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VI. Medios de unión concedidos a la esposa

Medios otorgados por el Esposo divino a la virgen para afirmar su unión con Él. –El Verbo se da a Sí mismo sobre todo por la comunión eucarística. –Cómo ayuda la comunión a la virgen para cumplir sus deberes y realizar su condición de esposa. –La santa Humanidad de Jesús nos conduce a la divinidad del Verbo, manantial de bienaventuranza.
Condición tan elevada, estado tan sublime no pueden afianzarse si el alma no posee los medios más adecuados. El mismo esposo se los suministra.
¿Qué hace cuando quiere que un alma, elegida desde la eternidad, sea toda suya? Casi siempre «la conduce a la soledad para hablarle a su corazón»: Ducam eam in solitudinem et loquar ad cor ejus (Os. 2,14); como se rodea una viña de un muro que la proteja, la encierra en un claustro, «en la cavidad de la piedra», in foraminibus petrae (Ct. 2,14): sepulcro místico que se convierte en cuna de nueva vida; la oculta «en el secreto de su rostro», in abscondito faciei suae (Cf. Ps. 30,21); la hace habitar en el silencio, para que, recogida, pueda más fácilmente oír su voz y aguardar únicamente a su Esposo. Nuestro Señor le da a esta alma la Regla, que a cada instante traduce su voluntad; para iluminarla le da las sagradas Escrituras que cuentan su vida y revelan su amor; y le da a su Iglesia por madre, le confía la misión de la alabanza para que la voz de la esposa resuene con dulzura en sus oídos»: Sonet vox tua in auribus meis, vox enim tua dulcis (Ct. 2,14) hace revivir para ella todo el ciclo de sus misterios y le confiere la soberana virtud que en ellos se contiene, por medio de los sacramentos: unos y otros son medios que sirven al Esposo para establecer, defender, mantener y afianzar el amor y la fidelidad de la elegida.
Pero sobre todo el Verbo se da a Sí mismo en la comunión eucarística: este banquete es el de la unión por excelencia, porque Cristo es a un mismo tiempo el Esposo, el huésped y el alimento. La comunión es e1 medio más eficaz para que el alma realice la perfección del estado de esposa del Verbo.
Hemos dicho que la virgen para complacer al Esposo celestial debe desprenderse de las criaturas y de sí misma custodiando celosamente su consagración virginal.
La Eucaristía es «el alimento de los elegidos y el vino que engendra vírgenes»: Frumentum electorum, vinum germinans virgines (Zac. 9,17). Es verdad que la comunión santifica directamente al alma: la Eucaristía es en primer término un alimento de vida espiritual; pero en nosotros el alma está tan estrechamente unida al cuerpo; hay entre estos dos elementos una unidad tan substancial, que la comunión, al elevar el alma hacia la cima del amor divino, apacigua los ardores de la concupiscencia y la aparta de las alegrías sensibles y vanas. Más de una vez en sus oraciones, después de la comunión la Iglesia pide que este alimento sagrado tenga por efecto hacernos «despreciar los placeres terrenos y amar los bienes celestiales» (Dom. II Advent.; Dom. IV pos Epiph. Poscomunión: Munera tua nos, Deus a delectationibus terrenis expediant.). La comunión al inflamar el amor de Dios reafirma la voluntad en la resolución de evitar todo lo que podría separarla del servicio del Esposo.
Estos fuertes y suaves efectos del sacramento del altar son los que celebramos en el oficio de Santa Inés, de quien la Iglesia toma estas palabras: «Su cuerpo se ha unido al mío, canta la virgen esposa de Cristo, su sangre es el adorno de mis mejillas, su amor me hace casta, su contacto me purifica, su venida sella mi virginidad»: Cum amavero casta sum, cum tetigero munda sum, cum accepero virgo sum (Responsorium III, ad. matutin. Importaría poco que estas palabras no fuesen históricas; el hecho de que la Iglesia las haya adoptado demuestra suficientemente su sentir en lo que respecta a la doctrina expuesta).
La comunión hace sobre todo «que el alma se una al Verbo»: éste es uno de sus principales frutos. ¿Acaso Nuestro Señor mismo no nos dijo: «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él»?, Qui manducat meam carnem et bibit meum sanguinem in me manet et ego in illo (Jn. 6,57). ¿Qué unión más grande y más profunda podemos imaginar acá abajo? La palabra «permanece», ¿no indica todo lo que hay de más íntimo y más estable? ¿Y la expresión intencional, de reciprocidad inmanente (In me manet et Ego in illo) no entraña un intercambio de complacencias y de mutuas promesas y donaciones? Nada mejor para dar firmeza a la fidelidad que la comunión bien hecha; la virgen encuentra en ella el secreto para permanecer fuerte y generosa, dispuesta a seguir por todas partes al Esposo divino. Sin duda alguna «observando los preceptos» se permanece en el amor a Cristo. Si praecepta mea servaveritis manebitis in dilectione mea (Jn. 15,10).
