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El ejercicio de la ascética cristiana tiene muchos aspectos según virtudes y dones, según edades y circunstancias, según el objeto de la vida humana al que deba aplicarse. Recordaré alguno de esos aspectos más especialmente referentes a la defensa del pudor y a su crecimiento.
–El pudor está ordenado a favorecer la castidad (STh II-II, 151,4). Y como la virtud de la castidad es tan valiosa en todos los estamentos del pueblo cristiano, por eso es también un mal tan grave la pérdida del pudor. Difícil es que se mantenga firme la castidad donde reina el impudor en el vestir, en el hablar, en los espectáculos y medios de difusión. El ser humano, que está llamado a ser para sus prójimos «imagen de Dios», se degrada por el impudor, convirtiéndose en instrumento del diablo.
–Hoy el mundo secular apenas conoce el valor del pudor, que también fue desconocido en gran parte del mundo antiguo. Pero al menos en las naciones de antigua filiación cristiana, hoy apóstatas, la situación actual del pudor es peor que la del mundo antiguo pagano. El mundo pagano ignoraba en gran medida la verdad del pudor. El mundo actual rechaza positivamente esa verdad, y considera este rechazo como un progreso, una liberación, una superación cultural, que es preciso afirmar y defender. Niega la naturalidad del pudor en el hombre caído, entiende consiguientemente la vergüenza de la desnudez como una dolencia psicológica y moral. Es, pues, una de las formas concretas de la apostasía moderna, pues niega que quiso Dios el vestido para ayuda de la naturaleza humana caída, proscribiendo así la desnudez impúdica.
Se realiza así la predicción de San Pedro: «Si una vez retirados [los cristianos] de la corrupción del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en ella y se dejan vencer, sus postrimerías se hacen peores que los principios… “Volvióse el perro a su vómito, y la cerda, lavada, volvió a revolcarse en el cieno”» (2Pe 2,22).
–El impudor escandaliza, es decir, es una ocasión próxima de pecado. Tanto la vanidad y el orgullo como la sensualidad llevan al impudor, y éste despierta fácilmente la lujuria, que acrecienta a su vez la vanidad, el orgullo y la sensualidad. Todas las formas de impudor en vestidos, palabras, costumbres, espectáculos, libros, son por tanto un escándalo.
Y «al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el escándalo!» (Mt 18,6-7).
Reconozcamos que es pecado (leve o grave) ponerse sin necesidad en ocasión próxima de pecado (leve o grave). Reconozcamos también que es pecado (leve o grave) poner a otros en ocasión próxima de pecado (leve o grave).
–La gracia de Cristo mueve al recogimiento de los sentidos, por ejemplo, el de la vista, cuando sobreviene la tentación del impudor. Y lleva también a evitar la frecuentación de aquellos lugares en los que el pudor se ve agredido con tentaciones especialmente graves, como sucede en ciertas playas o espectáculos. Si el cristiano no se ejercita con la gracia de Cristo en la mortificación habitual de sus sentidos, será para él imposible evitar el pecado, y más imposible aún ir adelante en el camino de la santidad. Por eso decía San Juan dela Cruz:
«¡Oh, si supiesen los espirituales cuánto bien pierden y abundancia de espíritu por no querer ellos acabar de levantar el apetito de niñerías, y cómo hallarían en este sencillo manjar del espíritu el gusto de todas las cosas si ellos no quisieran gustarlas», etc. (1Subida 5,4-5). «¡Oh, si supiesen los hombres de cuánto bien de luz divina los priva esta ceguera que les causan sus aficiones y apetitos, y en cuántos males y daños les hacen ir cayendo cada día en tanto que no los mortifican! Porque no hay que fiarse de buen entendimiento, ni dones que tengan recibidos de Dios, para pensar que, si hay afición o apetito [desordenados], dejará de cegar y oscurecer y hacer caer poco a poco en peor» (ib. 8,6-7).
–El mundo presente, al ser una gran Escuela de Impudor, es por eso mismo una gran Escuela para ejercitar la virtud del pudor. El mundo trata de inculcar el impudor y la lujuria ya desde la escuela, y en todos los ambientes y ocasiones: espectáculos, medios de comunicación, modas, televisión e internet, playas y piscinas, costumbre generalizadas. Y esta agresión al mal solo puede ser resistida con un ejercicio muy continuo y enérgico de las virtudes. Ahora bien, como las virtudes crecen precisamente con los actos intensos (SThI-II, 52,3; II-II, 24,6). En palabras de San Ignacio, «vale más un acto intenso que mil remisos» (Cta. 7-V-1547). Por eso, si cada vez que el cristiano recibe en sus sentidos una incitación al pecado rechaza con la gracia de Dios la tentación, crecen en él mucho el pudor y la castidad. Y crecen al mismo tiempo con ellas todas las virtudes morales, pues todas están conexas y crecen juntamente, como los dedos de una mano (I-II, 65,1).
