y el espíritu moderno. Gracias a ellos, en la normal evolución de la inteligencia humana, no hubo ruptura completa, una solución que llevaría la civilización al abismo, retrasándola por varios siglos... Sin el tesoro literario de griegos y romanos faltaría a la cultura moderna su principal fundamento; ¿y quién podría calcular las consecuencias de semejante catástrofe?»]
Poco a poco, por evolución natural, que tiene su origen en la misma Regla y que se acentúa al ser promovidos al sacerdocio los monjes, el trabajo intelectual sustituye al manual, dando lugar a intensa actividad de vida intelectual y de civilización cristiana. Numerosos monjes cultivaron la ciencia para defender la verdad contra sus adversarios, o para esclarecerla y guiar las almas por los caminos de perfección.
Citemos a san Gregorio Magno, san Beda el Venerable Alcuino, Rabano Mauro, Anselmo, Bernardo, Ludovico Blosio, Mabillon y Marténe; y entre nuestros contemporáneos, a Dom Guéranger, Dom M. Wolter, Mons. Ullathorne y Mons. Hedley. Como sapientísimos doctores, como teólogos o eruditos, como ascetas de vasta y sana doctrina prestaron servicios incalculables a la Iglesia. El estudio científico de la sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia, de la liturgia, de la historia eclesiástica y monástica: todas estas manifestaciones de celo y actividad están justificadas por la más antigua y constante tradición, intérprete de la santa Regla [Cfr., Dom Mabillon, Tratado acerca de los estudios monásticos, y el precioso libro de Dom Besse, Le moine bénédictin]; en el claustro hallaron y hallan todavía fervientes cultivadores, que siempre pusieron sus talentos al servicio de la Iglesia y de las almas.
También la educación de la juventud tiene un lugar sobresaliente en la serie de obras del celo monástico. Uno de los monjes más grandes del pasado siglo, Dom Mauro Wolter, la declaraba como confiada especialmente a los monjes, según se desprende de la misma Regla. Con razón la llama «una antigua y tradicional misión» [La vie monastique, ses éléments essentiels, c. VI. Cfr., Dom Berlière, o. c.]. No se trata de grandes colegios que absorben toda la actividad de la abadía; sino de escuelas poco numerosas y por ende favorables a una educación esmerada, que permite al mismo tiempo a los que a ellas se dedican observar la vida regular del cenobio benedictino.
Otra forma de celo apostólico, cuidadosamente guardada por los hijos de san Benito es la hospitalidad; la Regla le dedica uno de los más hermosos capítulos en el cual el Santo revela toda la grandeza de su alma, elevándose sobre toda consideración mezquina, para abrazar a todos los hombres en la caridad de Jesucristo. Uno de los más graves reproches que el Verbo encarnado hacía a los fariseos, era el de anteponer sus tradiciones humanas a los preceptos más explícitos de la ley divina, sobre todo de la caridad. Religiosos puede haber que, por mezquina comprensión de la clausura, pretenden excluir del monasterio a sus hermanos que viven en el mundo.
Pero, ¿no sería el mismo Jesucristo el excluido en la persona de sus prójimos? Él ha dicho: «Lo que hagáis con el más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hacéis» (Mt 25,40). Principio sobrenatural, que es el punto de partida del bienaventurado Padre, tan penetrado del espíritu evangélico [Sabido es cuánto insiste san Pablo sobre el deber de la hospitalidad; véase Rom 12, 13; Tit 1,8; 1 Tim 5,10, y Heb 13,1-2]. Él desea ciertamente que sus hijos eviten el contacto con el mundo; pero sabe también que los monjes son cristianos, y el fundamento del verdadero espíritu cristiano es, no solamente el amor de Dios, sino también el del prójimo. Así, pues, quiere que, lejos de cerrar la puerta del monasterio a los pobres, a los peregrinos, a los huéspedes, «se reciban cuando se presentan, como si fuera el mismo Cristo en persona, pues nos dirá un día: Huésped fui y me recibisteis» (RB 53). Ordena, además, que todos sean tratados con mucho honor y caridad; y llega su condescendencia hasta permitir que, por el huésped, quebrante el superior el ayuno, si no es de precepto eclesiástico.
