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12. Matrimonio y adulterio

Jesucristo es el Salvador único del matrimonio. El Hijo eterno de Dios «propter nos homines et propter nostram salutem descendit de cælis. Et incarnatus est». Se hizo hombre para introducir en la raza humana unas fuerzas sobrehumanas de salvación, absolutamente necesarias para levantar al hombre, caído en un mundo miserable de pecado. Es Cristo quien salva todo lo humano, y quien concretamente salva al matrimonio, revelando su verdad maravillosa, lo que era «en el principio»: un vínculo conyugal de amor único, indisoluble y fecundo (Mt 19,3-9; Gén 1,27-28), y dándonos su gracia para poder vivirlo.

Sin Cristo, el matrimonio, como todo lo humano, se defigura, se falsifica, se pudre. Así estaba el matrimonio en el mundo cuando vino el Salvador: adulterio, aborto, infanticidio, divorcio express, equivalente a una poligamia sucesiva, bigamia, poligamia, anticoncepción, repudios de la mujer por cualquier causa –incluso en Israel (Mt 5,31-32)–, concubinatos innumerables –habiendo esclavos y esclavas–, glorificación de la homosexualidad (Rm 1,26-27), hijos sin padre, o con varios «padres» sucesivos… Un horror. Y así está hoy el matrimonio en el mundo, allí donde los hombres se alejan de Cristo. Una miseria.

Con Cristo, el matrimonio se verifica y dignifica, refleja la unidad amorosa de la Trinidad divina, cumple el plan establecido por Dios «en el principio», se hace bello, estable, perdurable, cálido, radiante: imagen de la unión de Cristo con la Iglesia, su Esposa única (Ef 5,32). Así lo han demostrado las familias cristianas durante veinte siglos, y lo siguen mostrando y demostrando hoy los matrimonios que viven de verdad en Cristo. No hay, pues, posible sanación del matrimonio sin conversión a la vida en Cristo, pues «en ningún otro nombre podemos ser salvados» (Hch 4,12). Sólo viviendo en Cristo es posible vivir el matrimonio en toda su plenitud de honestidad, fidelidad y santidad.

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¿Y cómo Cristo nos revela y suscita en nosotros el verdadero matrimonio? Por tres vías confluentes.

«La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de tal modo que ninguno puede subsistir sin los otros. Los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (Vaticano II, Dei Verbum 10). En el entendimiento de estas fuentes de vida cristiana convergentes la Iglesia experimenta al paso de los siglos un desarrollo maravilloso, porque, según la palabra de Cristo, «el Espíritu de la verdad os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16,13).

Pero el desarrollo eclesial en su ortodoxia y ortopráxis es siempre homogéneo, siempre fiel a sí mismo. Como advierte San Vicente de Lerins (+450 ), «este crecimiento debe seguir su propia naturaleza, es decir, debe estar de acuerdo con las líneas del dogma y debe seguir el dinamismo de una única e idéntica doctrina» (Commonitorio cp. 23). Así crece un niño, o un árbol, siempre fiel a su propio ser.

La fidelidad al verdadero matrimonio nos viene, pues, asegurada por la fidelidad a la Escritura, la Tradición y el Magisterio apostólico de la Iglesia. Una ruptura en la historia concreta, por ejemplo, del matrimonio cristiano exige al mismo tiempo una fidelidad tanto a su doctrina, gradualmente desarrollada sobre todo por los Padres y Concilios hasta el día de hoy, como una fidelidad a su disciplina pastoral y canónica, siendo la ortopráxis la expresión práctica de la ortodoxia. Así en los Concilios, en Trento, por ejemplo, acerca de una cuestión, hay unos capítulos de exposición doctrinal, que se expresan finalmente en un conjunto de cánones disciplinarios. Unas enseñanzas o unas disposiciones prácticas que hoy se tomaran acerca del matrimonio cristiano, para ser verdaderas, esto es, salvíficas, habrán de guardar fidelidad no sólo a la tradición doctrinal de la Iglesia, sino también a su tradición práctica pastoral y canónica.

