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Virtudes teologales, perfección esencial cristiana

Para estudiar la esencia misma de la vida cristiana hemos de considerar, sin duda, las virtudes teologales, la fe, la esperanza y la caridad, pues son ellas las que inmediatamente nos unen a Dios, nuestro fin último. Y lo haremos por ese orden, ya que la esperanza se fundamenta en la fe; y la caridad no es plena sino cuando parte de la fe y la esperanza.

La fe

Como es tradicional, Scaramelli estudia la fe partiendo de aquel notable texto de la carta a los Hebreos: «La fe es la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos, y por ella nuestros antepasados fueron considerados dignos de aprobación. Por la fe conocemos que la Palabra de Dios formó el mundo, de manera que lo visible proviene de lo invisible» (Heb 11,1-3).

Todas las partes esenciales de la virtud de la fe, afirma Santo Tomás, como substancia de las cosas que esperamos, se contienen en esas palabras inspiradas (STh II-II, 4,1). La fe, pues, «sobrenatural y divina es una virtud teológica, que levanta nuestra mente a creer con gran firmeza todo lo que Dios nos ha revelado; y a creerlo por este sólo motivo, porque nos lo ha revelado Dios, que es infinitamente sabio y sumamente veraz».IV,4

Como virtud teologal, la fe tiene por objeto inmediato al mismo Dios. Ella es un hábito permanente, que dispone el alma a creer con gran firmeza. Es un hábito infuso, es, por tanto, un puro don de Dios, infundido en el alma sin mérito alguno de su parte (Ef 2,8); y si no se comete pecado de infidelidad, es virtud infusa que no se pierde, aunque los demás pecados puedan oscurecerla. En efecto, hay que «sostener el buen combate, con fe y buena conciencia. Pues algunos que perdieron ésta, naufragaron en la fe» (1Tim 1,19-20)

La fe, hay que insistir en ello, es un don de Dios, que transforma nuestra inteligencia, elevándola y capacitándola para las cosas divinas. En modo alguno podemos llegar a ella por nuestras propias fuerzas, sino por el auxilio de la gracia que ilumina nuestra menteIV,6.

Por lo demás, todas las verdades de la fe son entregadas por Dios a través del don supremo de la Revelación: «Y puntualmente hallamos en las Sagradas Escrituras previstos, y anunciados de los profetas los sucesos de la vida , y de la pasión del Redentor, hasta sus ultimas y más menudas circunstancias. Luego Dios fue quien manfiestó a los profetas las dichas verdades, y se las dictó de su boca, cuando las profetizaban. Pues si Dios el que habló a los profetas , es preciso decir que es verdadera vida aquella fe, por la cual él mismo habló y manifestó».IV,8

Es la misma Revelación divina la que ilumina el entendimiento por la fe. «Queriendo, pues, ejercitarse alguno en actos de fe divina, pondere primero atentamente las señales y argumentos credibilidad, a lo menos si otras veces no lo ha hecho semejantes consideraciones, hasta que quede persuadido y convencido de que los artículos que nos propone la Iglesia no han sido inventados de los hombres, sino manifestados de Dios».IV,14

Por otra parte, la fe está viva si va unida a la caridad; pero separada de ésta, queda informe (STh II-II, 4,3). La fe viva es aquella que se muestra activa y eficaz para obrar según las verdades que cree. Está, en cambio, muerta si se manifiesta ineficaz para obrar conforme a su creencia. Por tanto, la fe que inicia y consuma el camino de la perfección cristiana es «la fe que obra por la caridad» (Gál 5,6).

-Las principales propiedades de la fe, sin las cuales ésta no podría subsistir, son las siguientes:

-La simplicidad o sencillez. La fe no ha de ser curiosa para exigir razones que expliquen las verdades católicas, sino que, una vez que se ha asegurado con certeza de que una verdad ha sido divinamente revelada, se adhiere firmemente a ella, apoyándose únicamente en la autoridad de la palabra del mismo Dios. Ésta es la fe verdadera que elogian las Escrituras:

Abraham «no flaqueó en la fe al considerar su cuerpo sin vigor, pues era casi centenario, y estaba ya amortiguado el seno de Sara; sino que ante la promesa de Dios no vaciló, dejándose llevar de la incredulidad, antes, fortalecido por la fe, dió gloria a Dios, convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido» (Rm 4,19-21).

«No tendría mérito alguno -hace notar San Gregorio- aquella fe que no se moviese a creer a causa de la Revelación divina, sino por la fuerza de las razones humanas o por la experiencia de los sentidos. No sería una fe divina, sino humana» (Hom. 26,8 in Ev. Ioan. 20,21-31).

