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Catequesis 31-35

31. La triple concupiscencia altera la significación esponsal del cuerpo (25-VI-80/29-VI-80)

1. El análisis que hicimos durante la reflexión precedente se centraba en las siguientes palabras del Génesis 3, 16, dirigidas por Dios-Yahvé a la primera mujer después del pecado original: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» (Gén 3, 16). Llegamos a la conclusión de que estas palabras contienen una aclaración adecuada y una interpretación profunda de la vergüenza originaria (cf. Gén 3, 7), que ha venido a ser parte del hombre y de la mujer junto con la concupiscencia. La explicación de esta vergüenza no se busca en el cuerpo mismo, en la sexualidad somática de ambos, sino que se remonta a las transformaciones más profundas sufridas por el espíritu humano. Precisamente este espíritu es particularmente consciente de lo insaciable que es de la mujer. Y esta conciencia, por decirlo así, culpa al cuerpo de ello, le quita la sencillez y pureza del significado unido a la inocencia originaria del ser humano. Con relación a esta conciencia, la vergüenza es una experiencia secundaria: si, por un lado, revela el momento de la concupiscencia, al mismo tiempo puede prevenir de las consecuencias del triple componente de la concupiscencia. Se puede incluso decir que el hombre y la mujer, a través de la vergüenza, permanecen casi en el estado de la inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo, por así decir, de la concupiscencia, tal como si trataran de mantener el valor de la comunión, o sea, de la unión de las personas en la «unidad del cuerpo».

2. El Génesis 2, 24 habla con discreción, pero también con claridad de la «unión de los cuerpos» en el sentido de la auténtica unión de las personas: «El hombre... se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne»; y del contexto resulta que esta unión proviene de una opción, dado que el hombre «abandona» al padre y a la madre para unirse a su mujer. Semejante unión de las personas comporta que vengan a ser «una sola carne». Partiendo de esta expresión «sacramental» que corresponde a la comunión de las personas -del hombre y de la mujer- en su originaria llamada a la unión conyugal, podemos comprender mejor el mensaje propio del Génesis 3, 16; esto es, podemos establecer y como reconstruir en qué consiste el desequilibrio, más aún, la peculiar deformación de la relación originaria interpersonal de comunión, a la que aluden las palabras «sacramentales» del Génesis 2, 24.

3. Se puede decir, pues, -profundizando en el Génesis 3, 16- que mientras por una parte el «cuerpo», constituido en la unidad del sujeto personal, no cesa de estimular los deseos de la unión personal, precisamente a causa de la masculinidad y feminidad («buscarás con ardor a tu marido»), por otra parte y al mismo tiempo, la concupiscencia dirige a su modo estos deseos; esto lo confirma la expresión: «él te dominará». Pero la concupiscencia de la carne dirige estos deseos hacia la satisfacción del cuerpo, frecuentemente a precio de una auténtica y plena comunión de las personas. En este sentido, se debería prestar atención a la manera en que se distribuyen las acentuaciones semánticas en los versículos del Génesis 3; efectivamente, aun estando esparcidas, revelan coherencia interna. El hombre es aquel que parece sentir vergüenza del propio cuerpo con intensidad particular: «Temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3, 10); estas palabras ponen de relieve el carácter realmente metafísico de la vergüenza. Al mismo tiempo, el hombre es aquel para quien la vergüenza, unida a la concupiscencia, se convertirá en impulso para «dominar» a la mujer («él te dominará»). A continuación, la experiencia de este dominio se manifiesta más directamente en la mujer como el deseo insaciable de una unión diversa. Desde el momento en que el hombre la «domina», a la comunión de las personas -hecha de plena unidad espiritual de los dos sujetos que se donan recíprocamente- sucede una diversa relación mutua, esto es, una relación de posesión del otro a modo de objeto del propio deseo. Si este impulso prevalece por parte del hombre, los instintos que la mujer dirige hacia él, según la expresión del Génesis 3, 16, pueden asumir -y asumen- un carácter análogo. Y acaso a veces previenen el «deseo» del hombre, o tienden incluso a suscitarlo y darle impulso.

4. El texto del Génesis 3, 16 parece indicar sobre todo al hombre como aquel que «desea», análogamente al texto de Mateo 5, 27-28, que constituye el punto de partida para las meditaciones presentes; no obstante, tanto el hombre como la mujer se han convertido en un «ser humano» sujeto a la concupiscencia. Y por esto ambos sienten la vergüenza, que con su resonancia profunda toca lo íntimo tanto de la personalidad masculina como de la femenina, aun cuando de modo diverso. Lo que sabemos por el Génesis 3 nos permite delinear apenas esta duplicidad, pero incluso los solos indicios son ya muy significativos. Añadamos que, tratándose de un texto tan arcaico, es sorprendentemente elocuente y agudo.