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Cuando hoy intentamos suscitar matrimonios verdaderamente cristianos en un mundo paganizado debemos, pues, recordar la Tradición de la Iglesia. ¿Cómo hicieron los apóstoles para iluminar las tinieblas del mundo greco-romano con la novedad grandiosa del matrimonio cristiano? Y tengamos en cuenta que las tinieblas de la apostasía actual son en no pocas naciones mucho más tenebrosas que las tinieblas del paganismo que hallaron ante sí los Apóstoles… Ellos no rebajaron el ideal evangélico del matrimonio en Cristo para hacer el cristianismo más asequible a los paganos. Consiguieron con su palabra verdadera y con sus normas de vida que en las comunidades cristianas se viviera con normalidad el matrimonio monógamo indisoluble, lo que viene a ser un milagro, no conocido, al menos en forma habitual, en ninguna cultura. Consiguieron establecer de hecho el matrimonio verdadero por primera vez en la historia, viviendo, insisto, en un mundo que en estas materias estaba pervertido como lo está actualmente en las naciones apóstatas, antes cristianas. Siempre denunciaron las degradaciones generalizadas en la sociedad pagana. Siempre suscitaron en los fieles con su predicación el amor al santo matrimonio, inculcándoles al mismo tiempo el horror a los pecados que le son contrarios –adulterio, bigamia, concubinato, anticoncepción, aborto–. Siempre confirmaron la gravedad de la verdad que predicaban con una disciplina eclesial sumamente rigurosa, llegando incluso a aplicar la excomunión, según la enseñanza bien conocida de Cristo y de los apóstoles, cuando era conveniente.

El adulterio, concretamente, es citado en las antiguas listas de pecados entre los más graves, entre los merecedores de las penitencias más severas. Escribe el P. Miguel Nicolau, S. J. (subrayados suyos): Por algunos documentos antiguos «tenemos ya noticia de tres delitos (adulterio y fornicación, homicidio, apostasía o herejía) que revestían particular gravedad. Aun de estos delitos la Iglesia podía conceder el perdón; y llegó a concederlo. Pero es claro que al final del siglo II se había introducido esta severidad práctica con el fin de evitar la repetición de tales pecados. En virtud de este severidad disciplinar (no dogmática, como si fuera imposible el perdón) estos pecados eran pecados reservados, cuyo perdón se difería» para después de cumplido un tiempo de penitencia, que podía durar años» (La reconciliación con Dios y con la Iglesia, ed. Studium, Salamanca 1976, 74; cf. etiam Cyrille Vogel, El pecador y la penitencia en la Iglesia antigua, Ed. Litúrgica española, Barcelona 1968).

San Agustín (+430) considera como pecados capitales, es decir, los más graves y los más generadores de otros pecados, «el sacrilegio, el homicidio, el adulterio, el falso testimonio… Porque quienquiera que sabe que algunos de estos pecados le dominan, si no se enmendare dignamente y no hiciere largo tiempo de penitencia, teniendo espacio, y no diere copiosas limosnas y no se abstuviere de estos pecados, no podrá ser purificado con aquel fuego temporal de que habla el apóstol [1Cor 3,11-15], sino que le atormentará la llama eterna sin remedio alguno» (Sermo 104).

Esa «guerra total» de la Iglesia antigua contra la degradación imperante del matrimonio en la sociedad greco-romana –adulterio, concubinato simple, bigamia, etc.–, esa «determinada determinación» de lograr santos matrimonios cristianos, por la gracia de Cristo Esposo de la Iglesia santa, en medio de un mundo podrido por la lujuria, la avidez de riquezas y placeres, se refleja frecuentemente en los escritos de los autores antiguos y de los Santos Padres.

Ese horror total hacia el adulterio, concretamente, es inculcado en –Tertuliano (+220; De spectaculis 3 y 20), –en las Constituciones de los Apóstoles (380; lib. VII,9: cita el adulterio en segundo lugar, después del homicidio), –en San Agustín (+430; Sermo 351, que también lo cita en segundo lugar), –en San Cesáreo de Arlés (+542): «ante todo guardad la castidad, con la ayuda de Dios, pues está escrito en las Escrituras: “[no os engañéis:…] los adúlteros no heredarán el reino de Dios” (1Cor 6,9), y “a los fornicarios y adúlteros Dios los juzgará”» (Heb 13,4)»; –en fin, en todos los Padres.