Los verdaderos hijos de san Benito, imitando el ejemplo de su Padre, no temen acoger en el monasterio a Cristo en la persona de los huéspedes. Santa Teresa se burla graciosamente de aquellos que, durante la oración, evitan cualquier movimiento por temor de interrumpir su unión con Dios (Vida, c. XV, I).
[Véase especialmente El castillo interior, 5 Moradas, c. III, 11: «Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen, y muy encapotadas cuando están en ella, que parece que no se osan bullir, ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio. No, hermanas, no; obras quiere el Señor; y si veis una enferma a quien podáis dar algún alivio, no se os dé nada de perder esta devoción y compadeceros de ella; y si tienen algún dolor, os duela; y si fuere menester lo ayunéis porque ella lo coma, no tanto por ella, sino porque el Señor lo quiere. Esta es la verdadera unión con su voluntad»].
Proporcionalmente se puede decir lo mismo del que, so pretexto de interior recogimiento, pretende excluir del claustro a los huéspedes; sin saber lo que es la caridad y demostrando un pietismo frágil y sin base. La experiencia ha comprobado que cuando la hospitalidad monástica se ejerce con espíritu de caridad verdadera, con las debidas precauciones prescritas por san Benito, los monjes, lejos de sufrir detrimento con estas visitas de Cristo, han recibido, por el contrario, por causa de ellas, abundantes bendiciones, ya que han reconocido al Huésped divino al partir el pan (Lc 25,35).
Este amor al prójimo, fruto del verdadero amor de Dios, llevó a los monjes, de una manera ineludible, a ocuparse directamente en la cura de almas; es éste uno de los más fecundos aspectos del celo monástico.
El lugar habitual y normal del monje es su monasterio: aquí fue donde «se escondió con Cristo» (cfr., Col 3,35) el día de su profesión monástica, su segundo bautismo; y es aquí donde realiza diligentemente la obra de su santificación. «El monasterio es el taller donde debe trabajar» (RB 4), y por esto san Benito quiere que en la clausura del monasterio encuentre el monje lo necesario para la vida y para el trabajo [Ibid., cap. 56. Cfr., lo dicho en la conferencia: La familia cenobítica].
No obstante, si observamos los ejemplos mismos de nuestro bienaventurado Padre y las mejores tradiciones de la Orden, veremos que esta vida claustral o reclusa, no debe entenderse en sentido demasiado absoluto y exclusivo. San Benito era un perfecto imitador de Jesucristo, quien, ante todo, era adorador del Padre; razón por la que nuestro Padre quiere no antepongamos ninguna obra al opus Dei. Pero no olvida que Jesucristo es el Salvador de los hombres, que les predicó durante tres años y que derramó por ellos hasta la última gota de su sangre; y he ahí por qué también san Benito, tan impregnado del verdadero espíritu cristiano, quiso que nos dedicásemos a la salud del prójimo. Nos dice en la Regla que el abad debe «enseñar a los monjes, más con ejemplos que con palabras, y que su conducta esté en consonancia con lo que enseña» (RB 2). Y san Gregorio asegura que la vida del santo Patriarca fue un comentario auténtico de su Regla [Diálogo, l. II, c. 36: «El santo varón no podía menos que acomodar a sus enseñanzas su vida»].
Ahora bien: ¿qué echamos de ver en él, respecto de lo que vamos tratando? El varón de Dios, dice san Gregorio, «instruía en la fe a muchos de la vecindad con continuas predicaciones» [Ibid., c. 8.]. Y en otro lugar nos cuenta el gran Papa que «en las cercanías del monasterio había un poblado cuyos habitantes fueron en su mayor parte convertidos por san Benito a la fe» [Diálogo, c. 19]. El santo evangelizaba, por tanto, a las poblaciones vecinas; y leemos también que «muchas veces», mandaba a los monjes a instruir a unas religiosas que moraban a cierta distancia del monasterio.
Lo que san Benito enseñó a sus monjes con su ejemplo y con su palabra, las más bellas tradiciones monásticas lo consagraron con uso constante a través de los siglos [Cfr., L’apostolat monastique, de Dom Berlière. o. c.]. Sin mermar la integridad de la vida común, ni faltar a las exigencias sustanciales de la estabilidad, la orden benedictina ejerció aquel apostolado fecundo que tantas naciones convirtió al Evangelio y tan copiosamente dilató el reino de Cristo.