5. Un análisis adecuado del Génesis 3 lleva, pues, a la conclusión, según la cual la triple concupiscencia, incluida la del cuerpo, comporta una limitación del significado esponsalicio del cuerpo mismo, del que participaban el hombre y la mujer en el estado de la inocencia originaria. Cuando hablamos del significado del cuerpo, ante todo hacemos referencia a la plena conciencia del ser humano, pero incluimos también toda experiencia efectiva del cuerpo en su masculinidad y feminidad y, en todo caso, la predisposición constante a esta experiencia. El «significado» del cuerpo no es sólo algo conceptual. Sobre esto ya hemos llamado suficientemente la atención en los análisis precedentes. El «significado del cuerpo» es a un tiempo lo que determina la actitud: es el modo de vivir el cuerpo. Es la medida, que el hombre interior, es decir, ese «corazón», al que se refiere Cristo en el sermón de la Montaña, aplica al cuerpo humano con relación a su masculinidad/feminidad (por lo tanto, con relación a su sexualidad).

Ese «significado» no modifica la realidad en sí misma, lo que el cuerpo humano es y no cesa de ser en la sexualidad que le es propia, independientemente de los estados de nuestra conciencia y de nuestras experiencias. Sin embargo, este significado puramente objetivo del cuerpo y del sexo, fuera del sistema de las reales y concretas relaciones interpersonales entre el hombre y la mujer, es, en cierto sentido, «ahistórico». En cambio, nosotros, en el presente análisis -de acuerdo con las fuentes bíblicas- tenemos siempre en cuenta la historicidad del hombre (también por el hecho de que partimos de su prehistoria teológica). Se trata aquí obviamente de una dimensión interior, que escapa a los criterios externos de la historicidad, pero que, sin embargo, puede ser considerada «histórica». Más aún, está precisamente en la base de todos los hechos, que constituyen la historia del hombre -también la historia del pecado y de la salvación- y así revelan la profundidad y la raíz misma de su historicidad.

6. Cuando, en este amplio contexto, hablamos de la concupiscencia como de limitación, infracción o incluso deformación del significado esponsalicio del cuerpo, nos remitimos, sobre todo, a los análisis precedentes, que se referían al estado de la inocencia originaria, es decir a la prehistoria teológica del hombre. Al mismo tiempo, tenemos presente la medida que el hombre «histórico», con su «corazón», aplica al propio cuerpo respecto a la sexualidad masculina/femenina. Esta medida no es algo exclusivamente conceptual: es lo que determina las actitudes y decide en general el modo de vivir el cuerpo.

Ciertamente, a esto se refiere Cristo en el sermón de la Montaña. Nosotros tratamos de acercar las palabras tomadas de Mateo 5, 27-28 a los umbrales mismos de la historia teológica del hombre, tomándolas, por lo tanto, en consideración ya en el contexto del Génesis 3. La concupiscencia como limitación, infracción o incluso deformación del significado esponsalicio del cuerpo, puede verificarse de manera particularmente clara (a pesar de la concisión del relato bíblico) en los dos progrenitores, Adán y Eva; gracias a ellos hemos podido encontrar el significado esponsalicio del cuerpo y descubrir en qué consiste como medida del «corazón» humano, capaz de plasmar la forma originaria de la comunión de las personas. Si en su experiencia personal (que el texto bíblico nos permite seguir) esa forma originaria sufrió desequilibrio y deformación -como hemos tratado de demostrar a través del análisis de la vergüenza- debía sufrir una deformación también él significado esponsalicio del cuerpo, que en la situación de la inocencia originaria constituía la medida del corazón de ambos, del hombre y de la mujer. Si llegamos a reconstruir en qué consiste esta deformación, tendremos también la respuesta a nuestra pregunta: esto es, en qué consiste la concupiscencia de la carne y qué es lo que constituye su nota específica teológica y a la vez antropológica. Parece que una respuesta teológica y antropológicamente adecuada, importante para lo que concierne al significado de las palabras de Cristo en el sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28), puede sacarse ya del contexto del Génesis 3 y de todo el relato yahvista, que anteriormente nos ha permitido aclarar el significado esponsalicio del cuerpo humano.

32. La concupiscencia hace perder la libertad interior de la donación mutua (23-VII-80/21-VII-80)

1. El cuerpo humano, en su originaria masculinidad y feminidad, según el misterio de la creación -como sabemos por el análisis del Génesis 2, 23-25- no es solamente fuente de fecundidad, o sea, de procreación, sino que desde «el principio» tiene un carácter nupcial; lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio existir. En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del espíritu y está llamado, en el misterio mismo de la creación, a existir en la comunión de la personas «a imagen de Dios». Ahora bien, la concupiscencia «que viene del mundo» -y aquí se trata directamente de la concupiscencia del cuerpo- limita y deforma el objetivo modo de existir del cuerpo, del que el hombre se ha hecho partícipe. El «corazón» humano experimenta el grado de esa limitación o deformación, sobre todo en el ámbito de las relaciones recíprocas hombre-mujer. Precisamente en la experiencia del «corazón» la feminidad y la masculinidad, en sus mutuas relaciones, parecen no ser ya la expresión del espíritu que tiende a la comunión personal, y quedan solamente como objeto de atracción, al igual, en cierto sentido, de lo que sucede «en el mundo» de los seres vivientes que, como el hombre, han recibido la bendición de la fecundidad (cf. Gén 1).