-La firmeza. La fe ha de ser firme, y no vacilante o dudosa, sino siempre constante en la creencia. Esta propiedad segunda procede de la primera.

En efecto, «si el cristiano no piensa curiosamente en razones naturales, si no hace reflexión a las dificultades que pueden ocurrir a acerca de los misterios revelados, sino que todo se funda en la palabra de un Dios sumamente sabio y verídico, es difícil que no sea firme en su creencia. Porque así como es indefectible el fundamento en que se apoya, así es preciso que sea inmoble, e inalterable su fe».IV,21

-La fortaleza. La fe ha de mostrarse fuerte para sufrir cualquier trabajo o tormento, antes que retroceder un punto de la adhesión a las divinas verdades. San Pedro avisa a los cristianos que es preciso permanecer «fuertes en la fe», para poder resistir al enemigo infernal (1Pe 5,8-9).

-La necesidad de la fe, por otra parte, es abiertamente declarada en la sagrada Escritura, que la exige para la salvación. Y así lo enseña Jesús: «el que creyere y fuera bautizado, se salvará; pero el que no creyere, se condenará» (Mc 16,16). La fe, enseña San Agustín, es primer principio de nuestra salvación, pues sin ella no puede recibirse en esta vida la gracia santificante, ni en la otra la bienaventuranza eterna (Serm. 38,4). Es, pues, el fundamento de nuestra felicidad en el cielo, y la raíz de toda obra santa (Com. in Psalm. 31,4). Es la fe expresada en el concilio de Trento: la fe es el principio de la salvación humana, el fundamento y raíz de toda la justificación (Dz 801/1532).

Por lo que se refiere, pues, a la búsqueda de la perfección evangélica, «no tiene, pues, que emprender la vida espiritual el que nos está bien fundado en la virtud de la fe, porque sería lo mismo que ponerse a fabricar un majestuoso palacio, sin haber echado un sólido cimiento. Y cuando lograre haber llevado el edificio del espíritu a la última perfección, téngase más fuerte que jamás sobre este fundamento de la fe: porque de otra suerte irá todo a tierra, y todo el trabajo espiritual se convertirá en una formidable ruina».IV,30

«El justo vive de la fe», afirma reiteradas veces la Escritura (Hab 2,4; Rm 1,17; Gál 3,11; Heb 10,38; etc.). Si es imposible la salvación sin la fe, más imposible será sin ella la santidad cristiana, pues en el camino de la perfección se presentan innumerables dificultades, que sólo pueden ser vencidas con la fuerza de la fe.

«Pues si todo nuestro adelantamiento espiritual ha de tener su principio de los conocimientos sobrenaturales y divinos, que den vigor a la voluntad para obrar, será preciso decir que no hará jamás mucho provecho en la perfección quien no tiene mucha [fe]; pues ésta es la que nutre los tales conocimientos; y al contrario, hará grandes progresos el que estuviere bien proveído de fe»IV,34.

-Los medios principales para alcanzar la fe y crecer en ella son los siguientes:

-La oración de petición, que siempre es en la navegación cristiana como la proa de la nave. Siendo la fe un don que procede como «sol que nace de lo alto», es decir, como luz que ilumina la mente para que reciba las verdades divinas, necesita, pues, la santa inclinación que Dios pone en la voluntad, atrayéndola hacia sí, y en el entendimiento, para que crea en esas verdades. Por tanto, el hombre debe pedir a Dios esta ilustración sobrenatural de su mente, que sólo puede ser obra de la gracia divina. «Creo, pero ayuda mi incredulidad» (Mc 9,24). «Señor, acrecienta nuestra fe» (Lc 17,5).

-Ejercitarse con frecuencia en actos de fe. «Con practicar frecuentemente las humillaciones, se hace humilde en la abyección y desprecio de sí; y lo mismo digo de otras virtudes. Así, pues, con hacer a menudo actos de fe se adquiere la virtud de la fe, y de esta manera viene a ser el cristiano perfectamente fiel»IV,36.

