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8.- ¿Y los solteros?

Hemos afirmado que todo hombre –varón o mujer– ha sido creado para ser desposado, y que las dos maneras de vivir este desposorio son la virginidad y el matrimonio. Surge inevitablemente la pregunta: ¿y qué pasa con los solteros?
Si por soltería entendemos una opción de vida en la que la persona deliberadamente rechaza el comprometerse para quedar «libre», hay que afirmar que esa no es una vocación cristiana. En efecto, el hombre está hecho para amar y ser amado, mientras que una tal opción se revela esencialmente egoísta. Siguen en vigor las palabras del Creador: «No es bueno que el hombre esté solo».
Pero muy diferente a esta postura es la situación de las personas que han quedado solteras creyendo tener vocación matrimonial, pero no ha aparecido la persona adecuada con quien casarse, o bien han permanecido solteras por atender a otras obligaciones (por ejemplo, padres o hermanos enfermos o ancianos). Este tipo de personas –aunque sean civilmente solteras– pueden vivir un verdadero desposorio con Cristo (sin necesidad de formular unos votos o ingresar en una institución religiosa) y desde Él vivir un precioso servicio de caridad a los hermanos.
Más aún, Dios habla también a través de los acontecimientos; por tanto, podemos afirmar que el hecho de que una persona no haya encontrado pareja puede constituir un signo de la llamada de Dios a la virginidad, tan real como el de la persona que experimenta dentro de sí el atractivo hacia ella.
Con otras palabras, la soltería involuntaria no es un vacío, y puede convertirse en una manifestación del querer de Dios. En ella hay una gracia para descubrir gozosamente la pertenencia a Cristo, de tal manera que el soltero ya no considere su vida como una existencia de segunda clase, sino que haga de ella un don esponsal a Cristo (y en Él y desde Él a los hermanos).