–Potenciemos, pues, con actos afirmativos de oración las negaciones que nos imponemos para guardar la integridad del pudor. Al guardar, por ejemplo, nuestros ojos de toda mirada impúdica, que no quede esa obra preciosa limitada a su negatividad: no mirar. Que siempre vaya acompañada de un acto espiritual positivo, concretamente de una oración por nosotros y por la conversión de las personas impúdicas. Unimos así el ora et labora con resultados perfectos.
Ante la tentación contraria al pudor, bastará para la oración una elevación rápida del corazón a Dios, en forma de súplica o de acción de gracias. Puede ser sin palabras, pero también con palabras, si éstas nos ayudan: «Padre, líbranos del mal», «Tu gracia vale más que la vida», «Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor», «Padre nuestro, no nos dejes caer en la tentación», «Tomo la cruz y sigo a Cristo», «Virgen María, auxilio de los cristianos»… Quien así ora y obra no vuelve de las situaciones de tentación derrotado, herido y triste, sino victorioso, fortalecido y alegre. Dando gracias a Cristo Salvador.
–El pudor cristiano, afirmándolo positivamente, evita la caída en las tentación. «La mejor defensa es el ataque». Dicho en otras palabras, el cristiano no ha de limitarse a no caer en las tentaciones del impudor. Tampoco ha de reducir su intento a no-escandalizar, sino que pretende expresar la santidad de Cristo al mundo en formas nuevas interiores y exteriores que iluminen la oscuridad del mundo con su bondad y su belleza. Por ejemplo, no ha de limitarse a no seguir las modas malas de vestir imperantes, sino que ha de crear estilos y modos nuevos.
Los cristianos no hemos sido enviados por Cristo al mundo para no hacer males, o para no escandalizar, sino para difundir y acrecentar en él toda clase de bienes; es decir, para renovar el mundo a la luz del Evangelio, creando nuevas formas, modas y costumbres. La mejor manera –o la única a veces– que tiene el cristiano para negarse a participar de los males presentes es afirmando nuevos bienes. «El vino nuevo ha de guardarse en odres nuevos» (Lc 5,38).
–Apliquemos al pudor este principio absoluto: toda espiritualidad cristiana es una participación pascual en la muerte y la resurrección de Cristo. «Él, muriendo, destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró la vida» (Pref. I Pascua). Hay en cada uno de nosotros dos hombres, el viejo, el carnal, el que viene de Adán, y el nuevo, el espiritual, el que viene de Cristo. Y los dos tienen deseos absolutamente inconciliables. El hombre adámico tiende al impudor y a la lujuria; el hombre cristiano procura el pudor y la castidad. Pues bien, Cristo vive y crece en nosotros en la medida en que, dejándonos mover por su gracia, vamos dando muerte al hombre viejo.
«La tendencia de la carne es enemistad con Dios y no se sujeta ni puede sujetarse a la ley de Dios… Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros»… Por tanto, «no somos deudores a la carne de vivir según la carne, que si vivís según la carne, moriréis; pero si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rm 8,1-13).
Nuestro Maestro nos lo ha enseñado claramente: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Lc 9,29). No hay otro modo. En virtud de la Cruz de Cristo, participando de ella, podemos morir al hombre viejo; y en virtud de su Resurrección, participando de ella, podemos crecer en la vida de Cristo. Añadiré algunas consideraciones específicas sobre la ascesis del pudor en las miradas, fundamentándolas en la misma predicación de Cristo.
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«Habéis oído que se dijo: “no cometerás adulterio”. Pero yo os digo: “todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”» (Mt 5,28).
El Sexto mandamiento del Decálogo prohíbe sólo el pecado de adulterio entendido como acto exterior (Ex 20,14; Dt 5,18). Pero en el N.T. denuncia Jesús también «el adulterio del corazón», cometido únicamente en el interior, por las malas miradas y deseos consentidos.
El Décimo mandamiento, «no desear la mujer del prójimo», Dt 5,21, no se refiere originalmente al mal deseo de lujuria, sino, como se ve claramente por el contexto, al mal deseo de apropiarse de lo ajeno. Sin embargo, como señala San Juan Pablo II, ya en el A.T., en los libros sapienciales, concretamente en los Proverbios (5,1.6; 6,24-29) y en el Eclesiástico (26,9-12), se hallan advertencias para precaverse de la seducción de la mujer mala y provocativa (El amor humano en el plan divino, catequesis 38, El adulterio en el cuerpo y en el corazón, 4). «Aparta tus ojos de una mujer hermosa, y no te fijes en belleza ajena. Por la belleza de una mujer muchos se perdieron, y a su lado el amor se inflama como el fuego» (Eclo 9,8). Estas enseñanzas de la tradición sapiencial, sigue diciendo el Papa, preparaban al pueblo judío para «comprender las palabras [de Jesús] que se refieren a la «mirada concupiscente» o sea, al «adulterio cometido con el corazón»» (ib. 6; Juan Pablo II analiza ampliamente la cuestión: Catequesis 38-43).