2. Tal semejanza está ciertamente contenida en la obra de la creación; lo confirma también él Génesis 2 y especialmente el versículo 24. Sin embargo, lo que constituía el substrato «natural», somático y sexual, de esa atracción, ya en el misterio de la creación expresaba plenamente la llamada del hombre y de la mujer a la comunión personal; en cambio, después del pecado, en la nueva situación de que habla Génesis 3, tal expresión se debilitó y se ofuscó, como si hubiera disminuido en el delinearse de las relaciones recíprocas, o como si hubiese sido rechazada sobre otro plano. El substrato natural y somático de la sexualidad humana se manifestó como una fuerza casi autógena, señalada por una cierta «constricción del cuerpo», operante según una propia dinámica, que limita la expresión del espíritu y la experiencia del intercambio de donación de la persona. Las palabras del Génesis 3, 16, dirigidas a la primera mujer parecen indicarlo de modo bastante claro («buscarás con ardor a tu marido que te dominará»).

3. El cuerpo humano en su masculinidad / feminidad ha perdido casi la capacidad de expresar tal amor, en que el hombre-persona se hace don, conforme a la más profunda estructura y finalidad de su existencia personal, según hemos observado ya en los precedentes análisis. Si aquí no formulamos este juicio de modo absoluto y hemos añadido la expresión adverbial «casi», lo hacemos porque la dimensión del don -es decir, la capacidad de expresar el amor con que el hombre, mediante su feminidad o masculinidad se hace don para el otro- en cierto modo no ha cesado de empapar y plasmar el amor que nace del corazón humano. El significado nupcial del cuerpo no se ha hecho totalmente extraño a ese corazón: no ha sido totalmente sofocado por parte de la concupiscencia, sino sólo habitualmente amenazado. El corazón se ha convertido en el lugar de combate entre el amor y la concupiscencia. Cuanto más domina la concupiscencia al corazón, tanto menos éste experimenta el significado nupcial del cuerpo y tanto menos sensible se hace al don de la persona, que en las relaciones mutuas del hombre y la mujer expresa precisamente ese significado. Ciertamente, también él «deseo» de que Cristo habla en Mateo 5, 27-28, aparece en el corazón humano en múltiples formas; no siempre es evidente y patente, a veces está escondido y se hace llamar «amor», aunque cambie su auténtico perfil y oscurezca la limpieza del don en la relación mutua de las personas. ¿Quiere acaso esto decir que debamos desconfiar del corazón humano? ¡No! Quiere decir solamente que debemos tenerlo bajo control.

4. La imagen de la concupiscencia del cuerpo, que surge del presente análisis, tiene una clara referencia a la imagen de la persona, con la cual hemos enlazado nuestras precedentes reflexiones sobre el tema del significado nupcial del cuerpo. En efecto, el hombre como persona es en la tierra «la única criatura que Dios quiso por sí misma» y, al mismo tiempo, aquel que no puede «encontrarse plenamente sino a través de una donación sincera de sí mismo» (1). La concupiscencia en general -y la concupiscencia del cuerpo en particular- afecta precisamente a esa «donación sincera»: podría decirse que sustrae al hombre la dignidad del don, que queda expresada por su cuerpo mediante la feminidad y la masculinidad y, en cierto sentido, «despersonaliza» al hombre, haciéndolo objeto «para el otro». En vez de ser «una cosa con el otro» -sujeto en la unidad, mas aún, en la sacramental «unidad del cuerpo»-, el hombre se convierte en objeto para el hombre: la mujer para el varón y viceversa. Las palabras del Génesis 3, 16 -y antes aún, de Génesis 3, 7- lo indican, con toda la claridad del contraste, con respecto a Génesis 2, 23-25.

5. Violando la dimensión de donación recíproca del hombre y de la mujer, la concupiscencia pone también en duda el hecho de que cada uno de ellos es querido por el Creador «por sí mismo». La subjetividad de la persona cede, en cierto sentido, a la objetividad del cuerpo. Debido al cuerpo, el hombre se convierte en objeto para el hombre: la mujer para el varón y viceversa. La concupiscencia significa, por así decirlo, que las relaciones personales del hombre y la mujer son vinculadas unilateral y reducidamente al cuerpo y al sexo, en el sentido de que tales relaciones llegan a ser casi inhábiles para acoger el don recíproco de la persona. No contienen ni tratan la feminidad / masculinidad según la plena dimensión de la subjetividad personal, no constituyen la expresión de la comunión sino que permanecen unilateralmente determinados «por el sexo».