-Ejercitarse en obras santas y virtuosas, porque al hacerlas se aviva la fe (+Sant 2,26; 1Jn 2,4. Sin actualizar la fe, no podrían realizarse esas obras. «Al contrario las buenas obras, si son frecuentes, avivan la fe, la suben de precio, la encienden, y la hacen perfecta, porque merecen de Dios mayor luz, mayor ardor, y mayor firmeza en creer; con lo cual, se aumenta, crece, y se hace más vigorosa la misma fe».IV,41

Por eso dice San Gregorio: «¿Qué aprovecha el que estemos unidos por la fe a nuestro Redentor, si nos separamos de Él por las costumbres?; pues Él dice: "no todo aquel que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos" (Mt 7, 21). Es necesario, pues, juntar a la fe verdadera las buenas obras. Lavemos con llantos diarios los pecados que hemos cometido; suplan con ventaja a nuestros pasadas maldades las buenas obras nacidas del amor de Dios y del prójimo; no rehusemos prestar a nuestros hermanos todo el bien que nos sea posible, pues, no de otro modo nos hacemos miembros de nuestro Redentor, sino uniéndonos a Dios y compadeciendo a nuestros prójimos» (Hom. 39,9, Ev. Luc. 19,41-47).

La esperanza

La esperanza, como la fe, es una virtud teologal, cuyo objeto primario e inmediato es el mismo Dios. [202] La esperanza «es una virtud teológica que eleva nuestra voluntad a una firme expectación de la eterna felicidad y de los medios necesarios para conseguirla, apoyada en la promesas de un Dios infinitamente poderoso, y sumamente fiel en cumplir su palabra».IV,62 (+STh I-II, 25,1).

Como se ve, la esperanza es hermana del deseo de perfección, del que más arriba tratamos: pero «el deseo y la esperanza, aunque sean semejantes, teniendo ambos por objecto la consecución de algun bien, son también entre sí muy desemejantes. Porque el deseo mira al bien, pero prescindiendo de si es fácil o difícil de conseguirse; cuando la esperanza tira siempre a un bien arduo, y difícil de alcanzarse»IV,61.

Sin el auxilio de la gracia de Dios, ciertamente, la voluntad humana no podría alzarse a un acto tan por encima de sus fuerzas naturales, ya que los bienes de la vida eterna son absolutamente superiores a la capidad humana. En este sentido dice San Bernardo que «nadie puede poner en Dios su esperanza, si no es movido por el Espíritu Santo» (Com. Psalm. 90, Serm. 9,5).

Por otra parte, el objeto secundario de la virtud de la esperanza viene constituído por todos los medios sin los cuales no podemos llegar a la perfecta posesión de Dios: la gracia santificante, el perdón de los pecados, los movimientos santos de la voluntad, las virtudes, la pureza de conciencia, los dones sobrenaturales y todas las ayudas exteriores que nos ayudan a obrar virtuosamenteIV,69 (+STh II-II, 17,2).

-Los motivos de la esperanza son las promesas de un Dios infinitamente poderoso y sumamente fiel. Por eso la Escritura sagrada llama tantas veces al Señor «esperanza nuestra», «mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud» (Sal 70,5).

«Hablan de esta manera las Sagradas Letras, porque la esperanza es la virtud toda fundada en Dios. Aspira ella a Dios, y del mismo Dios se mueve a esperarle; porque se mueve delos atributos de su infinita ominipotencia, y de su suma fidelidad, los cuales en substancia el mismo Dio. Por lo cual es esta una virtud del todo divina, que hace divinas a las almas que la poseen».IV,78

Dios, en efecto, promete la salvación eterna a quien, guardando los mandamientos de su ley divina, persevera en su gracia hasta la muerte. Y «que Dios haya prometido el dar todas las ayudas necesarias para la observancia de sus mandamientos, y para mantenerse en su gracia a cualquiera que con el debido modo se lo pediere, es tan indubitable que el Santo Evangelio, en el cual se hallan escritas con claridad las dichas promesas».IV,72

-Entre las propiedades de la esperanza

-La primera es que la esperanza se apoya en el mismo Dios, como tantas veces lo expresa la Escritura: «Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Sal 17,3).IV,84

De aquí se deduce que la esperanza no nos permite apoyarnos en nosotros mismos, como si nuestras propias fuerzas nos permitieran expiar todas nuestras culpas, guardar la inocencia, ejercitar perseverantemente las virtudes, y consiguientemente conseguir la gloria del paríso. No es así.

Por el contrario, «pesa sobre nuestra propia carne una sentencia de muerte, y así hemos aprendido a no poner nuestra esperanza en nosotros mismos, sino en Dios, que resucita a los muertos» (2Cor 1,9). «Porque el esperar un en sí mismo no es otra cosa que apoyarse en una caña frágil y débil que luego se quiebra y le hace caer».IV,84

Como dice Santo Tomás, «la esperanza tiene como fin último la bienaventuranza eterna; el auxilio divino, en cambio como causa primera que conduce a la bienaventuranza. Por lo tanto, como fuera de la bienaventuranza eterna no es lícito esperar bien alguno como fin último, sino sólo como ordenado a ese fin de la bienaventuranza, tampoco es lícito en ningún hombre, o en criatura alguna, como causa primera que conduzca a la bienaventuranza; es lícito, sin embargo, esperar en el hombre o en otra criatura como agente secundario instrumental, que ayude a conseguir cualquier bien ordenado a la bienaventuranza» (STh II-II, 17,4)