–La frase de Jesús que comento, incluida en el Sermón de la Montaña, se fija en la pecaminosidad de «la mala mirada», conoce que en ella está el origen del mal deseo, y sabe que de éste puede derivarse la mala acción del adulterio o de otros pecados de lujuria. Los Santos Padres, a este respecto, suelen recordar el adulterio de David con Betsabé (2Sam 11): David ve a una mujer bañándose en una azotea; la mira; la desea con mal deseo; la trae a su palacio para convivir con ella en adulterio, y ordena el asesinato de su esposo para ocultar su pecado.
–Habla Jesús del mal deseo de la mirada «a la mujer», porque sabe que el impudor visible relativo a la mujer es mucho más frecuente y peligroso que el referente al varón, aunque, por supuesto, también se da en éste a su modo. Ya sabemos que impudor puede haber en las conversaciones, en la literatura, en los espectáculos, en tantas formas y ocasiones. Pero en esta frase del Señor que comento Él habla del impudor de la mala mirada a la mujer.
Jesús es realista. De hecho, hoy la industria pornográfica centrada en el cuerpo de la mujer es incomparablemente mayor que el referente al hombre. Y en ese «adulterio del corazón» del que habla Cristo caen los hombres con mucha más frecuencia que las mujeres. En este ámbito, la mujer peca más bien de impudor –y de orgullo, y de vanidad– cuando con su modo de vestir, sus gestos y actitudes, ocasiona en el varón el pecado del adulterio interior. Aunque es obvio que una mujer modesta y decente puede ser objeto, sin culpa suya alguna, de miradas y deseos malos. Y sigue diciendo el Maestro:
«Si tu ojo derecho te induce a pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado en la “gehenna” entero» (Mt 5,29)
Nos manda, pues, Jesús en estas frases del Evangelio referidas a la castidad, que evitemos las malas miradas, que anticipan los malos deseos, que fácilmente llevan a otros pecados de lujuria. No ordena, por supuesto, que realicemos ninguna amputación, que sería un pecado, sino que con su gracia dominemos el ejercicio de nuestros sentidos, no mirando con mal deseo aquello que puede inducirnos al pecado, y apartándonos de toda ocasión próxima de pecado. Santo Tomás de Aquino, en la Catena aurea (Mt 5,27-28), sintetizando la Tradición patrística, cita entre otros este excelente texto de San Gregorio Magno:
«Todo aquel que mira exteriormente de una manera incauta, generalmente incurre en la delectación de pecado, y obligado por los deseos, empieza a querer lo que antes no quiso. Es muy grande la fuerza con que la carne obliga a caer, y, una vez obligada por medio de los ojos, se forma el deseo en el corazón, que apenas puede ya extinguirse con la ayuda de una gran batalla. Debemos, pues, vigilarnos, porque no debe verse aquello que no es lícito desear. Para que la inteligencia pueda conservarse libre de todo mal pensamiento, deben apartarse los ojos de toda mirada lasciva, porque son como los ladrones que nos arrastran a la culpa» (Moralia 21,2).
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Esta es la antigua enseñanza de la Sagrada Escritura, de los Padres y de toda la tradición cristiana, que ya a los comienzos de la Iglesia, teniéndolo todo en contra, venció el impudor de los paganos. La desnudez total o parcial en público –relativamente normales en el mundo grecoromano, en termas, teatros, gimnasios, juegos atléticos y orgías–, fue y ha sido rechazada por la Iglesia siempre y en todo lugar. Volver a ella no indica ningún progreso, no significa recuperar la naturalidad del desnudo y quitarle así su falsa malicia, sino que es una degradación. Es un mal, pues «el mal es la privación de un bien debido» (STh I,48,3), y en este caso el vestido es un bien debido al hombre caído.
La predicación insuficiente del Evangelio del pudor y de la castidad es la causa principal de la degradación creciente de estas virtudes en el mundo y en la Iglesia. Concretamente hoy la Iglesia viene sufriendo en estas materias escándalos muy dañosos. La causa principal de éstos no es la maldad del mundo impúdico circundante, sino el silenciamiento de la doctrina cristiana sobre estas materias, e incluso la aceptación ideológica del impudor como si fuera un progreso de la conciencia moral de la humanidad moderna. Sólo la luz de la verdad de Cristo es la que puede vencer las tinieblas de las mentiras del diablo.
Que la Llena-de-gracia interceda por nosotros.