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56. La pureza y la vida según el Espíritu (11-II-81/15-II-81)
1. En los capítulos inmediatamente precedentes hemos analizado dos pasajes tomados de la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y de la primera Carta a los Corintios (12, 18-25), con el fin de mostrar lo que parece ser esencial en la doctrina de San Pablo sobre la pureza, entendida en sentido moral, o sea, como virtud. Si en el texto citado de la primera Carta a los Tesalonicenses se puede comprobar que la pureza consiste en la templanza, sin embargo, en este texto, igual que en la primera Carta a los Corintios, se pone también de relieve la nota del «respeto». Mediante este respeto debido al cuerpo humano (y añadimos que, según la primera Carta a los Corintios, el respeto es considerado precisamente en relación con su componente de pudor), la pureza, como virtud cristiana, en las Cartas paulinas se manifiesta como un camino eficaz para apartarse de lo que en el corazón humano es fruto de la concupiscencia de la carne. La abstención «de la impureza», que implica el mantenimiento del cuerpo «en santidad y respeto», permite deducir que, según la doctrina del Apóstol, la pureza es una «capacidad» centrada en la dignidad del cuerpo, esto es, en la dignidad de la persona en relación con el propio cuerpo, con la feminidad y masculinidad que se manifiesta en este cuerpo. La pureza, entendida como «capacidad» es precisamente expresión y fruto de la vida «según el Espíritu» en el significado pleno de la expresión, es decir, como capacidad nueva del ser humano, en el que da fruto el don del Espíritu Santo. Estas dos dimensiones de la pureza -la dimensión moral, o sea, la virtud, y la dimensión carismática, o sea, el don del Espíritu Santo están presentes y estrechamente ligadas en el mensaje de Pablo. Esto lo pone especialmente de relieve el Apóstol en la primera Carta a los Corintios, en la que llama al cuerpo «templo» (por lo tanto: morada y santuario) del Espíritu Santo.
2. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?», pregunta Pablo a los Corintios (1 Cor 6, 19), después de haberles instruido antes con mucha severidad acerca de las exigencias morales de la pureza. «Huid la fornicación. Cualquier pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo» (ib., 6, 18). La nota peculiar del pecado al que el Apóstol estigmatiza aquí está en el hecho de que este pecado, al contrario de todos los demás, es «contra el cuerpo» (mientras que los otros pecados quedan «fuera del cuerpo»). Así, pues, en la terminología paulina encontramos la motivación para las expresiones «los pecados del cuerpo» o los «pecados carnales». Pecados que están en contraposición precisamente con esa virtud, gracias a la cual el hombre mantiene «el propio cuerpo en santidad y respeto« (cf. 1 Tes 5).
3. Estos pecados llevan consigo la «profanación» del cuerpo: privan al cuerpo de la mujer o del hombre del respeto que se les debe a causa de la dignidad de la persona. Sin embargo, el Apóstol va más allá: según él, el pecado contra el cuerpo es también «profanación del templo». Sobre la dignidad del cuerpo humano, a los ojos de Pablo, no sólo decide el espíritu humano, gracias al cual el hombre es constituido como sujeto personal, sino más aún la realidad sobrenatural que es la morada y la presencia continua del Espíritu Santo en el hombre -en su alma y en su cuerpo- como fruto de la redención realizada por Cristo. De donde se sigue que el «cuerpo» del hombre ya no es solamente «propio». Y no sólo por ser cuerpo de la persona merece ese respeto, cuya manifestación en la conducta recíproca de los hombres, varones y mujeres, constituye la virtud de la pureza. Cuando el Apóstol escribe: «Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que esta en vosotros y habéis recibido de Dios» (1 Cor 6, 19), quiere indicar todavía otra fuente de la dignidad del cuerpo, precisamente el Espíritu Santo, que es también fuente del deber moral que se deriva de esta dignidad.
4. La realidad de la redención, que es también «redención del cuerpo», constituye esta fuente. Para Pablo, este misterio de la fe es una realidad viva, orientada directamente hacia cada uno de los hombres. Por medio de la redención, cada uno de los hombres ha recibido de Dios, nuevamente, su propio ser y su propio cuerpo. Cristo ha impreso en el cuerpo humano -en el cuerpo de cada hombre y de cada mujer- una nueva dignidad, dado que en El mismo el cuerpo humano ha sido admitido, juntamente con el alma, a la unión con la Persona del Hijo-Verbo. Con esta nueva dignidad, mediante la «redención del cuerpo», nace a la vez también una nueva obligación de la que Pablo escribe de modo conciso, pero mucho más impresionante: «Habéis sido comprados a precio» (ib., 6, 2). Efectivamente, el fruto de la redención es el Espíritu Santo, que habita en el hombre y en su cuerpo como en un templo. En este don, que santifica a cada uno de los hombres, el cristiano recibe nuevamente su propio ser como don de Dios. Y este nuevo doble don obliga. El Apóstol hace referencia a esta dimensión de obligación cuando escribe a los creyentes, que son conscientes del don, para convencerles de que no se debe cometer la «impureza», no se debe «pecar contra el propio cuerpo» (ib., 6, 18). Escribe: «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (ib., 6, 13). Es difícil expresar de manera más concreta lo que comporta para cada uno de los creyentes el misterio de la Encarnación. El hecho de que el cuerpo humano venga a ser en Jesucristo cuerpo de Dios-Hombre logra, por este motivo, en cada uno de los hombres, una nueva elevación sobrenatural, que cada cristiano debe tener en cuenta en su comportamiento respecto al «propio» cuerpo y, evidentemente respecto al cuerpo del otro: el hombre hacia la mujer y en la mujer hacia el hombre. La redención del cuerpo comporta la institución en Cristo y por Cristo de una nueva medida de la santidad del cuerpo. A esta santidad precisamente se refiere Pablo en la primera carta de los Tesalonicenses (4, 3-5), cuando habla de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto».
