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4. Bendiciones de Dios al que hace los votos religiosos

La más inapreciable bendición que la profesión religiosa aporta al alma es, sin duda, el hacerla muy amiga de Dios. Los teólogos están sensiblemente de acuerdo en considerarla como un segundo bautismo, que restituye al cristiano la pureza total. [Véase D. G. Morin, EI ideal monástico]. En el acto de la emisión de los votos olvida Dios todo lo pasado, y concede al profeso una remisión general, no viendo en él más que «una criatura completamente renovada» (Gál 6,15). En aquel momento dichoso, el alma se entrega a Jesucristo, como al esposo la esposa; la mística tumba en que se sepulta puede compararse a la pila bautismal en que fue sumergido el neófito. Como del bautizado, puede el Padre celestial decir de esta alma «revestida de Cristo»: «He aquí mi hijo muy amado en quien me he complacido». ¡De cuántas larguezas no la colmará Dios, contemplándola en su Hijo, con tanto amor!
La segunda bendición que concede Dios al nuevo religioso es el considerable aumento de valor que adquieren a partir de aquel momento todas sus acciones, porque todas participan de la virtud de religión.
Todos sabemos que cada virtud tiene su forma propia, su belleza peculiar, su mérito especial. Pero los actos de cualquiera de ellas pueden ser imperados por una superior: un acto de mortificación, de humildad, puede ser inspirado por la caridad, que es la reina de las virtudes; y entonces, aparte del propio esplendor y de su valor intrínseco, adquiere la belleza y el mérito de un acto de caridad. Asimismo, en la vida del monje, los actos virtuosos se revisten por la profesión, del valor de los actos de religión. «Los actos de las distintas virtudes son mejores y más meritorios – según dice santo Tomás– cuando se cumplen en virtud del voto, porque pertenecen al culto divino y tienen la modalidad de sacrificio». [Opera aliarum virtutunt… sunt meliora et magis meritoria, si fiunt ex voto, quia sic jam pertinent ad divinum cultum, quasi quaedam Dei sacrificia (II-II, q. 88, a. 6)].
Así, la profesión del monje comunica a su vida entera el carácter y virtud de holocausto: hace de nuestra vida un perpetuo sacrificio. El acto de la profesión no dura más de unos momentos; pero sus efectos son permanentes, y eternos sus frutos; y como el bautismo es el punto de partida de la santidad para el cristiano, de igual manera la profesión lo es para el monje de la perfección monástica, la cual debe ser considerada como el desarrollo gradual de un acto inicial de inmenso alcance. Con los votos, nuestra voluntad se confirma en el bien, limita sus tendencias a la búsqueda de Dios y al amor de Jesucristo; y esta es una causa incomparable de progreso. «Propio del voto es –dice santo Tomás– estabilizar la voluntad en el bien; y los actos que proceden de una voluntad así fija en el bien, se derivan de una virtud perfecta». [Per votum immobiliter voluntas firmatur in bonum. Facere autem aliquid ex voluntate firmata in bonum pertinet ad perfectionem virtutis (II-II, q. 88, a. 6)].
Conviene, empero, establecer una precisión: la perfección que se nos ha asignado no es una perfección cualquiera. Así como las promesas del bautismo son principio de la perfección sobrenatural; de igual manera la profesión monástica es el primer impulso hacia la perfección benedictina; sus efectos no son de hacer santos de esta o de aquella orden; no, sino un perfecto benedictino; porque nuestros votos tienden a la práctica de la Regla de san Benito y de las Constituciones que nos rigen: «Prometo… obediencia según la regla de nuestro Padre san Benito, en nuestra Congregación». [Ceremonial de la profesión monástica]. La Regla interpretada por nuestras Constituciones –y no la regla de otra orden o las constituciones de otra congregación– es lo que debemos practicar: ella contiene todo lo necesario para nuestra perfección y nuestra santidad, y por ella fue por la que llegaron a la más alta perfección, a la cima de la santidad tantos y tantos monjes.
La profesión es también origen de nuestra felicidad. «Señor, en la sencillez de mi corazón, te lo he ofrecido todo gozosamente», exclama el alma cuando se entrega a Dios; y esta generosidad confiada la premia Dios con un aumento de gozo: «Dios ama al que da con alegría» (RB 5), dice san Benito, apropiándose la expresión del Apóstol (2 Co 9,7). Y como Dios es la fuente de toda dicha, y nosotros lo dejamos todo para Él, de aquí que nos dice: «Yo mismo seré tu magnífica recompensa» (Gén 15,1). Yo, Yo mismo; no dejaré a otro el encargo de recompensar, dice Dios al alma; porque eres mi holocausto, porque eres toda mía, Yo soy todo tuyo, tu herencia, tu posesión, y en Mí encontrarás la felicidad.
Así es, Señor. «¿Qué hay para mí en el cielo o qué puedo desear en la tierra fuera de ti? Eres el Dios de mi corazón, mi parte y mi herencia para siempre» (Sal 72,25-26).