6. La concupiscencia lleva consigo la pérdida de la libertad interior del don. El significado nupcial del cuerpo humano está ligado precisamente a esta libertad. El hombre puede convertirse en don -es decir, el hombre y la mujer puede existir en la relación del recíproco don de sí- si cada uno de ellos se domina a sí mismo. La concupiscencia, que se manifiesta como una «constricción ‘sui generis’ del cuerpo», limita interiormente y restringe el autodominio de sí y, por eso mismo, en cierto sentido, hace imposible la libertad interior del don. Además de esto, también sufre ofuscación la belleza, que el cuerpo humano posee en su aspecto masculino y femenino, como expresión del espíritu. Queda el cuerpo como objeto de concupiscencia y, por tanto, como «terreno de apropiación» del otro ser humano. La concupiscencia, de por sí, no es capaz de promover la unión como comunión de personas. Ella sola no une, sino que se adueña. La relación del don se transforma en la relación de apropiación.

Llegados a esto punto, interrumpimos por hoy nuestras reflexiones. El último problema aquí tratado es de tan gran importancia, y es además sutil, desde el punto de vista de la diferencia entre el amor auténtico (es decir, la «comunión de las personas») y la concupiscencia, que tendremos que volver sobre el tema en el próximo capítulo.

(1) Gaudium et spes, 24: «Más aún, el Señor cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn, 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».

33. La donación mutua del hombre y la mujer en el matrimonio (30-VII-80/3-VIII-80)

1. Las reflexiones que venimos haciendo en este ciclo se relacionan con las palabras que Cristo pronunció en el discurso de la montaña sobre el «deseo» de la mujer por parte del hombre. En el intento de proceder a un examen de fondo sobre lo que caracteriza al «hombre de la concupiscencia» hemos vuelto nuevamente al libro del Génesis. En él, la situación que se llegó a crear en la relación recíproca del hombre y de la mujer, está delineada con gran finura. Cada una de las frases de Génesis 3, es muy elocuente. Las palabras de Dios-Yahvé dirigidas a la mujer en Génesis 3, 16: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará», parecen revelar, analizándolas profundamente, el modo en que la relación de don recíproco, que existía entre ellos en el estado original de inocencia, se cambió, tras el pecado original, en una relación de recíproca apropiación.

Si el hombre se relaciona con la mujer hasta el punto de considerarla sólo como un objeto del que apropiarse y no como don, al mismo tiempo se condena a sí mismo a hacerse también el, para ella, solamente objeto de apropiación y no don. Parece que las palabras del Génesis 3, 16, tratan de tal relación bilateral, aunque directamente sólo se diga: «él te dominará». Por otra parte, en la apropiación unilateral (que indirectamente es bilateral) desaparece la estructura de la comunión entre las personas; ambos seres humanos se hacen casi incapaces de alcanzar la medida interior del corazón, orientada hacia la libertad del don y al significado nupcial del cuerpo, que le es intrínseco. Las palabras del Génesis 3,16 parecen sugerir que esto sucede más bien a expensas de la mujer y que, en todo caso, ella lo siente más que el hombre.

2. Merece la pena prestar ahora atención al menos a ese detalle. Las palabras de Dios-Yahvé según el Génesis 3, 16: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará», y las de Cristo, según Mateo 5, 27-28: «El que mira a una mujer deseándola...», permiten vislumbrar un cierto paralelismo. Quizá, aquí no se trata del hecho de que es principalmente la mujer quien resulta objeto del «deseo» por parte del hombre, sino más bien se trata de que -como precedentemente hemos puesto de relieve- el hombre «desde el principio» debería haber sido custodio de la reciprocidad del don y de su auténtico equilibrio. El análisis de ese «principio» (Gén 2, 23-25) muestra precisamente la responsabilidad del hombre al acoger la feminidad como don y corresponderla con un mutuo, bilateral intercambio. Contrasta abiertamente con esto el obtener de la mujer su propio don, mediante la concupiscencia. Aunque el mantenimiento del equilibrio del don parece estar confiado a ambos, corresponde sobre todo al hombre una especial responsabilidad, como si de él principalmente dependiese que el equilibro se mantenga o se rompa, o incluso -si ya se ha roto- sea eventualmente restablecido. Ciertamente, la diversidad de funciones según estos enunciados, a los que hacemos aquí referencia como a textos clave, estaba también dictada por la marginación social de la mujer en las condiciones de entonces (y la Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento proporciona suficientes pruebas de ello); pero también hay en ello encerrada una verdad, que tiene su peso independientemente de los condicionamientos específicos debidos a las costumbres de esa determinada situación histórica.