5. En el capítulo 6 de la primera Carta a los Corintios, en cambio, Pablo precisa la verdad sobre la santidad del cuerpo, estigmatizando con palabras incluso drásticas la «impureza», esto es, el pecado contra la santidad del cuerpo, el pecado de la «impureza»: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios! ¿No sabéis que quien se allega a una meretriz se hace un cuerpo con ella? Porque serán dos, dice, en una carne. Pero el que se allega al Señor se hace un espíritu con El» (1 Cor 6 15-17). Si la pureza, según la enseñanza paulina, es un aspecto de la «vida según el Espíritu», esto quiere decir que en ella fructifica el misterio de la redención del cuerpo como parte del misterio de Cristo, comenzado en la Encarnación y, a través de ella, dirigido ya a cada uno de los hombres. Este misterio fructifica también en la pureza entendida como un empeño particular fundado sobre la ética. El hecho de que hayamos «sido comprados a precio» (1 Cor 6, 20), esto es, al precio de la redención de Cristo, hace surgir precisamente un compromiso especial, o sea, el deber de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto». La conciencia de la redención del cuerpo actúa en la voluntad humana en favor de la abstención de la «impureza», más aún, actúa a fin de hacer conseguir una apropiada habilidad o capacidad, llamada virtud de la pureza.
Lo que resulta de las palabras de la primera Carta a los Corintios (6, 15-17) acerca de la enseñanza de Pablo sobre la virtud de la pureza como realización de la vida «según el Espíritu», es de una profundidad particular y tiene la fuerza del realismo sobrenatural de la fe. Es necesario que volvamos a reflexionar sobre este tema más de una vez.
57. La doctrina paulina sobre la pureza (18-III-81/22-III-81)
1. En el capítulo anterior centramos la atención sobre el pasaje de la primera Carta a los Corintios, en el que San Pablo llama al cuerpo humano «templo del Espíritu Santo» Escribe: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados a precio» (1 Cor 6, 19-20). «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (1 Cor 6, 15). El Apóstol señala el misterio de la «redención del cuerpo», realizado por Cristo, como fuente de un particular deber moral, que compromete a los cristianos a la pureza, a ésa que el mismo Pablo define en otro lugar como la exigencia de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4, 4).
2. Sin embargo, no descubriremos hasta el fondo la riqueza del pensamiento contenido en los textos paulinos, si no tenemos en cuenta que el misterio de la redención fructifica en el hombre también de modo carismático. El Espíritu Santo que, según las palabras del Apóstol, entra en el cuerpo humano como en el propio «templo», habita en él y obra con sus dones espirituales. Entre estos dones, conocidos en la historia de la espiritualidad como los siete dones del Espíritu Santo (cf. Is 11, 2, según los Setenta y la Vulgata), el más apropiado a la virtud de la pureza parece ser el don de la «piedad» (eusebeia, donum pietatis) (1). Si la pureza dispone al hombre a «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto», como leemos en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5), la piedad, que es don del Espíritu Santo; parece servir de modo particular a la pureza, sensibilizando al sujeto humano para esa dignidad que es propia del cuerpo humano en virtud del misterio de la creación y de la redención. Gracias al don de la piedad, las palabras de Pablo: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros... y que no os pertenecéis?», adquieren la elocuencia de una experiencia y se convierten en viva y vivida verdad en las acciones. Abren también el acceso pleno a la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo y de la libertad del don vinculada con él, en la cual se descubre el rostro profundo de la pureza y su conexión orgánica con el amor.
3. Aunque el mandamiento del propio cuerpo «en santidad y respeto» se forme mediante la abstención de la «impureza» -y este camino es indispensable-, sin embargo, fructifica siempre en la experiencia más profunda de ese amor que ha sido grabado desde el «principio», según la imagen y semejanza de Dios mismo, en todo el ser humano y, por lo tanto, también en su cuerpo. Por esto, San Pablo termina su argumentación de la primera Carta a los Corintios en el capítulo 6 con una significativa exhortación: «Glorificas, pues a Dios en vuestro cuerpo» (v. 20). La pureza como virtud, o sea, capacidad de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto», aliada con el don de la piedad, como fruto de la inhabitación del Espíritu Santo en el «templo» del cuerpo, realiza en él una plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios mismo es glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano, a través del cual se manifiestan la masculinidad y la feminidad. De la pureza brota esa belleza singular que penetra cada una de las esferas de la convivencia recíproca de los hombres y permite expresar en ella la sencillez y la profundidad, la cordialidad y la autenticidad irrepetible de la confianza personal. (Quizá tendremos más tarde ocasión para tratar ampliamente este tema. El vínculo de la pureza con el amor y también la conexión de la misma pureza en el amor con el don del Espíritu Santo que es la piedad, constituye una trama poco conocida por la teología del cuerpo, que, sin embargo, merece una profundización particular. Esto podrá realizarse en el curso de los análisis que se refieren a la sacramentalidad del matrimonio).