Hallamos expresada esa misma actitud pastoral en los cánones conciliares de los más antiguos Concilios. A grandes males, grandes remedios.

Citaré como un ejemplo el Concilio de Elvira (303), que dedica varios cánones (6-11) a combatir entre los cristianos el adulterio con normas muy severas. A la adúltera arrepentida y penitente, se puede darle «la comunión sólo en el lecho de muerte» (10). Pero aquel que ha cumplido la penitencia por su adulterio, «si recae en la impureza: decretamos que le sea negado el viático in articulo mortis» (7). Poco después, el concilio ecuménico de Nicea (325) suaviza esta norma, y ordena que «en peligro de muerte a nadie se le prive del último y más necesario viático» (canon 13). Como vemos, evoluciona la disciplina de la penitencia al paso de los siglos, también en lo referente al matrimonio, pero permanece siempre en la Iglesia una pastoral absolutamente decidida a liberar el matrimonio de las tinieblas del pecado, para establecerlo por la gracia en la luz de Cristo, esposo de la Iglesia.

Y conviene hoy recordar que la Iglesia venció en esta guerra al mundo pecador, y la indisolubilidad del matrimonio monógamo prevaleció comúnmente en el pueblo cristiano. En lo referente al adulterio, ciertamente, no eliminó entre los fieles los adulterios eventuales, cometidos por la debilidad ante la tentación. Pero sí redujo en muy notable medida los adulterios estables, voluntariamente consentidos durante años, pues los adúlteros persistentes adquirían la condición de «pecadores públicos», y quedaban excluídos, entre otras cosas, de la comunión eucarística y de la sepultura eclesiástica.

San Juan Pablo II, en la Familiaris consortio, fiel a la tradición secular de la Iglesia, a su doctrina y disciplina,

exhorta «vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida». Señala en concreto la asistencia a la Misa, la oración, la penitencia, la educación de los hijos, la colaboración en obras buenas. Y sigue diciendo:

«La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos mismos los que impiden que se les admita, ya que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía» (84).

Por eso, aquellas Iglesias locales que hoy padecen una tolerancia comprensiva hacia los «cristianos divorciados vueltos a casar», bajo una apariencia de caridad y benignidad, se alejan indeciblemente de Juan Bautista, de Cristo, de los Apóstoles, de la Iglesia antigua y de la Iglesia de siempre, una, santa, católica y apostólica, haciendo imposible la renovación del matrimonio cristiano en el Evangelio, por tantos medios combatido y hostilizado en nuestro tiempo, incluso por las leyes civiles.

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La trivialización del adulterio es sin duda una de las características de las Iglesias locales más o menos descristianizadas. En ellas, por ejemplo, podremos oír a una madre, cristiana devota y practicante, excusar el adulterio estable de su hija, alegando: «si fracasó su primer matrimonio, tiene derecho a intentar un nuevo matrimonio: tiene derecho a ser feliz». O a un párroco: «una pareja de divorciados vueltos a casar son en mi parroquia –en la catequesis, en las celebraciones litúrgicas, en el consejo pastoral– uno de los matrimonios más activos y ejemplares de la feligresía»…

Al final de los años 60, yo conocí en Chile el caso de un joven casado que se vió abandonado por su esposa. Era un buen cristiano, y durante años vivió solo con dos niños que su mujer le había dejado como recuerdo. Daba con su vida un ejemplo precioso de fidelidad a su vínculo conyugal indisoluble. Colaboraba mucho en la parroquia, y un día el cura –por cierto, centroeuropeo– le dijo que así no podía seguir; que se buscara una buena esposa, que le diera una madre a sus hijos, y que tratase de rehacer su vida. Y este laico, engañado por el sacerdote diabólico –tentador–, terminó, efectivamente, casándose por lo civil. Hizo a un lado la cruz, y dejó así de seguir a Cristo. Por consejo de su párroco.