3. La concupiscencia hace que el cuerpo se convierta algo así como en «terreno» de apropiación de la otra persona. Como es fácil comprender, esto lleva consigo la pérdida del significado nupcial del cuerpo. Y junto con esto adquiere otro significado también la recíproca «pertenencia» de las personas, que uniéndose hasta ser «una sola carne» (Gén 2, 24), son a la vez llamadas a pertenecer una a la otra. La particular dimensión de la unión personal del hombre y de la mujer a través del amor se expresa en las palabras «mío... mía». Estos pronombres, que pertenecen desde siempre al lenguaje del amor humano, aparecen frecuentemente en las estrofas del Cantar de los Cantares y también en otros textos bíblicos (1). Son pronombres que en su significado «material» denotan una relación de posesión, pero en nuestro caso indican la analogía personal de tal relación. La pertenencia recíproca del hombre y de la mujer, especialmente cuando se pertenecen como cónyuges «en la unidad del cuerpo», se forma según esta analogía personal. La analogía -como se sabe- indica a la vez la semejanza y también la carencia de identidad (es decir, una sustancial desemejanza). Podemos hablar de la pertenencia recíproca de las personas solamente si tomamos en consideración tal analogía. En efecto, en su significado originario y específico, la pertenencia supone relación del sujeto con el objeto: relación de posesión y de propiedad. Es una relación no solamente objetiva, sino sobre todo «material»; pertenencia de algo, por tanto de un objeto, a alguien.

4. Los términos «mío... mía», en el eterno lenguaje del amor humano, no tienen -ciertamente- tal significado. Indicen la reciprocidad de la donación, expresan el equilibrio del don -quizá precisamente esto en primer lugar-; es decir, ese equilibrio del don en que se instaura la recíproca communio personarum. Y si ésta queda instaurada mediante el don recíproco de la masculinidad y la feminidad, se conserva en ella también él significado nupcial del cuerpo. Ciertamente, las palabras «mío... mía», en el lenguaje del amor, parecen una radical negación de pertenencia en el sentido en que un objeto-cosa material pertenece al sujeto-persona. La analogía conserva su función mientras no cae en el significado antes expuesto. La triple concupiscencia y, en especial, la concupiscencia de la carne, quita a la recíproca pertenencia del hombre y de la mujer la dimensión que es propia de la analogía personal, en la que los términos «mío... mía» conservan su significado esencial. Tal significado esencial está fuera de la «ley de la propiedad», fuera del significado del «objeto de posesión»; la concupiscencia, en cambio, está orientada hacia este último significado. Del poseer, el ulterior paso va hacia el «gozar»: el objeto que poseo adquiere para mí un cierto significado en cuanto que dispongo y me sirvo de él, lo uso. Es evidente que la analogía personal de la pertenencia se contrapone decididamente a ese significado. Y esta oposición es un signo de que lo que en la relación recíproca del hombre y de la mujer «viene del Padre» conserva su persistencia y continuidad en contraste con lo que viene «del mundo». Sin embargo, la concupiscencia de por sí empuja al hombre hacia la posesión del otro como objeto, lo empuja hacia el «goce», que lleva consigo la negación del significado nupcial del cuerpo. En su esencia, el don desinteresado queda excluido del «goce» egoísta. ¿No lo dicen acaso ya las palabras de Dios-Yahvé dirigidas a la mujer en Génesis 3, 16?

5. Según la primera Carta de Juan 2, 16, la concupiscencia muestra sobre todo el estado del espíritu humano. También la concupiscencia de la carne atestigua en primer lugar el estado del espíritu humano. A este problema convendrá dedicarle un ulterior análisis. Aplicando la teología de San Juan al terreno de las experiencias descritas en Génesis 3, como también a las palabras pronunciadas por Cristo en el discurso de la montaña (Mt 5, 27-28), encontramos, por decirlo así, una dimensión concreta de esa oposición que -junto con el pecado- nació en el corazón humano entre el espíritu y el cuerpo. Sus consecuencias se dejan sentir en la relación recíproca de las personas, cuya unidad en la humanidad está determinada desde el principio por el hecho de que son hombre y mujer. Desde que en el hombre se instaló otra ley «que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 23) existe como un constante peligro en tal modo de ver, de valorar, de amar, por el que el «deseo del cuerpo» se manifiesta más potente que el «deseo de la mente». Y es precisamente esta verdad sobre el hombre, esta componente antropológica lo que debemos tener siempre presente, si queremos comprender hasta el fondo el llamamiento dirigido por Cristo al corazón humano en el discurso de la montaña.

(1) Cf. por ej. Cant 1, 9. 13. 14. 15. 16; 2, 2. 3. 8. 9. 10. 13. 14. 16. 17; 3, 2. 4. 5; 4, 1. 10; 5, 1. 2. 4; 6, 2. 3. 4. 9; 7, 11; 8, 12. 14.