4. Y ahora una breve referencia al Antiguo Testamento. La doctrina paulina acerca de la pureza, entendida como «vida según el Espíritu», parece indicar una cierta continuidad con relación a los libros «sapianciales» del Antiguo Testamento. Allí encontramos, por ejemplo, la siguiente oración para obtener la pureza en los pensamientos, palabras y obras: «Señor, Padre y Dios de mi vida... No se adueñen de mí los placeres libidinosos y de la sensualidad y no me entregues al deseo lascivo» (Sir 23, 4-6). Efectivamente, la pureza es condición para encontrar la sabiduría y para seguirla, como leemos en el mismo libro: «Hacia ella (esto es, a la sabiduría) enderecé mi alma y en la pureza la he encontrado» (Sir 51, 20). Además, se podría también, de algún modo, tener en consideración el texto del libro de la Sabiduría (8, 21) conocido por la liturgia en la versión de la Vulgata: «Scivi quoniam alitar non possum esse continens, nisi Deus det; at hoc ipsum orat sapientias, scire, cuius esset hoc donum» (2).
Según este concepto, no es tanto la pureza condición de la sabiduría, cuanto sería la sabiduría condición de la pureza, como de un don particular de Dios. Parece que ya en los textos sapienciales, antes citados, se delinea el doble significado de la pureza: como virtud y como don. La virtud esta al servicio de la sabiduría, y la sabiduría predispone a acoger el don que proviene de Dios. Este don fortalece la virtud y permite gozar, en la sabiduría, los frutos de una conducta y de una vida que sean puras.
5. Como Cristo en su bienaventuranza del sermón de la montaña, la que se refiere a los «puros de corazón», pone de relieve la «visión de Dios», fruto de la pureza y en perspectiva escatológica, así Pablo, a su vez, pone de relieve su irradiación en las dimensiones de la temporalidad, cuando escribe: «Todo es limpio para los limpios, mas para los impuros y para los infieles nada hay puro, porque su mente y su conciencia están contaminadas. Alardean de conocer a Dios, pero con las obras le niegan...» (Tit 1, 15 ss.). Estas palabras pueden referirse también a la pureza, en sentido general y específico, como a la nota característica de todo bien moral. Para la concepción paulina de la pureza, en el sentido del que hablan la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y la primera Carta a los Corintios (6, 13-20), esto es, en el sentido de la «vida según el Espíritu», parece ser fundamental -como resulta del conjunto de nuestras consideraciones- la antropología del nacer de nuevo en el Espíritu Santo (cf. también Jn 3, 5 ss.). Esta antropología crece de las raíces hundidas en la realidad de la redención del cuerpo, realizada por Cristo: redención cuya expresión última es la resurrección. Hay razones profundas para unir toda la temática de la pureza a las palabras del Evangelio, en las que Cristo se remite a la resurrección (y esto constituirá el tema de la ulterior etapa de nuestras consideraciones). Aquí la hemos colocado sobre todo en relación con el ethos de la redención del cuerpo.
6. El modo de entender y de presentar la pureza -heredado de la tradición del Antiguo Testamento y característico de los libros «sapienciales»- era ciertamente una preparación indirecta, pero también real, a la doctrina paulina acerca de la pureza entendida como «vida según el Espíritu». Sin duda, ese modo facilitaba también a muchos oyentes del sermón de la montaña la comprensión de las palabras de Cristo cuando, al explicar el mandamiento «no adulterarás», se remitía al «corazón» humano. El conjunto de nuestras reflexiones ha podido demostrar de este modo, al menos en cierta medida, con cuánta riqueza y con cuánta profundidad, se distingue la doctrina sobre la pureza en sus mismas fuentes bíblicas y evangélicas.
(1) La eusebeia o pietas en el período helenístico romano se refería generalmente a la veneración de los dioses (como «devoción»), pero convservaba todavía el sentido primitivo más amplio del respeto a las estructuras vitales.
La eusebeia definía el comportamiento recíproco de los consanguíneos, las relaciones entre los cónyugues, y también la actitud debida por las legiones al César y por los esclavos o los amos.
En el Nuevo Testamento, solamente los escritos más tardíos aplican la eusebeia a los cristianos; en los escritos más antiguos este término caracteriza a los «buenos paganos» (Act 10, 2, 7; 17, 23).
Y así la eusebeía helénica, como también el «donum pietatis», aun refiriéndose indudablemente a la veneración divina, cuentan con una amplia base en la connotación de las relaciones interhumanas (cf. W. Foerster, art. eusebeia en: «Thelogica: Dictionary or the New Testament», ed. G. Kittel G. Bromiley, vol. VII, Grand Rapids 1971, Erdimans, págs. 177-182).
(2) Esta versión de la Vulgata, conservada por la Neo-Vulgata y por la liturgia, citada bastantes veces por Agustín (De S. Virg., par. 43: Confess. VI, ll; X, 29; Serm. CLX, 7), cambia, sin embargo, el sentido del original griego, que se traduce así: «Sabiendo que no la habría obtenido de otro modo (= la Sabiduría), si Dios no me la hubiese concedido..)».
