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Catequesis 24-25

24. Cristo apela al corazón del hombre (16-IV-80/20-IV-80)

1. Como tema de nuestras futuras reflexiones quiero desarrollar la siguiente afirmación de Cristo, que forma parte del sermón de la montaña: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Parece que este pasaje tiene un significado-clave para la teología del cuerpo, igual que aquel en el que Cristo hizo referencia al «principio», y que nos ha servido de base para los análisis precedentes. Entonces hemos podido darnos cuenta de lo amplio que ha sido el contexto de una frase, más aún, de una palabra pronunciada por Cristo. Se ha tratado no sólo del contexto inmediato, surgido en el curso de la conversación con los fariseos, sino del contexto global, que no podemos penetrar sin remontarnos a los primeros capítulos del libro del Génesis (omitiendo las referencias que hay allí a los otros libros del Antiguo Testamento). Los análisis precedentes han demostrado cuán amplio es el contexto que comporta la referencia del Cristo al «principio».

La enunciación, a la que ahora nos referimos, esto es, Mt 5, 27-28, nos introducirá con seguridad, no sólo en el contexto inmediato en que aparece, sino también en su contexto más amplio, en el contexto global, por medio del cual se nos revelará gradualmente el significado clave de la teología del cuerpo. Esta enunciación constituye uno de los pasajes del sermón de la montaña, en los que Jesucristo realiza una revisión fundamental del modo de comprender y cumplir la ley moral de la Antigua Alianza. Esto se refiere, sucesivamente, a los siguientes mandamientos del Decálogo: al quinto «no matarás» (cf. Mt 5, 21-26), al sexto «no adulterarás» (cf. Mt 5, 27-32) -es significativo que al final de este pasaje aparezca también la cuestión del «libelo de repudio» (cf. Mt 5, 31-32), a la que alude ya el capítulo anterior-, y al octavo mandamiento según el texto del libro del Exodo (cf. Ex 20, 7): «no perjurarás, antes cumplirás al Señor tus juramentos» (cf. Mt 5, 33-37).

Sobre todo, son significativas las palabras que preceden a estos artículos -y a los siguientes- del sermón de la montaña, palabras con las que Jesús declara: «No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas: no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mt 5, 17). En las frases que siguen, Jesús explica el sentido de esta contraposición y la necesidad del «cumplimiento» de la ley para realizar el Reino de Dios: «El que... practicaré y enseñaré (estos mandamientos), éste será tenido por grande en el reino de los cielos» (Mt 5, 19). «Reino de los cielos» significa reino de Dios en la dimensión escatológica. El cumplimiento de la ley condiciona, de modo fundamental, este reino en la dimensión temporal de la existencia humana. Sin embargo, se trata de un cumplimiento que corresponde plenamente al sentido de la ley, del Decálogo, de cada uno de los mandamientos. Sólo este cumplimiento construye esa justicia que Dios-Legislador ha querido. Cristo-Maestro advierte que no se dé una interpretación humana de toda la ley y de cada uno de los mandamientos contenidos en ella, tal, que no construya la justicia que quiere Dios-Legislador: «Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 20).

2. En este contexto aparece la enunciación de Cristo según Mt 5, 27-28, que tratamos de tomar como base para los análisis presentes, considerándola juntamente con la otra enunciación según Mt 19, 3-9 (y Mc 10), como clave de la teología del cuerpo. Esta, lo mismo que la otra, tiene carácter explícitamente normativo. Confirma el principio de la moral humana contenida en el mandamiento «no adulterarás» y, al mismo tiempo, determina una apropiada y plena comprensión de este principio, esto es, una comprensión del fundamento y a la vez de la condición para su «cumplimiento» adecuado; esto se considera precisamente a la luz de las palabras de Mt 5, 17-20, ya referidas antes, sobre las que hemos llamado la atención, hace poco. Se trata aquí, por un lado, de adherirse al significado que Dios-Legislador ha encerrado en el mandamiento «no adulterará» y, por otro, de cumplir esa justicia, por parte del hombre, que debe «sobreabundar» en el hombre mismo, esto es, debe alcanzar en él su plenitud específica. Estos son, por así decirlo, los dos aspectos del «cumplimiento» en el sentido evangélico.

