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7.- El matrimonio, sacramento de Cristo Esposo

Si el célibe se une a Cristo inmediatamente –sin mediación alguna–, el casado se une igualmente a Cristo Esposo, pero a través de la mediación de la propia esposa (a través de su marido en el caso de la mujer).
Matrimonio y virginidad, los dos modos de vivir la vocación cristiana, se iluminan, se complementan y se enriquecen mutuamente: cf. JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 16.
Si hablábamos de 1Cor 7 como la carta magna de la virginidad cristiana, algo parecido podemos afirmar de Efesios 5,25-33: es la carta magna del matrimonio cristiano, el texto «fundante» del sacramento del matrimonio.
Conviene subrayar que esta es la lectura que presenta el Ritual del matrimonio actual. Es cierto que propone otras lecturas alternativas, pero estas figuran en apéndice, mientras que la de Efesios se encuentra en el desarrollo mismo del rito del sacramento. Podemos, por tanto, considerarla como la fundamental.
Recojamos en síntesis la enseñanza de este pasaje tan rico.
Nos inspiramos fundamentalmente en el excelente –aunque no fácil– comentario de H. SCHLIER, La carta a los efesios (Salamanca 2006, 330-367). Por lo demás, también aquí recogemos la enseñanza del venerable RIVERA. Ver también P. GRELOT, Le couple humain dans l´Ecriture (Paris 1964; trad, italiana, La coppia umana nella Sacra Scrittura, Milán 1987). Cf. JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 13; Hombre y mujer…, 475-615; FRANCISCO, Amoris laetitia, 58-75).
La gran novedad de este texto consiste en que el apóstol presenta la unión entre Cristo y la Iglesia como modelo y fuente del amor humano. El «tipo» primigenio y original en el que Dios ha pensado es esta unión y relación Cristo-Iglesia, y a imagen suya ha ideado el matrimonio.
Esto es lo que indica al referir el texto de Génesis 2,24 («el hombre… se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne») a Cristo y a la Iglesia. San Pablo afirma rotundamente: en eso consiste el «gran (=importante) misterio».
Adán era «figura del que había de venir» (Rom 5,14). En la creación se esconde ya la prevista redención de Cristo. Todo fue creado en Cristo y para Cristo, todo encuentra en Él su consistencia (Col 1,15-17). En Cristo se redescubre la creatura.
Todo matrimonio (Gen 2,24 expresa el designio originario de Dios Creador) de por sí hace referencia y está orientado a la unión Cristo-Iglesia. En la presentación de Eva a Adán por parte del Creador –que inaugura la institución matrimonial– está implícita la presentación de la Iglesia a Cristo. En todo matrimonio se hace presente la relación de redención Cristo-Iglesia prevista ya en la voluntad de Dios en el momento de la creación.
En este sentido afirmamos que el matrimonio es sacramento: en cuanto que es signo (es decir, manifiesta) eficaz (es decir, hace presente de manera misteriosa pero real) de la unión entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio humano es participación y reproducción de esa unión íntima, profunda y misteriosa. La relación Cristo-Iglesia no solo esclarece la relación matrimonial, sino que esta se funda en aquella (la palabra «como» –kathos– en 5,29 tiene sentido comparativo y causal como en 5,2).
Esta identidad del matrimonio debe expresarse en la existencia concreta. El amor de Cristo (que se dona, que se entrega hasta la muerte, que purifica y limpia a su Esposa, que la nutre y protege, que la perfecciona y consagra…) tiende a reproducirse en el amor entre los esposos cristianos. En efecto, por el don del Espíritu Santo (cf. Rom 5,5), los esposos son capacitados e impulsados a amarse con el amor mismo de Cristo.
Podemos afirmar que, de manera análoga a como el sacerdote por la consagración del orden queda convertido –de modo permanente– en sacramento de Cristo para el resto del pueblo de Dios, los esposos –en virtud de la gracia sacramental– quedan convertidos el uno para el otro en sacramento de Cristo, también de manera permanente.
Los detalles de entrega, de fidelidad, de ternura, de cuidados… del propio cónyuge, le remiten a Cristo: «Si mi esposo –o mi esposa– me ama así, ¡cuánto mayor será el amor de Cristo!» (que «excede todo conocimiento»: Ef 3,19). Y también las deficiencias del propio cónyuge le llevan a Cristo Esposo: «él –o ella– no puede comprenderme perfectamente, pero Cristo sí; en su conducta hay egoísmo, pero el amor de Cristo es ilimitado, incondicional»…
El propio cónyuge es signo de Cristo Esposo, canal a través del cual se comunica el amor de Cristo, sacramento viviente y personal…
Esto funda una auténtica espiritualidad matrimonial que arranca del mismo sacramento y de la gracia en él contenida (de manera análoga a como el sacramento del orden se constituye en el fundamento de la espiritualidad del presbítero). Y esto hace del matrimonio un verdadero camino de santidad, es decir, de unión con Cristo; incluso fundamenta una auténtica mística matrimonial.
Cf. M.-PH. LAROCHE, Una sola carne. L´avventura mistica della copia, Torino 1992 (original francés: Une seule chair. L´aventure mystique du couple).
Por la misma razón, cada uno de los esposos, que es signo para el otro de Cristo Esposo, está llamado a morir a sí mismo, a purificarse, para ser –de manera cada vez más perfecta y nítida– reflejo de Cristo y transparencia de su amor, para facilitar que el otro se encuentre con Cristo a través de la propia persona y del propio amor (de manera análoga a como el presbítero –configurado con Cristo Sacerdote por el sacramento del orden– debe procurar transparentar en su vida concreta el estilo, las actitudes y la entrega del Buen Pastor).
Por otra parte, marido y mujer, sacramento de Cristo el uno para el otro, convertidos en una sola cosa en Cristo, inundados por el amor de Dios, llegan a ser juntos sacramento de la paternidad de Dios; a través de su amor paterno-materno expresan y comunican a sus hijos el amor infinito del Padre.
Sin embargo, alguien puede todavía pensar: la afirmación de que en la vida futura «ni ellos ni ellas se casarán» (Lc 20,34-36), ¿acaso no devalúa el matrimonio? De ningún modo. Por un lado, es cierto que en la vida del cielo «permanecen la caridad y sus obras» (CONCILIO VATICANO II, Gaudium et Spes, 39): por tanto, la unión de caridad entre los esposos no solo no se pierde, sino que se plenifica. Sin embargo, el matrimonio en cuanto sacramento desaparece: en efecto, en cuanto «signo» pertenece a este mundo, y como tal desaparecerá (lo mismo que la Eucaristía y los demás sacramentos), pues en el cielo veremos a Cristo cara a cara y nos uniremos a Él sin ninguna mediación.
En este sentido se puede afirmar que el matrimonio camina hacia la virginidad en cuanto «verdad última del hombre» y está orientado hacia ella (A. CENCINI, Por amor, con amor, en el amor, Salamanca 2004, 1065).
Al final, cuando lo veamos «cara a cara» (cf. 1Cor 13,12), cuando Cristo sea «todo para todos» (cf.1Cor 15,28), solo subsistirá la virginidad. En efecto, todos hemos sido creados para ser desposados por Cristo –pues «solo Él basta»–, y esto alcanza su culmen en la virginidad. Incluso en este mundo, para los casados que viven «en el Señor» (cf. 1Cor 7,39), la relación con Cristo va tomando un carácter cada vez más absoluto (y, por tanto, más «virginal»).
Cf. M.I. RUPNIK – S. SERGEEVIC, Adán y su costado. Espiritualidad del amor conyugal, Burgos 2003,36-37.