58. Función positiva de la pureza del corazón (1-IV-81/5-IV-81)
1. Antes de concluir el ciclo de consideraciones concernientes a las palabras pronunciadas por Jesucristo en el sermón de la montaña, es necesario recordar una vez más estas palabras y volver a tomar sumaríamente el hilo de las ideas, del cual constituyen la base. Así dice Jesús: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Se trata de palabras sintéticas que exigen una reflexión profunda, análogamente a las palabras con que Cristo se remitió al «principio». A los fariseos, los cuales -apelando a la ley de Moisés que admitía el llamado libelo de repudio-, le habían preguntado: «¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?», El respondió: «¿No habéis leido que al principio el Creador los hizo varón y mujer?... Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne... Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 3-6). También estas palabras han requerido una reflexión profunda, para sacar toda la riqueza que encierran. Una reflexión de este género nos ha permitido delinear la auténtica teología del cuerpo.
2. Siguiendo la referencia al «principio» hecha por Cristo, hemos dedicado una serie de reflexiones a los textos relativos del libro del Génesis, que tratan precisamente de ese «principio». De los análisis hechos, «ha surgido no sólo una imagen de la situación del «hombre -varón y mujer- en el estado de inocencia originaria, sino también la base teológica de la verdad del hombre y de su particular vocación que brota del misterio eterno de la persona: imagen de Dios, encarnada en el hecho visible y corpóreo de la masculinidad o feminidad de la persona humana. Esta verdad está en la base de la respuesta dada por Cristo en relación al carácter del matrimonio y en particular a su indisolubilidad. Es la verdad sobre el hombre, verdad que hunde sus raíces en el estado de inocencia originaria, verdad que es necesario entender, por lo tanto, en el contexto de la situación anterior al pecado, tal como hemos tratado de hacer en el ciclo precedente de nuestras reflexiones.
3. Sin embargo, al mismo tiempo, es necesario considerar, entender e interpretar la misma verdad fundamental sobre el hombre, su ser varón y mujer, bajo el prisma de otra situación: esto es, de la que se formó mediante la ruptura de la primera alianza con el Creador, o sea, mediante el pecado original. Conviene ver esta verdad sobre el hombre -varón y mujer- en el contexto de su estado de pecado hereditario. Y precisamente aquí nos encontramos con el enunciado de Cristo en el sermón de la montaña. Es obvio que en la Sagrada Escritura de la Antigua y de la Nueva Alianza hay muchas narraciones, frases y palabras que confirman la misma verdad, es decir, que el hombre «histórico» lleva consigo la heredad del pecado original; no obstante, las palabras de Cristo, pronunciadas en el sermón de la montaña, parecen tener -dentro de su concisa enunciación- una elocuencia particularmente densa. Lo demuestran los análisis hechos anteriormente, que han desvelado gradualmente lo que se encierra en estas palabras. Para esclarecer las afirmaciones concernientes a la concupiscencia, es necesario captar el significado bíblico de la concupiscencia misma -de la triple concupiscencia- y principalmente de la concupiscencia de la carne. Entonces, poco a poco, se llega a entender por qué Jesús define esa concupiscencia (precisamente: el «mirar para desear») como «adulterio cometido en el corazón». Al hacer los análisis relativos hemos tratado, al mismo tiempo, de comprender el significado que tenían las palabras de Cristo para sus oyentes inmediatos, educados en la tradición del Antiguo Testamento, es decir, en la tradición de los textos legislativos, como también proféticos y «sapiesenciales»; y además, el significado que pueden tener las palabras de Cristo para el hombre de toda otra época, y en particular para el hombre contemporáneo, considerando sus diversos conocimientos culturales. Efectivamente, estamos persuadidos de que estas palabras, en su contenido esencial, se refieren al hombre de todos los lugares y de todos los tiempos. En esto consiste también su valor sintético: anuncian a cada uno la verdad que es válida y sustancial para él.
4. ¿Cuál es esta verdad? Indudablemente, es una verdad de carácter ético y, en definitiva, pues, una verdad de carácter normativo, lo mismo que es normativa la verdad contenida en el mandamiento: «No adulterarás». La interpretación de este mandamiento, hecha por Cristo, indica el mal que es necesario evitar y vencer -precisamente el mal de la concupiscencia de la carne- y, al mismo tiempo, señala el bien al que abre el camino la superación de los deseos. Este bien es la «pureza de corazón», de la que habla Cristo en el mismo contexto del sermón de la montaña. Desde el punto de vista bíblico, la «pureza del corazón» significa la libertad de todo género de pecado o de culpa y no sólo de los pecados que se refieren a la «concupiscencia de la carne». Sin embargo, aquí nos ocupamos de modo particular de uno de los aspectos de esa «pureza», que constituye lo contraria del adulterio «cometido en el corazón». Si esa «pureza de corazón», de la que tratamos, se entiende según el pensamiento de San Pablo, como «vida según el Espíritu», entonces el contexto paulino nos ofrece una imagen completa del contenido encerrado en las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña. Contienen una verdad de naturaleza ética, ponen en guardia contra el mal e indican el bien moral de la conducta humana, más aún, orientan a los oyentes a evitar el mal de la concupiscencia y a adquirir la pureza de corazón. Estas palabras tienen, pues, un significado normativo y, al mismo tiempo, indicativo. Al orientar hacia el bien de la «pureza de corazón», indican, a la vez, los valores a los que el corazón humano puede y debe aspirar.