3. Nos hallamos así en la plenitud del ethos, o sea, en lo que puede ser definido la forma interior, como el alma de la moral humana. Los pensadores contemporáneos (por ejemplo, Scheler) ven el en sermón de la montaña un gran cambio precisamente en el campo del ethos (1). Una moral viva, en el sentido existencial, no se forma solamente con las normas que revisten la forma de mandamientos, de preceptos y de prohibiciones, como en el caso de «no adulterarás». La moral en la que se realiza el sentido mismo del ser hombre -que es, al mismo tiempo, cumplimiento de la ley mediante la «sobreabundancia» de la justicia a través de la vitalidad subjetiva- se forma en la percepción interior de los valores, de la que nace el deber como expresión de la conciencia, como respuesta del propio «yo» personal. El ethos nos hace entrar simultáneamente en la profundidad de la norma misma y descender al interior del hombre-sujeto de la moral. El valor moral, está unido al proceso dinámico de la intimidad del hombre. Para alcanzarlo, no basta detenerse «en la superficie» de las acciones humanas, es necesario penetrar precisamente en el interior.

4. Además del mandamiento «no adulterarás», el Decálogo dice también «no desearás la mujer del... prójimo» (2). En la enunciación del sermón de la montaña, Cristo une, en cierto sentido, el uno con el otro: «El que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón». Sin embargo, no se trata tanto de distinguir el alcance de esos dos mandamientos del Decálogo, cuanto de poner de relieve la dimensión de la acción interior, a la que se refieren las palabras: «no adulterarás». Esta acción encuentra su expresión visible en el «acto del cuerpo» , acto en el que participan el hombre y la mujer contra la ley que lo permite exclusivamente en el matrimonio. La casuística de los libros del Antiguo Testamento, que tendía a investigar lo que, según criterios exteriores, constituía este «acto del cuerpo» y, al mismo tiempo, se orientaba a combatir el adulterio, abría a éste varias «escapatorias» legales (3). De este modo, basándose en múltiples compromisos «por la dureza del... corazón» (Mt 19, 8), el sentido del mandamiento, querido por el Legislador, sufría una deformación. Se apoyaba en la observancia meramente legal de la fórmula, que no «sobreabundaba» en la justicia interior de los corazones. Cristo da otra dimensión a la esencia del problema, cuando dice: «El que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón». (Según traducciones antiguas: «ya la hizo adúltera en su corazón», fórmula que parece ser más exacta) (4).

Así pues, Cristo apela al hombre interior. Lo hace muchas veces y en diversas circunstancias. En este caso, aparece particularmente explícito y elocuente, no sólo respecto a la configuración del ethos evangélico, sino también respecto al modo de ver al hombre. Por lo tanto, no es sólo la razón ética, sino también respecto al modo de ver al hombre. Por lo tanto, no es sólo la razón ética, sino también la antropológica la que nos aconseja detenernos más largamente sobre el texto de Mt 5, 27-28, que contiene las palabras que Cristo pronunció en el sermón de la montaña.

(1) «Ich kenne kein grandioseres Zeugnis für eine solche Neuerschliessung eines ganzen Wertbereiches, die das ältere Ethos relativiert, als die Bergpredigt, die auch in ihrer Form als Zeugnis solcher Neuerschilessung und Relativierung der älteren ‘Gesetzes’werte sich überall kundgibt: ‘Ich aber sage euch» (MaxScheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Halle a.d.S., Verlag M. Niemeyer, 1921. p. 316, n. 1).

(2) Cf. Ex 20, 17; Dt 5, 21.