Cf., además por ej. Ez 16, 8; Os 2, 18; Tob 8, 7.

34. El matrimonio a la luz del Sermón de la Montaña (6-VIII-80/10-VIII-80)

1. Prosiguiendo nuestro ciclo, volvemos hoy al discurso de la montaña y precisamente al enunciado «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 8). Jesús apela aquí al «corazón».

En su coloquio con los fariseos, Jesús, haciendo referencia al «principio» (cf. los análisis precedentes), pronunció las siguientes palabras referentes al libelo de repudio: «Por la dureza de vuestro corazón, os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). Esta frase encierra indudablemente una acusación. «La dureza de corazón» (1) indica lo que según el ethos del pueblo del Antiguo Testamento, había fundado la situación contraria al originario designio de Dios-Yahvé según el Génesis 2, 24. Y es ahí donde hay que buscar la clave para interpretar toda la legislación de Israel en el ámbito del matrimonio y, con un sentido más amplio en el conjunto de las relaciones entre hombre y mujer. Hablando de la «dureza de corazón», Cristo acusa, por decirlo así, a todo el «sujeto interior», que es responsable de la deformación de la ley. En el discurso de la montaña (Mt 5, 27-28) hace también una alusión al «corazón», pero las palabras pronunciadas ahí no parecen una acusación solamente.

2. Debemos reflexionar una vez más sobre ellas, insertándolas lo más posible en su dimensión «histórica». El análisis hecho hasta ahora, tendente a enfocar al «hombre de la concupiscencia» en su momento genético casi en el punto inicial de su historia entrelazada con la teología, constituye una amplia introducción, sobre todo antropológica, al trabajo que todavía hay que emprender. La sucesiva etapa de nuestro análisis deberá ser de carácter ético. El discurso de la montaña, y en especial ese pasaje que hemos elegido como centro de nuestros análisis, forma parte de la proclamación del nuevo ethos: el ethos del Evangelio. En las enseñanzas de Cristo, esta profundamente unido con la conciencia del «principio»; por tanto, con el misterio de la creación en su originaria sencillez y riqueza. Y, al mismo tiempo, el ethos, que Cristo proclama en el discurso de la montaña, está enderezado de modo realista al «hombre histórico», transformado en hombre de la concupiscencia. La triple concupiscencia, en efecto, es herencia de toda la humanidad y el «corazón» humano realmente participa en ella. Cristo, que sabe «lo que hay en todo hombre» (Jn 2, 25) (2), no puede hablar de otro modo, sino con semejante conocimiento de causa. Desde ese punto de vista, en las palabras de Mt 5, 27-28, no prevalece la acusación, sino el juicio: un juicio realista sobre el corazón humano, un juicio que de una parte tiene un fundamento antropológico y, de otra, un carácter directamente ético. Para el ethos del Evangelio es un juicio constitutivo.

3. En el discurso de la montaña, Cristo se dirige directamente al hombre que pertenece a una sociedad bien definida. También él Maestro pertenece a esa sociedad, a ese pueblo. Por tanto, hay que buscar en las palabras de Cristo una referencia a los hechos, a las situaciones, a las instituciones con que someter tales referencias a un análisis por lo menos sumario, a fin de que surja más claramente el significado ético de las palabras de Mateo 5, 27-28. Sin embargo, con esas palabras, Cristo se dirige también, de modo indirecto pero real, a todo hombre «histórico» (entendiendo este adjetivo sobre todo en función teológica). Y este hombre es precisamente el «hombre de la concupiscencia», cuyo misterio y cuyo corazón es conocido por Cristo («pues El conocía lo que en el hombre había»: Jn 2, 25). Las palabras del discurso de la montaña nos permiten establecer un contacto con la experiencia interior de este hombre, casi en toda latitud y longitud geográfica, en las diversas épocas, en los diversos condicionamientos sociales y culturales. El hombre de nuestro tiempo se siente llamado por su nombre en este enunciado de Cristo, no menos que el hombre de «entonces», al que el Maestro directamente se dirigía.

4. En esto reside la universalidad del Evangelio, que no es en absoluto una generalización. Quizá precisamente en ese enunciado de Cristo que estamos ahora analizando, eso se manifiesta con particular claridad. En virtud de ese enunciado, el hombre de todo tiempo y de todo lugar se siente llamado en su modo justo, concreto, irrepetible: porque precisamente Cristo apela al «corazón» humano, que no puede ser sometido a generalización alguna. Con la categoría del «corazón», cada uno es individualizado singularmente más aún que por el nombre; es alcanzado en lo que lo determina de modo único e irrepetible; es definido en su humanidad «desde el interior».