5. De aquí la pregunta: ¿Qué verdad, válida para todo hombre, se contiene en las palabras de Cristo? Debemos responder que en ellas se encierra no sólo una verdad ética, sino también la verdad esencial sobre el hombre, la verdad antropológica. Precisamente, por esto, nos remontamos a estas palabras al formular aquí la teología del cuerpo, en íntima relación y, por decirlo así, en la perspectiva de las palabras precedentes, en las que Cristo se había referido al «principio». Se puede afirmar que, con su expresiva elocuencia evangélica, se llama la atención, en cierto sentido, a la conciencia del hombre de la concupiscencia, presentándole el hombre de la inocencia originaria. Pero las palabras de Cristo son realistas. No tratan de hacer volver el corazón humano al estado de inocencia originaria, que el hombre dejo ya detrás de sí en el momento en que cometió el pecado original; le señalan, en cambio, el camino hacia una pureza de corazón, que le es posible y accesible también en la situación de estado hereditario de pecado. Esta es la pureza del «hombre de la concupiscencia» que, sin embargo, está inspirado por la palabra del Evangelio y abierto a la «vida según el Espíritu» (en conformidad con las palabras de San Pablo), esto es, la pureza del hombre de la concupiscencia que está envuelto totalmente por la «redención del cuerpo» realizada por Cristo. Precisamente por esto en las palabras del sermón de la montaña encontramos la llamada al «corazón», es decir, al hombre interior. El hombre interior debe abrirse a la vida según el Espíritu, para que participe de la pureza de corazón evangélica: para que vuelva a encontrar y realice el valor del cuerpo, liberado de los vínculos de la concupiscencia mediante la redención.
El significado normativo de las palabras de Cristo esta profundamente arraigado en su significado antropológico, en la dimensión de la interioridad humana.
6. Según la doctrina evangélica, desarrollada de modo tan estupendo en las Cartas paulinas, la pureza no es sólo abstenerse de la impureza (cf. 1 Tes 4, 3), o sea, la templanza, sino que, al mismo tiempo, abre también camino a un descubrimiento cada vez más perfecto de la dignidad del cuerpo humano; la cual está orgánicamente relacionada con la libertad del don de la persona en la autenticidad integral de su subjetividad personal, masculina o femenina. De este modo, la pureza, en el sentido de la templanza, madura en el corazón del hombre que cultiva y tiende a descubrir y a afirmar el sentido esponsalicio del cuerpo en su verdad integral. Precisamente esta verdad debe ser conocida interiormente; en cierto sentido, debe ser «sentida con el corazón», para que las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer -e incluso la simple mirada- vuelvan a adquirir ese contenido auténticamente esponsalicio de sus significados. Y precisamente este contenido se indica en el Evangelio por la «pureza de corazón».
7. Si en la experiencia interior del hombre (esto es, del hombre de la concupiscencia) la «templanza» se delinea, por decirlo así, como función negativa, el análisis de las palabras de Cristo pronunciadas en el sermón de la montaña y unidas con los textos de San Pablo nos permite trasladar este significado hacia la función positiva de la pureza de corazón. En la pureza plena el hombre goza de los frutos de la victoria obtenida sobre la concupiscencia, victoria de la que escribe San Pablo, exhortando a «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4, 4). Más aun, precisamente en una pureza, tan madura, se manifiesta en parte la eficacia del don del Espíritu Santo, de quien el cuerpo humano es «templo» (cf, 1 Cor 6, 19). Este don es sobre todo el de la piedad (donum pietatis), que restituye a la experiencia del cuerpo -especialmente cuando se trata de la esfera de las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer- toda su sencillez, su limpidez e incluso su alegría interior. Este es, como puede verse, un clima espiritual, muy diverso de la «pasión y libídine», de las que escribe San Pablo (y que por otra parte, conocemos por los análisis precedentes; baste recordar al Siracida 26, 13. 15-18). Efectivamente, una cosa es la satisfacción de las pasiones, y otra la alegría que el hombre encuentra en poseerse mas plenamente a sí mismo, pudiendo convertirse de este modo también mas plenamente en un verdadero don para otra persona.
Las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, orientan al corazón humano precisamente hacia esta alegría. Es necesario que a esas palabras nos confiemos nosotros mismos, los propios pensamientos y las propias acciones, para encontrar la alegría y para donarla a los demás.
59. La dignidad del matrimonio y de la familia (8-IV-81/12-IV-81)
1. Nos conviene concluir ya las reflexiones y los análisis basados en las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, con las cuales apeló al corazón humano, exhortándole a la pureza: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Hemos dicho repetidas veces que estas palabras, pronunciadas una vez a los determinados oyentes de ese sermón, se refieren al hombre de todo tiempo y lugar, y apelan al corazón humano, en el que se inscribe la más íntima y, en cierto sentido, la más esencial trama de la historia. Es la historia del bien y del mal (cuyo comienzo está unido, en el libro del Génesis, con el misterioso árbol de la ciencia del bien y del mal) y, al mismo tiempo, es la historia de la salvación, cuya palabra es el Evangelio, y cuya fuerza es el Espíritu Santo, dado a los que acogen el Evangelio con corazón sincero.