(3) Sobre esto, cf. la continuación de las meditaciones presentes.

(4) El texto de la Vulgata ofrece una traducción fiel del original: íam moechatus est eam in corde suo. Efectivamente, el verbo griego moicheuo es transitivo. En cambio, en las modernas lenguas europeas, «adulterar» es un verbo intransitivo; de donde la versión; «ha cometido adulterio con ella». Y así;

En italiano: «...ha già commesso adulterio con lei nel suo cuore» (versión a cargo de la Conferencia Episcopal Italiana, 1971; muy similar a la versión del Pontificio Instituto Bíblico, 1961, y la versión a cargo de S. Garofalo, 1966).

En francés: «...a déjà commis, dans son coeur, l’adultère avec elle» (Biblia de Jerusalén, Paris, 1973; traducción ecuménica, París, 1972; Crampon); sólo Filion traduce: «A déjà commis l‘adultère dans son coeur»;

En inglés: «...has already committed adultery with her in his heart» (versión de Douai, 1582; igualmente la Versión Standard revisada, de 1611 a 1966; R. Knox, Nueva Biblia en inglés, Biblia de Jerusalén, 1966).

En alemán: «...hat in seinem Herzen chon Ehebruch mit ihr begangen» (traducción unificada de la Sagrada Escritura, por encargo de los obispos de los países de lengua alemana, 1979).

En español: «...ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Bibl. Societ., 1966).

En portugués: «...já cometeu adulterio com ela no seu coraçao (M. Soares, Sao Paulo, 1933).

En polaco: Traducción antigua: «...juz ja scudzolozyl w sercu swoim; última traducción: «...juz sie w swoim sercu dopuscil z nia cudzolostwa» (Biblia Tysiaclecia).

25. «No cometerás adulterio» (23-IV-80/27-IV-80)

1. Recordemos las palabras del sermón de la montaña, a las que hicimos referencia en el presente ciclo de nuestras reflexiones del miércoles: «Habéis oído -dice el Señor- que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28).

El hombre, al que se refiere Jesús aquí, es precisamente el hombre «histórico», ése cuyo «principio» y «prehistoria teológica» hemos hallado en la precedente serie de análisis. Directamente, se trata del que escucha con sus propios oídos el sermón de la montaña. Pero se trata también de todo otro hombre, situado frente a ese momento de la historia, tanto en el inmenso espacio del pasado, como en el igual amplio del futuro. A este «futuro», con relación al sermón de la montaña, pertenece también nuestro presente, nuestra contemporaneidad. Este hombre es, en cierto sentido, «cada» hombre, «cada uno» de nosotros. Lo mismo el hombre del pasado, que el hombre del futuro puede ser el que conoce el mandamiento positivo «no adulterarás» como «contenido de la ley» (cf. Rom 2, 22-23), pero puede ser igualmente el que, según la Carta a los Romanos, tiene este mandamiento solamente «escrito en (su) corazón» (Rom 2, 15) (1). A la luz de las reflexiones desarrolladas precedentemente, se trata del hombre que desde su «principio» ha adquirido un sentido preciso del significado del cuerpo, ya antes de atravesar «los umbrales» de sus experiencias históricas, en el misterio mismo de la creación, dado que emerge de él «como varón y mujer» (Gén 1, 27). Se trata del hombre histórico, que al «principio» de su aventura terrena se encontró «dentro» el conocimiento del bien y del mal, al romper la Alianza con su Creador. Se trata del hombre varón que «conoció (a la mujer) su mujer» y la «conoció» varias veces, y ella «concibió y parió» (cf. Gén 4, 1-2), en conformidad con el designio del Creador, que se remontaba al estado de inocencia originaria (cf. Gén 1, 28; 2, 24).