Nadie negará la filiación benedictina de aquellos grandes monjes, celosos del bien de las almas, que se llamaron san Gregorio, san Agustín de Cantórbery y sus compañeros, san Bonifacio, san Anscario, san Wilibrordo, san Adalberto y, en tiempos más recientes, monseñor Marty, Mons. Polding, Mons, Ullathorme, Mons. Salvadó [Mons. Polding y Mons. Ullathorne, monjes ingleses, fundaron en el siglo XIX la iglesia católica de Australia; Mons. Salvadó, benedictino de San Martín de Compostela, la de Nueva Nursi, y Mons. Marthy fue el apóstol de los indios norteamericanos] y tantos otros «hombres ilustres en obras y palabras, según expresión de dom Guéranger, santos preclaros de la orden monástica, grandes religiosos, cuya vida estuvo imbuida del espíritu de nuestro gran Patriarca, transcrita en su santa Regla» [Notions sur la vie réligieuse et manastique (Solesmes, 1888)]. El celo de que estuvo animada toda la vida de estos grandes monjes da nuevo lustre a la santidad monástica; ellos fueron, además, las glorias más puras de un pasado extraordinariamente fecundo para la Iglesia.
Una de las características más notables de la vida de estos grandes monjes fue su adhesión sin límites a la Iglesia apostólica y romana [De estos grandes monjes podría decirse lo que G. Kurth escribía de san Bonifacio: «En ninguna parte de su correspondencia como en sus cartas a los soberanos Pontífices se nos revela su grandeza de carácter. De sobra es conocida la devoción, la fe y la ternura de corazón con que se dirigía a la Sede de san Pedro. Nada estimaba tanto aquí en la tierra como la Cátedra Romana, y toda la gloria que ambicionaba consistía en ser ministro fiel del Vicario de Jesucristo»].
Esta adhesión a la cátedra de san Pedro «fue siempre para nuestros Padres prenda de vitalidad y de gloria. Dondequiera que estuviese el monje benedictino, se le consideraba siempre como el representante de la influencia romana. La presencia de Agustín en Inglaterra, de Wilibrordo en Frisia, de Bonifacio en Alemania y de Adalberto en los países eslavos, obedece siempre a un mandato de Roma: es Roma la que los envía, bendice sus iniciativas, fomenta sus esfuerzos y consagra sus éxitos.
Después de haber cooperado a la gran obra litúrgica de Roma y de haber llevado, con la fe romana, la civilización hasta los extremos de Europa, la orden monástica (cuyo poder estaba entonces concentrado en la congregación de Cluny) fue llamada a una misión aún más grande. Identificada enteramente con los destinos de Roma, dará a la Iglesia, inspirará y sostendrá por todos los medios a los grandes Papas de los siglos XI y XII, heroicos defensores de su santidad e independencia [Cfr., Mons. Baudrillart, Cluny et la Papouté, discurso pronunciado en las fiestas del milenario de Cluny, 1910].
«Desde aquella época, y por diversas causas, su acción decae sobremanera. Con todo, es un hecho constante y significativo que los Papas no han cesado de protegerla, realzarla y unirla a sí, como miembros principales a su cabeza, según la expresión de nuestro san Gregorio VII [Epist. 69, P. L., CXVIII, 420.]. Nosotros mismos conocemos de sobra las simpatías de los últimos Papas por nuestra Orden. El colegio internacional de san Anselmo, en Roma, se debe a la munificencia verdaderamente regia de León XIII, de gloriosa memoria.
Sin hablar de otros hechos, recordemos que la Iglesia romana ha pedido a los monjes de la congregación francesa que pongan a su disposición los admirables trabajos realizados en la restauración de la música sagrada, para provecho de toda la asamblea cristiana; así como también ha encomendado a los hijos de san Benito la revisión crítica de la Vulgata. Son éstas señales todas de una confianza singular. «Sepamos corresponder siempre fielmente; recordemos en todo tiempo que el monje, para ser fiel a su misión, debe juzgarse y mostrarse hombre de san Pedro, servidor e hijo sumiso de la santa y apostólica Iglesia de Roma».