2. Si la llamada de Cristo al «corazón» humano, y antes aún, su referencia al «principio» nos permite construir, o al menos, delinear una antropología, que podemos llamar «teología del cuerpo», ésta teología es, a la «vez, pedagogía. La pedagogía tiende a educar al hombre, poniendo ante el las exigencias motivándolas e indicando los caminos que llevan a su realización. Los enunciados de Cristo también tienen este fin: se trata de enunciados «pedagógicos». Contienen una pedagogía del cuerpo, expresada de modo conciso y, al mismo tiempo, muy completo. Tanto la respuesta dada a los fariseos con relación a la indisolubilidad del matrimonio, como las palabras del sermón de la montaña que se refieren al dominio de la concupiscencia, demuestran -al menos indirectamente- que el Creador ha asignado al hombre como tarea el cuerpo, su masculinidad y feminidad; y que en la masculinidad y feminidad le ha asignado, en cierto sentido, como tarea su humanidad, la dignidad de la persona y también el signo transparente de la «comunión» interpersonal, en la que el hombre se realiza a sí mismo a través del auténtico don de sí. Al poner ante el hombre las exigencias conformes a las tareas que le han sido confiadas el Creador indica, a la vez, al hombre, varón y mujer, los caminos que llevan a asumirlas y a realizarlas.
3. Analizando estos textos-clave de la Biblia hasta la raíz misma de los significados que encierran, descubrimos precisamente esa antropología que puede llamarse «teología del cuerpo». Y esta teología del cuerpo funda después el método más apropiado de la pedagogía del cuerpo, es decir, de la educación (más aún, de la autoeducación) del hombre. Esto adquiere una actualidad particular para el hombre contemporáneo, cuyos conocimientos en el campo de la biofisiología y de la biomedicina han progresado mucho. Sin embargo, esta ciencia trata al hombre bajo un determinado «aspecto» y, por lo tanto, es más bien parcial que global. Conocemos bien las funciones del cuerpo como organismo, las funciones vinculadas a la masculinidad y a la feminidad de la persona humana. Pero esta ciencia de por sí no desarrolla todavía la conciencia del cuerpo como signo de la persona, como manifestación del espíritu. Todo el desarrollo de la ciencia contemporánea que se refiere al cuerpo como organismo, tiene más bien carácter de conocimiento biológico, porque está basado sobre la separación, en el hombre, entre lo que en él es corpóreo y lo que es espiritual. Al servirse de un conocimiento tan unilateral de las funciones del cuerpo como organismo no es difícil llegar a tratar el cuerpo, de manera más o menos sistemática, como objeto de manipulación; en este caso el hombre deja, por así decirlo, de identificarse subjetivamente con el propio cuerpo, porque se le priva del significado y de la dignidad que se derivan del hecho de que este cuerpo es precisamente de la persona. Nos hallamos aquí en la frontera de problemas que frecuentemente exigen soluciones fundamentales, imposibles sin una visión integral del hombre.
4. Precisamente aquí aparece claro que la teología del cuerpo, cual nace de esos textos-clave de las palabras de Cristo, se convierte en el método fundamental de la pedagogía, o sea, de la educación del hombre desde el punto de vista del cuerpo en la plena consideración de su masculinidad y feminidad. Esa pedagogía puede ser entendida bajo el aspecto de una específica «espiritualidad del cuerpo«; efectivamente, el cuerpo, en su masculinidad o feminidad, es dado como tarea al espíritu humano (lo que de modo estupendo ha sido expresado por San Pablo en el lenguaje que le es propio) y por medio de una adecuada madurez del espíritu se convierte también el en signo de la persona, de lo que la persona es consciente, y en auténtica «materia» en la comunión de las personas. En otros términos: el hombre, a través de su madurez espiritual, descubre el significado esponsalicio del propio cuerpo. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña indican que la concupiscencia de por sí, no revela al hombre ese significado, sino que, al contrario, lo ofusca y oscurece. El conocimiento puramente «biológico» de las funciones del cuerpo como organismo unidas con la masculinidad y feminidad de la persona humana, es capaz de ayudar a descubrir el auténtico significado esponsalicio del cuerpo, solamente si va unido a una adecuada madurez espiritual de la persona humana. Sin esto, ese conocimiento puede tener efectos incluso opuestos; y esto lo confirman múltiples experiencias de nuestro tiempo.
5. Desde este punto de vista es necesario considerar con perspicacia las enunciaciones de la Iglesia contemporánea. Su adecuada comprensión e interpretación como también su aplicación práctica (esto es precisamente, la pedagogía) requiere esa profunda teología del cuerpo que, en definitiva, ponemos de relieve sobre todo con las palabras-clave de Cristo. En cuanto a las enunciaciones contemporáneas de la Iglesia, es necesario conocer el capítulo titulado «dignidad del matrimonio y de la familia y su valoración», de la Constitución pastoral del Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, parte II, cap. I) y, sucesivamente, de la Encíclica de Pablo VI Humanæ vitæ. Sin duda alguna, las palabras de Cristo, a cuyo análisis hemos dedicado mucho espacio, no tenían otro fin que la valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia; de donde se deduce la convergencia fundamental entre ellas y el contenido de los dos mencionados documentos de la Iglesia contemporánea. Cristo hablaba al hombre de todo tiempo y lugar; las enunciaciones de la Iglesia tienden a actualizar las palabras de Cristo y, por esto, deben interpretarse según la clave de esa teología y de esa pedagogía, que encuentran raíz y apoyo en las palabras de Cristo.