2. En su sermón de la montaña, Cristo se dirige, especialmente con las palabras de Mt 5, 27-28, precisamente a ese hombre. Se dirige al hombre de un determinado momento de la historia y, a la vez, a todos los hombres que pertenecen a la misma historia humana. Se dirige, como ya hemos comprobado, al hombre «interior». Las palabras de Cristo tienen un explícito contenido antropológico; tocan esos significados perennes, por medio de los cuales se constituye la antropología «adecuada». Estas palabras, mediante su contenido ético, constituyen simultáneamente esta antropología, y exigen, por decirlo así, que el hombre entre en su plena imagen. El hombre que es «carne», y que como varón está en relación, a través de su cuerpo y sexo, con la mujer (efectivamente, esto indica también la expresión «no adulterarás»), debe, a la luz de estas palabras de Cristo, encontrarse en su interior, en su «corazón» (2). El «corazón» es esta dimensión de la humanidad, con la que está vinculado directamente el sentido del significado del cuerpo humano, y el orden de este sentido. Se trata aquí, tanto de ese significado que en los análisis precedentes hemos llamado «esponsalicio», como del que hemos denominado «generador». Y ¿de orden se trata?

3. Esta parte de nuestras consideraciones debe dar una respuesta precisamente a ésta pregunta, una respuesta que llega no sólo a las razones éticas, sino también a las antropológicas; efectivamente, están en relación recíproca. Por ahora, preliminarmente, es preciso establecer el significado del texto de Mt 5, 27-28, el significado de las expresiones usadas en él y su relación recíproca. El adulterio, al que se refiere directamente el citado mandamiento, significa la infracción de la unidad, mediante la cual el hombre y la mujer, solamente como esposos, pueden unirse tan estrechamente, que vengan a ser «una sola carne» (Gén 2, 24). El hombre comete adulterio, si se une de ese modo con una mujer que no es su esposa. También comete adulterio la mujer, si se une de ese modo con un hombre que no es su marido. Es necesario deducir de esto que «el adulterio en el corazón», cometido por el hombre cuando «mira a una mujer deseándola», significa un acto interior bien definido. Se trata de un deseo, en este caso, que el hombre dirige hacia una mujer que no es su esposa, para unirse con ella como si lo fuese, esto es -utilizando una vez más las palabras del Gén 2, 24-, de tal manera que «los dos sean una sola carne» Este deseo, como acto interior, se expresa por medio del sentido de la vista, es decir, con la mirada, como en el caso de David y Betsabé, para servirnos de un ejemplo tomado de la Biblia (cf. 2 Sam 11, 2) (3). La relación del deseo con el sentido de la vista ha sido puesto particularmente de relieve en las palabras de Cristo.

4. Estas palabras no dicen claramente si la mujer -objeto del deseo- es la esposa de otro, o sencillamente la mujer del hombre que la mira de ese modo. Puede ser esposa de otro, o también no casada. Más bien, es necesario intuirlo, basándonos sobre todo en la expresión que define precisamente adulterio lo que el hombre cometió «en su corazón» con la mirada. Es preciso deducir correctamente de esto que una tal mirada de deseo dirigida a la propia esposa no es adulterio «en el corazón», precisamente porque el correspondiente acto interior del hombre se refiere a la mujer que es su esposa, con la que no puede cometerse el adulterio. Si el acto conyugal como acto exterior, en el que «los dos se unen de modo que vienen a ser una sola carne», es lícito en la relación del hombre en cuestión con la mujer que es su esposa, análogamente está conforme con la ética también él acto interior en la misma relación.