Haciendo permanecer al alma en el amor del Verbo, la unión eucarística la hace vivir «por el Verbo y para el Verbo»: Verbo vivere. Jesucristo nos lo dice categóricamente: «Así como el Padre, que me ha enviado vive, y Yo vivo por el Padre, así también, quien me come, vivirá por mí» (Jn. 6,58). ¿Será preciso repetirlo? Al Verbo le viene todo del Padre; el Padre tiene su vida en Él, pero comunica a su Hijo, al Verbo, el poseer esta plenitud de vida infinita, y el Verbo no se encarna sino para dárnosla. Nos la da en el bautismo con la fe y la gracia; pero sobre todo renueva, más abundantemente; abundantius (Ibid. 10,10), esta donación en el banquete eucarístico.
Él es el pan de vida que da la vida; que hace producir frutos de vida, de suerte que el alma, viviendo por Cristo, vive también para Él. Al venir al alma, Cristo Jesús la atrae de tal modo a sí; establece entre sus pensamientos, sus sentimientos, sus deseos, sus quereres y los nuestros tal unión que, si no contrariamos su acción, nos transforma en Él, como el fuego hace pasar sus propiedades al leño que consume, lo que hace decir a San Bernardo: «Nos transformamos en Cristo, cuando nos conformamos a Él»: Transformamur cum conformemur.
Tal estado constituye realmente el apogeo de la unión. Cuando uno ama verdaderamente, quiere identificarse con el objeto amado; quisiera hacerlo entrar dentro de sí, penetrar dentro de él, y hacerlo parte de su propio ser. En el amor humano quedan frustrados estos anhelos; en el amor divino, omnipotente, se realizan plenamente. Después de haber recibido a Cristo en la comunión, la virgen puede exclamar como la esposa del Cantar: «Mi Amado es mío y yo soy de mi Amado»: Dilectus meus mihi et ego illi (Ct. 2,1. A este respecto, conviene leer las bellas y enérgicas páginas de Bossuet: Meditaciones sobre el Evangelio). Pálido reflejo de la maravillosa realidad que hemos visto en la unión del Verbo y la santa humanidad, en Jesucristo.
De modo que la comunión frecuente y dignamente recibida, conduce necesariamente a establecer en el alma el reino del Verbo: Verbo se regere. Cristo no permanece en nosotros sino para hacernos obrar en todas las cosas con Él, a la luz de su verdad, por consejo de su sabiduría, bajo el impulso del Espíritu Santo: este es el fruto supremo y el secreto, a la vez, de la unión perfecta *.
* «Después de lo que acabamos de manifestar sobre los efectos maravillosos que produce la Sagrada Comunión en las almas, esposas del Verbo por la Consagración religiosa, no resultará extraño que, en el orden propiamente místico, desempeñe un papel sensible en la realización del matrimonio espiritual. Muy frecuentemente durante la comunión Eucarística, el Verbo celebra con el alma estas divinas nupcias y sella este divino contrato de manera sensible y tangible; la unión sacramental viene a ser entonces el medio y el símbolo de una alianza íntima e indisoluble» (Mons. Fargos).
En la Comunión recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo; pero la naturaleza humana en Jesús ¿no es el camino para ir al Verbo? El Verbo es «el esplendor y el brillo sin límites de la gloria del Padre»: splendor gloriae (Hb. 1,3), y sería imposible sostener el resplandor infinito de su Majestad.
El Verbo es también «horno de amor cuyos ardores no podríamos soportar» (Is. 33,14). Pues ¿qué medio ha escogido Él mismo para venir a nosotros y unirnos a Él? «Veló» su gloria bajo la naturaleza humana, a fin de que nuestros ojos débiles y nuestros corazones pusilánimes pudieran acercársele y encontrar en Él la salud y la vida. ¿No es eso lo que dice la esposa del Cantar? «Me he sentado a la sombra de Aquel que es el objeto de mis deseos»: Sub umbra illius quem desideraveram sedi (Ct. 2,3). Esta «sombra» es la santa humanidad de Jesús; el alma se refugia bajo esta sombra que, porque lo oculta y lo revela al mismo tiempo, le permite contemplar al Verbo aproximarse a Él, ponerse en contacto con Él, gozar de Él.
Más de una vez en el curso del año litúrgico, la Iglesia pone en nuestros labios estas palabras: «Que la humanidad de tu Unigénito, oh Señor, nos socorra»: Unigeniti tui, Domine nobis succurrat humanitas (Secreta de la Misa de la Visitación, y de la Natividad de la Santísima Virgen). ¡Cuán necesario es este socorro al alma que desea entrar en el santuario de la intimidad del Verbo! La humanidad de Jesús nos lleva al Verbo, y por Él entramos «en el seno del Padre»: in sinu Patris (Jn 1,18). Por la fe y el amor el alma penetra en los esplendores eternos. Una vez introducida en el santo de los santos, que es la mansión natural de su Esposo divino, ella puede dejarse llevar por las efusiones de su amor; puede emplear una santa osadía llena de reverencia, y expresar al Esposo el deseo de embriagarse en sus delicias: Osculetur me osculo oris sui (Ct 1,1). Y su confianza es recompensada: recibirá del Esposo las comunicaciones más íntimas y más suaves, «pues el fruto de su amor es de una dulzura infinita»: Et fructus ejus dulcis gutturi meo (Ct. 2,3).