Es difícil realizar un análisis global de los citados documentos del Magisterio supremo de la Iglesia. Nos limitaremos a entresacar algunos pasajes de ellos. He aquí de qué modo el Vaticano II -al poner entre los problemas más urgentes de la Iglesia en el mundo contemporáneo «la valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia»- caracteriza la situación existente en este ámbito: «La dignidad de esta institución (es decir, del matrimonio y de la familia) no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones, es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación» (Gaudium et spes, 47). Pablo VI, al exponer en la Encíclica Humanæ vitæ este último problema, escribe entre otras cosas: «Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y (...) llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoísta y no como a compañera, respetada y amada» (Humanæ vitæ, 17).
¿Acaso nos encontramos ahora en la órbita de la misma urgencia, que en otra ocasión provocó las palabras de Cristo sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, como también las del sermón de la montaña, relativas a la pureza de corazón y al dominio de la concupiscencia de la carne, palabras que desarrollo más tarde con tanta perspicacia el Apóstol Pablo?
6. En la misma línea el autor de la Encíclica Humanæ vitæ, al hablar de las exigencias propias de la moral cristiana presenta, al mismo tiempo, la posibilidad de cumplirlas, cuando escribe: «El dominio del instinto mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética -Pablo VI utiliza este término-, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Pero esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo (precisamente este esfuerzo ha sido llamado antes ‘ascesis’), pero, gracias a su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegrarnente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales.. Favorece la atención hacia el otro cónyuge, ayuda a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y hace profundizar más su sentido de responsabilidad...» (Humanæ vitæ, 21).
7. Detengámonos en estos pocos pasajes. Ellos -especialmente el último- demuestran de manera clara cuán indispensable es, para una comprensión adecuada de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia contemporánea, esa teología del cuerpo, cuyas bases hemos buscado sobre todo en las palabras de Cristo mismo. Precisamente la teología del cuerpo -como ya hemos dicho- se convierte en el método fundamental de toda la pedagogía cristiana del cuerpo. Haciendo referencia a las palabras citadas, se puede afirmar que el fin de la pedagogía del cuerpo está precisamente en hacer, ciertamente, que «las manifestaciones afectivas» -sobre todo las «propias de la vida conyugal»- estén en conformidad con el orden moral, o sea, en definitiva, con la dignidad de las personas. En estas palabras retorna el problema de la relación recíproca entre el «eros» y el «ethos», de los que ya hemos tratado. La teología, entendida como método de la pedagogía del cuerpo, nos prepara también a las reflexiones ulteriores sobre la sacramentalidad de la vida humana y, en particular de la vida matrimonial.
El Evangelio de la pureza de corazón, ayer y hoy: al concluir con esta frase el presente ciclo de nuestras consideraciones -antes de pasar al ciclo sucesivo, en el que la base de los análisis serán las palabras de Cristo sobre la resurrección del cuerpo-, deseamos dedicar todavía un poco de atención a la «necesidad de crear un clima favorable a la educación de la castidad», de la que trata la Encíclica de Pablo VI (cf. Humanæ vitæ, 22), y queremos centrar estas observaciones sobre el problema del ethos del cuerpo en las obras de la cultura artística, con referencia especial a las situaciones que encontramos en la vida contemporánea.
60. El cuerpo humano en la obra de arte (15-IV-81/19-IV-81)
1. En nuestras reflexiones precedentes -tanto en el ámbito de las palabras de Cristo en las que El hace referencia al «principio», como en el ámbito del sermón de la montaña, esto es, cuando El se remite al «corazón» humano- hemos tratado de hacer ver, de modo sistemático, cómo la dimensión de la subjetividad personal del hombre es elemento indispensable, presente en la hermenéutica teológica, que debemos descubrir y presuponer en la base del problema del cuerpo humano. Por lo tanto, no sólo la realidad objetiva del cuerpo, sino todavía mucho más, como parece, la conciencia subjetiva y también la «experiencia» subjetiva del cuerpo entran, constantemente, en la estructura de los textos bíblicos, y por esto, requieren ser tenidos en consideración y hallar su reflejo en la teología. En consecuencia, la hermenéutica teológica debe tener siempre en cuenta estos dos aspectos. No podemos considerar al cuerpo como una realidad objetiva fuera de la subjetividad personal del hombre, de los seres humanos: varones y mujeres. Casi todos los problemas del «ethos del cuerpo» están vinculados, al mismo tiempo, a su identificación ontológica como cuerpo de la persona, y al contenido y calidad de la experiencia subjetiva, es decir, al tiempo mismo del «vivir», tanto del propio cuerpo como en las relaciones interhumanas, y particularmente en esta perenne, relación «varón-mujer». También las palabras de la primera Carta a los Tesalonicenses con las que el autor exhorta a «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (esto es, todo el problema de la «pureza de corazón») indican, sin duda alguna, estas dos dimensiones.