5. No obstante, ese deseo que indica la expresión acerca de «todo el que mira a una mujer, deseándola», tiene una propia dimensión bíblica y teológica, que aquí no podemos menos de aclarar. Aun cuando esta dimensión no se manifiesta directamente en esta única expresión concreta de Mt 5, 27-28, sin embargo, está profundamente arraigada en el contexto global, que se refiere a la revelación del cuerpo. Debemos remontarnos a este contexto, a fin de que la apelación de Cristo «al corazón», al hombre interior, resuene en toda la plenitud de su verdad. La citada enunciación del sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27-28) tiene fundamentalmente un carácter indicativo. El que Cristo se dirija directamente al hombre como a aquel que «mira a una mujer, deseándola», no quiere decir que estas palabras, en su sentido ético, no se refieran también a la mujer. Cristo se expresa así para ilustrar con un ejemplo concreto cómo es preciso comprender «el cumplimiento de la ley», según el significado que le ha dado Dios-Legislador, y además cómo conviene entender esa «sobreabundancia de la justicia» en el hombre, que observa el sexto mandamiento del Decálogo. Al hablar de este modo, Cristo quiere que no nos detengamos en el ejemplo en sí mismo, sino que penetremos también en el pleno sentido ético y antropológico del enunciado. Si éste tiene un carácter indicativo, significa que, siguiendo sus huellas, podemos llegar a comprender la verdad general sobre el hombre «histórico», válida también para la teología del cuerpo. Las ulteriores etapas de nuestras reflexiones tendrán la finalidad de acercarnos a comprender esta verdad.

(1) De este modo el contenido de nuestras reflexiones quedaría ubicado en cierto sentido en el terreno de la «ley natural». Las palabras de la Carta a los Romanos (2, 15) citadas, han sido consideradas siempre, en la Revelación, como fuente de confirmación para la existencia de la ley natural. Así, el concepto de la ley natural adquiere también un significado teológico.

Cf., entre otros, D. Composta, Teología del diritto naturale, status quaestionis, Brescia 1972 (Ed. Civilità), págs. 7-22, 41-43; J. Fuchs, s.j., Lex naturae. Zur Theologie des Naturrechts. Düsseldorf 1955, págs. 22-30; E. Hamel, s.j., Loi naturelle et loi du Christ, Brujas-París 1964 (Desclée de Brouwer), pág. 18; A. Sacchi, «La legge naturale nella Bibbia», en: La legge naturale. Le relazioni del Convegno dei teologi moralisti dell’ Italia settentrionale (11-13 septiembre 1969), Bolonia 1970 (Ed. Dehoniana), pág. 53; F Böckle, «La ley natural y la ley cristiana», ib, págs. 214-215; A. Feuillet, «Le fondement de la morale ancienne et chrétienne d’après l’Epitre aux Romains», Revue Thomiste 78 (1970), págs. 357-356; Th. Herr, Naturrecht aus der kritischen Sicht des Neuen Testaments, Munich 1976 (Schöningh), págs. 155-164.

(2) «The typically Hebraic usage reflected in the New Testament implies an understanding of man as unity of thought, will and feeling. (...) It depicts man as a whole, viewed from his intenionality; the heart as the center of man is thought of as source of will, emotion, thoughts and affections.

This traditional Judaic conception was related by Paul to Hellenistic categories, such as «mind», «attitude», «thoughts» and «desires». Such a coordination between the Judaic and Hellenistic categories is found in Ph 1, 7; 4, 7; Rom 1, 21, 24, where «heart» is thought of as center from which these things flow (R. Jewett. Paul’s Anthoprological Terms. A Study of their Use in Conflict Settings. Leiden 1971 [Brill], pág. 448).

«Das Herz... ist die verborgene, inwendige Mitte und Wurzel des Menschen und damit seiner Welt..., der unergründiche Grund and die lebendige Kraft aller Daseinserfahrung und entscheidung» (H. Schiler, Das Menschenherz nach dem Apostel Paulus, en Lebendiges Zeugnis, 1965, pág. 123).

Cf. también F. Baumgärtel - J. Behm, «Kardia», en: Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, II, Stuttgart 1933 (Kohlhammer), págs. 609-616.

(3) Este es quizá el más conocido; pero en la Biblia se pueden encontrar otros ejemplos parecidos (cf. Gén 34, 2; Jue 14, 1; 16, 1).