5. La imagen del hombre de la concupiscencia afecta ante todo a su interior (3). La historia del «corazón» humano después del pecado original, esta escrita bajo la presión de la triple concupiscencia, con la que se enlaza también la más profunda imagen del ethos en sus diversos documentos históricos. Sin embargo, ese interior es también la fuerza que decide sobre el comportamiento humano «exterior» y también sobre la forma de múltiples estructuras e instituciones a nivel de vida social. Si de estas estructuras e instituciones deducimos los contenidos del ethos, en sus diversas formulaciones históricas, siempre encontramos ese aspecto íntimo propio de la imagen interior del hombre. Esta es, en efecto, la componente más esencial. Las palabras de Cristo en el discurso de la montaña, y especialmente las de Mateo 5, 27-28, lo indican de modo inequívoco. Ningún estudio sobre el ethos humano puede dejar de lado esto con indiferencia.

Por tanto, en nuestras sucesivas reflexiones trataremos de someter a un análisis mas detallado ese enunciado de Cristo que dice: «Habéis oído que fue dicho: no adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (o también: «Ya la ha hecho adúltera en su corazón»).

Para comprender mejor este texto analizaremos primero cada una de sus partes, a fin de obtener después una visión global más profunda. Tomaremos en consideración no solamente los destinatarios de entonces que escucharon con sus propios oídos el discurso de la montaña, sino también, en cuanto sea posible, a los contemporáneos, a los hombres de nuestro tiempo.

(1) El término griego sklerokardia ha sido forjado por los Setenta para expresar lo que en hebreo significaba: «incircuncisión de corazón» (cf. como ej. Dt 10, 16; Jer 4, 4; Sir 3, 26 s.) y que, en la traducción literal del Nuevo Testamento, aparece una sola vez (Act 7, 51).

La «incircuncisión» significaba el «paganismo», la «impureza», la «distancia de la Alianza con Dios»; la «incircuncisión de corazón» expresaba la indómita obstinación en oponerse a Dios. Lo confirma la frase del diácono Esteban: «Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y oídos, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo. Como vuestros padres, así también vosotros» (Act 7, 51).

Por tanto hay que entender la «dureza de corazón» en este contexto filológico.

(2) Cf. Ap 2, 23; «...el que escudriña las entrañas y los corazones...»; Act 1, 24: «Tu. Señor, que conoces los corazones de todos...» (kardiognostes).

(3) «Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre...» (Mt 15, 19-20).

35. Cristo denuncia el pecado de adulterio (13-VIII-80/17-VIII-80)

1. El análisis de la afirmación de Cristo durante el sermón de la montaña, afirmación que se refiere al «adulterio cometido en el corazón» debe realizarse comenzando por las primeras palabras. Cristo dice: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás...» (Mt 5, 27). Tiene en su mente el mandamiento de Dios, que en el Decálogo figura en sexto lugar y forma parte de la llamada Tabla de la Ley, que Moisés había obtenido de Dios-Jahvé.

Veámoslo por de pronto desde el punto de vista de los oyentes directos del sermón de la montaña, de los que escucharon las palabras de Cristo. Son hijos e hijas del pueblo elegido, pueblo que había recibido la «ley» del propio Dios-Jahvé, había recibido también a los «Profetas», los cuales repetidamente, a través de los siglos habían lamentado precisamente la relación mantenida con esa Ley, las múltiples transgresiones de la misma. También Cristo habla de tales transgresiones. Más aun habla de cierta interpretación humana de la Ley, en que se borra y desaparece el justo significado del bien y del mal, específicamente querido por el divino Legislador. La ley, efectivamente, es sobre todo, un medio, un medio indispensable para que «sobreabunde la justicia» (palabras de Mt 5, 20, en la antigua versión). Cristo quiere que esa justicia «supere a la de los escribas y fariseos». No acepta la interpretación que a lo largo de los siglos han dado ellos al auténtico contenido de la Ley, en cuanto que han sometido en cierto modo tal contenido, o sea, el designio y la voluntad del Legislador, a las diversas debilidades y a los límites de la voluntad humana, derivada precisamente de la triple concupiscencia. Era esa una interpretación casuística, que se había superpuesto a la originaria visión del bien y del mal, enlazada con la ley del Decálogo. Si Cristo tiende a la transformación del ethos, lo hace sobre todo para recuperar la fundamental claridad de la interpretación: «No penséis que he venido a abrogar la Ley a los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a hacer que se cumpla» (Mt 5, 17). Condición para el cumplimiento de la ley es la justa comprensión. Y esto se aplica, entre otras cosas, al mandamiento «no cometer adulterio».