2. Se trata de dimensiones que se refieren directamente a los hombres concretos, vivos, a sus actitudes y comportamientos. Las obras de la cultura, especialmente del arte, logran ciertamente que esas dimensiones de «ser cuerpo» y de tener experiencia del cuerpo», se extiendan, en cierto sentido, fuera de estos hombres vivos. El hombre se encuentra con la «realidad del cuerpo» y «tiene experiencia del cuerpo» incluso cuando éste se convierte en un tema de la actividad creativa, en una obra de arte, en un contenido de la cultura. Pues bien, por lo general es necesario reconocer que este contacto se realiza en el plano de la experiencia estética, donde se trata de contemplar la obra de arte (en griego aisthánormai: miro, observo) -y, por lo tanto, en el caso concreto, se trata del cuerpo objetivizado, fuera de su identidad ontológica, de modo diverso y según criterios propios de la actividad artística-, sin embargo el hombre que es admitido a tener esta visión está, a priori, muy profundamente unido al significado del prototipo, o sea, modelo, que en este caso es él mismo: -el hombre vivo y el cuerpo humano vivo- para que pueda distanciar y separar completamente ese acto, sustancialmente estético, de la obra en sí y de su contemplación, gracias a esos dinamismos o reacciones de comportamiento y de valoraciones, que dirigen esa experiencia primera y ese primer modo de vivir. Este mirar, por su naturaleza, «estético» no puede, en la conciencia subjetiva del hombre, quedar totalmente aislado de ese «mirar» del que habla Cristo en el sermón de la montaña: al poner en guardia contra la concupiscencia.
3. Así, pues, toda la esfera de las experiencias estéticas se encuentra, al mismo tiempo, en el ámbito del ethos del cuerpo. Justamente, pues, es necesario pensar también aquí en la necesidad de crear un clima favorable a la pureza; efectivamente, este clima puede estar amenazado no sólo en el modo mismo en que se desarrollan las relaciones y la convivencia de los hombres vivos, sino también en el ámbito de las objetivizaciones propias de las obras de cultura, en el ámbito de las comunicaciones sociales: cuando se trata de la palabra hablada o escrita; en el ámbito de la imagen, es decir, de la representación o de la visión, tanto en el significado tradicional de este término, como en el contemporáneo. De este modo llegamos a los diversos campos y productos de la cultura artística, plástica, de espectáculo, incluso la que se basa en técnicas audiovisuales contemporáneas. En esta área, amplia y bien diferenciada es preciso que nos planteemos una pregunta a la luz del ethos del cuerpo, delineado en los análisis hechos hasta ahora sobre el cuerpo humano como objeto de cultura.
4. Ante todo, se constata que el cuerpo humano es perenne objeto de cultura, en el significado más amplio del término, por la sencilla razón de que el hombre mismo es sujeto de cultura, y en su actividad cultural y creativa él compromete su humanidad, incluyendo, por esto, en esta actividad incluso su cuerpo Pero en las presentes reflexiones debemos restringir el concepto de «objeto de cultura», limitándonos al concepto entendido como «tema» de las obras de cultura y, en particular, de las obras de arte. En definitiva, se trata de la «tematización», o sea, de la «objetivación» del cuerpo en estas obras. Sin embargo, es necesario hacer aquí inmediatamente algunas distinciones, aunque sólo sea a modo de ejemplo. Una cosa es el cuerpo humano vivo: del hombre y de la mujer, que, de por sí, crea el objeto de arte y la obra de arte (como por ejemplo, en el centro, en el ballet y, hasta cierto punto, también durante un concierto), y otra cosa es el cuerpo como modelo de la obra de arte, como en las artes plásticas, escultura o pintura. ¿Se puede colocar en el mismo rango también el filme o el arte fotográfico en sentido amplio? Parece que si, aunque desde el punto de vista del cuerpo como objeto-tema se verifique, en este caso, una diferencia bastante esencial. En la pintura o escultura el hombre-cuerpo es siempre un modelo, sometido a la elaboración específica por parte del artista. En el filme, y todavía más en el arte fotográfico, el modelo no es transfigurado, sino que se reproduce al hombre vivo: y en tal caso el hombre, el cuerpo humano, no es modelo para la obra de arte, sino objeto de una reproducción obtenida mediante técnicas apropiadas.
5. Es necesario señalar ya desde ahora que dicha distinción es importante desde el punto de vista del ethos del cuerpo, en las obras de cultura. Y añadimos también inmediatamente que la reproducción artística, cuando se convierte en contenido de la representación y de la transmisión (televisiva o cinematográfica), pierde, en cierto sentido, su contacto fundamental con el hombre-cuerpo, del cual es reproducción, y muy frecuentemente se convierte en un objeto «anónimo», tal como es, por ejemplo, una fotografía anónima publicada en las revistas ilustradas, o una imagen difundida en las pantallas de todo el mundo. Este anonimato es el efecto de la «propagación» de la imagen, reproducción del cuerpo humano, objetivizado antes con la ayuda de las técnicas de reproducción, que -como hemos recordado antes- parece diferenciarse esencialmente de la transfiguración del modelo típico de la obra de arte, sobre todo en las artes plásticas. Ahora bien, esta anonimato (que, por otra parte, es un modo de «velar» u «ocultar» la identidad de la persona reproducida), constituye también un problema específico desde el punto de vista del ethos del cuerpo humano en las obras de cultura y especialmente en las obras contemporáneas de la llamada cultura de masas.
Limitémonos hoy a estas consideraciones preliminares, que tienen un significado fundamental para el ethos del cuerpo humano en las obras de la cultura artística. Sucesivamente estas consideraciones nos harán conscientes de lo muy estrechamente ligadas que están a las palabras que Cristo pronunció en el sermón de la montaña, comparando el «mirar para desear» con el «adulterio cometido en el corazón». La ampliación de estas palabras al ámbito de la cultura artística es de particular importancia, por cuanto se trata de «crear un clima laborable a la castidad», del que habla Pablo VI en su Encíclica «Humanæ vitæ». Tratemos de comprender este tema de modo muy profundo y esencial.