El escándalo mundial del funeral religioso de Pavarotti (2007) puede considerarse como un caso muy significativo, totalmente impensable en otros tiempos de más fe. Merece la pena que lo recordemos al detalle. En 2009 escribí sobre el tema en mi blog (14-15) más o menos lo que sigue.

La grandiosa catedral de Módena, una de las joyas más preciosas del románico en Europa, en el corazón de la Emilia-Romaña, pocas veces durante sus nueve siglos de existencia se ha visto invadida y rodeada por muchedumbres tan numerosas, unas 50.000 personas, como las que acudieron a ella, encabezadas por una turba de políticos, artistas y periodistas, con ocasión de los funerales de Luciano Pavarotti.

Nacido en Módena, en 1935, fue unos de los más prestigiosos tenores de ópera de su tiempo. Casado con Adua Vereni, de la que tuvo tres hijas, se divorció de ella después de treinta y cuatro años, en 2002, y en 2003, a los sesenta y ocho años de edad, se unió en ceremonia civil con Nicoletta Mantovani, treinta años más joven, con la que convivía desde hacía once años y de la que tuvo una hija. Hubo de pagar por el «cambio», según la prensa, cifras enormes de dinero. Murió en el año 2007 y sus funerales, celebrados en la catedral de su ciudad natal por el Arzobispo de Módena y dieciocho sacerdotes, «fueron exequias propias de un rey». La señorita Mantovani ocupaba el lugar propio de la viuda; aunque también, más retirada, estaba presente la señora Vereni. El Coro Rossini, el canto del Ave Maria (soprano Kabaivanska), del Ave verum Corpus (tenor Bocelli), el sobrevuelo de una escuadrilla de la aviación militar, trazando con sus estelas la bandera italiana, fue todo para los asistentes una apoteosis de emociones. Pero quizá el momento más conmovedor fue cuando el señor Arzobispo leyó un mensaje escrito en nombre de Alice, la hija de cuatro años nacida de la Mantovani: «Papá, me has querido tanto»…

La abominación de la desolación instalada en el altar [Mt 24,15; Mc 13, 14; Dan 9,27; 11,31; 12,11]. El Código de Derecho Canónico manda que «se han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento […] a los pecadores manifiestos, a quienes no pueden concederse las exequias eclesiásticas sin escándalo público de los fieles» (c. 1184). Es verdad que, tal como están las cosas, muchos de los fieles cristianos, curados ya de espanto, no suelen escandalizarse ya por nada, tampoco por ceremonias litúrgicas como ésta, tan sumamente escandalosa. Pero es éste un signo muy malo. Indica la aceptación del pecado como bueno.

En el ambiente de una Iglesia local más o menos relajada en la fe y en las costumbres será normal que los casos de cristianos «divorciados vueltos a casar» sean muy frecuentes. Casos como el funeral de Pavarotti, lógicamente, no causan escándalo. El adulterio no produce ya ningún horror en la comunidad cristiana, y tampoco en sus Pastores. Es algo normal, aceptado.

En este sentido, por otra parte, resulta muy significativo que aquellos Pastores sagrados que hoy con más fuerza exigen la posibilidad de la comunión eucarística para «los divorciados vueltos a casar», con frecuencia presiden Iglesias locales en las que «los adúlteros» se han multiplicado grandemente. Causæ ad invicem sunt causæ… Pero ciertamente no es por esa línea por la que se recupera la maravilla del matrimonio cristiano allí donde se ha ido degradando y falsificando más y más.

Post post.- El ejemplo que he puesto con el adulterio de Pavarotti es el caso de un adulterio muy especialmente indigno e indignante. No suelen ser así la inmensa mayoría de los casos de cristianos divorciados, vueltos a casar. A esa situación han llegado con frecuencia después de muchos errores, pecados, abandono de la oración y los sacramentos, y a través no pocas veces de muchos sufrimientos, huyendo quizá de situaciones sumamente desgraciadas, más que buscando el gozo y el placer. La Iglesia se compadece de ellos como Madre, y les ayuda en todo lo que puede, ora por ellos… y los llama a conversión.