2. Quien siga por las páginas del Antiguo Testamento la historia del pueblo elegido de los tiempos de Abraham, encontrará allí abundantes hechos que prueban cómo se practicaba y cómo, en consecuencia de esa práctica, se elaboraba la interpretación casuística de la Ley. Ante todo es bien sabido que la historia del Antiguo Testamento es teatro de la sistemática defección de la monogamia: lo cual, para comprender la prohibición «no cometer adulterio», debía tener un significado fundamental. El abandono de la monogamia, especialmente en tiempo de los Patriarcas, había sido dictado por el deseo de la prole, de una numerosa prole. Este deseo era tan profundo y la procreación, como fin esencial del matrimonio, tan evidente que las esposas, que amaban a los maridos, cuando no podían darles descendencia, rogaban por su propia iniciativa a los maridos, los cuales las amaban, que pudieran tomar «sobre sus rodillas» -o sea, acoger- a la prole dada a la vida por otra mujer, como la sierva, o esclava. Tal fue el caso de Sara respecto a Abraham (1) y también el de Raquel respecto a Jacob (2). Esas dos narraciones reflejan el clima moral en que se practicaba el Decálogo. Explican el modo en que el ethos israelita era preparado para acoger el mandamiento «no cometer adulterio» y la aplicación que encontraba tal mandamiento en la más antigua tradición de aquel pueblo. La autoridad de los Patriarcas era, de hecho, la más alta en Israel y tenía un carácter religioso. Estaba estrictamente ligada a la Alianza y a la promesa.

3. El mandamiento «no cometer adulterio» no cambió esa tradición. Todo indica que su ulterior desarrollo no se limitaba a los motivos (más bien excepcionales) que había guiado el comportamiento de Abraham y Sara, o de Jacob y Raquel. Si tomamos como ejemplo a los representantes más ilustres de Israel después de Moisés, los reyes de Israel, David y Salomón, la descripción de su vida atestigua el establecimiento de la poligamia efectiva, y ello, indudablemente, por motivos de concupiscencia.

En la historia de David, que tenía también varias mujeres, debe impresionar no solamente el hecho de que había tomado la mujer de un súbdito suyo, sino también la clara conciencia de haber cometido adulterio. Ese hecho, así como la penitencia del rey, son descritos de forma detallada y sugestiva (3). Por adulterio se entiende solamente la posesión de la mujer de otro, mientras no lo es la posesión de otras mujeres como esposas junto a la primera. Toda la tradición de la Antigua Alianza indica que en la conciencia de las generaciones que se sucedían en el pueblo elegido, a su ethos no fue añadida jamás la exigencia efectiva de la monogamia, como implicación esencial e indispensable del mandamiento «no cometer adulterio».

4. Sobre este fondo histórico hay que entender todos los esfuerzos que están dirigidos a introducir el contenido específico del mandamiento «no cometer adulterio» en el cuadro de la legislación promulgada. Lo confirman los Libros de la Biblia, en los que se encuentra registrado ampliamente el conjunto de la legislación del Antiguo Testamento. Si se toma en consideración la letra de tal legislación; resulta que esta lucha contra el adulterio de manera decidida y sin miramientos, utilizando medios radicales, incluida la pena de muerte (4). Pero lo hace sosteniendo la poligamia efectiva, más aún, legalizándola plenamente, al menos de modo indirecto. Así, pues, el adulterio es combatido sólo en los límites determinados y en el ámbito de las premisas definitivas, que componen la forma esencial del ethos del Antiguo Testamento. Aquí por adulterio se entiende sobre todo (y tal vez exclusivamente) la infracción del derecho de propiedad del hombre con respecto a cualquier mujer que sea su esposa legal (normalmente: una entre tantas); no se entiende, en cambio, el adulterio como aparece desde el punto de vista de la monogamia establecida por el Creador. Sabemos ya que Cristo se refirió al «principio» precisamente en relación con este argumento (cf. Mt 19, 8).

5. Por otra parte, es muy significativa la circunstancia en que Cristo se pone de parte de la mujer sorprendida en adulterio y la defiende de la lapidación. El dice a los acusadores: «Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra contra ella» (Jn 8, 7). Cuando ellos dejan las piedras y se alejan, dice a la mujer: «Ve, y de ahora en adelante no peques más» (Jn 8, 11). Cristo identifica, pues, claramente el adulterio con el pecado. En cambio, cuando se dirige a los que querían lapidar a la mujer adultera, no apela a las prescripciones de la ley israelita, sino exclusivamente a la conciencia. El discernimiento del bien y del mal inscrito en las conciencias humanas puede demostrarse más profundo y más correcto que el contenido de una norma.

Como hemos visto, la historia del Pueblo de Dios en la Antigua Alianza (que hemos intentado ilustrar sólo a través de algunos ejemplos) se desarrollaba, en gran medida, fuera del contenido normativo encerrado por Dios en el mandamiento «no cometer adulterio»; pasaba, por así decirlo, a su lado. Cristo desea enderezar estas desviaciones. De aquí, las palabras pronunciadas por El en el sermón de la montaña.

(1) Cf. Gén 16, 2.

(2) Cf. Gén 30, 3.

(3) Cf. 2 Sam 11, 2-27.

(4) Cf. Lev 20, 10; Dt 22, 22.