¿De dónde sacaban este celo? ¿Dónde encontraron estos santos monjes la virtud de transformarse, cuando la obediencia o los acontecimientos los reclamaban, en grandes apóstoles y admirables hombres de acción? ¿Dónde bebieron aquel ardor irresistible, aquella fortaleza generosa e indomable para aceptar las fatigas, afrontar la lucha y sufrir todas las penalidades por extender el reino de Jesucristo? El amor de Dios y de Cristo fue el hogar que alimentó la vivísima llama de su celo.
San Bernardo, gran monje y apóstol admirable, escribe: «Es propio de la verdadera y pura contemplación que el alma abrasada en el fuego divino se inflame en un celo tan ardiente y en un deseo tan vehemente de dar a Dios corazones que le amen, que abandone voluntariamente el reposo de la contemplación por los trabajos de la predicación. Después, ya satisfecho su ardor, torna la contemplación con tanta mayor presteza cuanto con mayor fruto recuerda haberla interrumpido. Y de nuevo, después de gustar las dulzuras de la contemplación, vuelve con renovado vigor a la conquista de otras almas para Dios» (In Cantica, Sermo LVII, q. P. L. CLXXXIII, col. 1.054).
[Dice también: «Que la caridad comunique ardor a tu celo» (In Cantica, Sermo XX, 4. Ibid., col. 868). «Limitarse a brillar es vano: a arder, es poco; la perfección consiste en arder y brillar juntamente» (Sermón para la Natividad de san Juan Bautista, 3. Ibid., col. 399)].
Así pensaba también san Gregorio: «Si es muy bueno disponer la vida de modo que pase de la acción a la contemplación, no lo es menos hacer que el alma retorne de la vida contemplativa a la activa; el celo de que se empapó en la contemplación impele a cumplir mejor las obras de la vida activa» [In Ezech., l. II, homil. 2, núm. 11, Cfr., también ibid., l. I. homil. 5, núm. 12.].
Santa Teresa habla de la misma manera: «¡Oh caridad de los que verdaderamente aman a este Señor, y conocen su condición! ¡Qué poco descanso podrán tener si ven que son un poquito de parte para que un alma sola se aproveche y ame más a Dios, o para darle algún consuelo, o para quitarle de algún peligro! ¡Qué mal descansará con este descanso particular suyo! Y cuando no puede con obras, con oración, importunando al Señor por las muchas almas que da lástima de ver que se pierden. Pierde ella su regalo, y lo tiene por bien perdido; porque no se acuerda de su contento, sino de cómo hacer más la voluntad del Señor» (Fundaciones, V, 5).
[Bien merece los honores de la lectura todo este singularísimo capítulo. Indaga en él la Santa «de qué procede el disgusto, que por la mayor parte da cuando no se ha estado mucha parte del día muy apartados y embebidos en Dios, aunque andemos empleados en esotras cosas (de obediencia)». Tal disgusto, opina la Santa, proviene de dos razones: «la una y muy principal, por un amor propio, que aquí se mezcla, muy delicado, y así no se deja entender, que es querernos más contentar a nosotros que a Dios». «La segunda causa, que me parece causa este sinsabor, es que como en la soledad hay menos ocasiones de ofender al Señor… parece ande el alma más limpia». A continuación demuestra la Santa cómo de suyo no es suficiente esta causa, y lo fácil que es ilusionarse en esta materia. También santa Catalina de Siena descubría al Padre eterno cómo «se engaña a sí misma el alma, por el amor propio, aunque espiritual, que se profesa personalmente» (Diálogo, El don de la conformidad con Cristo, c. XXXIX)].
Para nosotros, que debemos hacerlo todo por obediencia, el ejercicio exterior del celo está limitado por la clase de actividad señalada al monasterio, por las tradiciones, por circunstancias especiales y, sobre todo, por las órdenes del abad; empero cada uno en el oficio que le señalaron debe trabajar en conocer y amar a Dios, en ser apóstol de Jesús. Por más que debemos procurar y amar la soledad, el recogimiento, la vida oculta, conviene también, cuando la obediencia nos impone oficios y cargos, dentro y fuera del monasterio, que los desempeñemos bien; pues no es separarse de Cristo el darse por obediencia a sus miembros, antes al contrario: cuanto hagamos por amar a nuestros hermanos –a sus hermanos–, a Cristo mismo lo hacemos. Esto es lo que ha dicho el que es Verdad infalible y único origen de nuestra perfección.