¿Es lícito, sin embargo, poner la esperanza en los hombres? Santo Tomás enseña que «la esperanza tiene la bienaventuranza eterna como fin último y el auxilio divinocomo primera causa que conduce a la bienaventuranza. Y así como no es lícito esperar bienalguno como último fin, fuera de la bienaventuranza eterna, sino sólo como ordenado a este fin de la bienaventuranza, del mismo modo no es lícito esperar en ningún hombre o en criatura alguna como primera causa que conduce a la bienaventuranza. Pero sí es lícito esperar en el hombre o en otra criatura como agente secundario o instrumental con que ayudarse a conseguir cualquier bien ordenado a la bienaventuranza» (STh II-II, 17,4).

-La certeza es la segunda propiedad de la esperanza, y con ella han de esperarse los bienes eternos y los medios necesarios para llegar a ellos. Puede la esperanza ser cierta porque está toda ella fundada en las promesas de un Dios infalible.

-Los efectos principales de la esperanza son los siguientes:

-Se dilata el corazón de la persona que espera en Dios, facilitando el cumplimiento de sus leyes, según aquello del salmo: «correré por el camino de tus mandatos cuando dilates mi corazón» (118,32).

-Consuela y alegra, como lo dice la carta a los Hebreos: «Hay dos realidades irrevocables, la promesa y el juramento, en las que Dios no puede engañarnos. Y gracias a ellas tenemos fuerza y ánimo los que buscamos en Él asilo, hasta alcanzar la esperanza que se nos ofrece. Y esta esperanza que tenemos es como un ancla del alma, sólida y firme» (6,17-19).

Bellamente dice San Agustín: «Ahora nosotros pasamos trabajos y fatigas, pero vendrá después el día feliz en que gozaremos del fruto. Más aún, las mismas fatigas que ahora padecemos están llenas de alegría y do gozo por la esperanza de los bienes futuros [...] Y si nuestras fatigas, a causa de la esperanza, nos alegran tanto en esta vida, ¿cuál será la alegría que desbordará en nosotros cuando gocemos del fruto mismo de nuestros trabajos?» (Com. Psalm. 127,10).

-La oración es ocasión muy oportuna para ejercitar vivamente la esperanza, porque de ésta depende sobre todo la eficacia de nuestras peticiones, para conseguir los favores que nos convienen. Por eso, «propóngase, pues, el hombre espiritual el no pedir jamás gracia a Dios, sin haber despertado antes en su corazón una viva confinza en Dios, reflexionando en las repetidas promesas que nos ha hecho de oír nuestros ruegos; y también en su suma bondad, más pronta a hacernos beneficios, que lo somos nosotros para recibirlos».IV,112

Los momentos difíciles y desesperantes, sobre todo los que nacen de la memoria de culpas pasadas o de pecados recientes, son también ocasión para aferrarse bien a la virtud de la esperanza, que nos hace descansar en la bondad de Dios.

Los tiempos de sufrimiento, en fin, que abruman nuestro cuerpo o nuestra alma, requieren también que el alma se fortalezca en la esperanza. «Por lo cual conviene, que la persona atribulada se aplique a ésta, y se la meta en el corazón, si quiere pasar intrépida por la escuadra de los males que por todas las partes nos cercan».IV,120

La caridad

Todos los temas que hemos ido considerando se ordenan, como disposiciones próximas o remotas, hacia la plena caridad, que es la meta del camino espiritual. Ella es «el vínculo de la perfección» (Col 3,14). Por eso es la virtud teologal más excelente, alma y forma de todas las virtudes, la que más une a los cristianos con Dios y entre sí.

Por otra parte, la caridad ahora ama a Dios por sí mismo, y se goza de su bien solo porque es bien suyo; y ahora ama al prójimo, y quiere su bien, pero se lo quiere solo por el bien que quiere a Dios: quiero decir, que lo ama por amor de Dios».IV,134

Es la enseñanza, por ejemplo, de San Agustín: «la caridad ama ahora a Dios por sí mismo, y se alegra de su bien sólamente porque es su bien, y ama al prójimo por amor de Dios« (Doctr. crist. 3,10). El amor a Dios, en efecto, se mueve desde la bondad de Dios y a Él dirige sus afectos. El amor al prójimo también es movido por la bondad divina, pero se dirige con sus actos al mismo prójimo. Por eso Dios es causa y fuente de nuestro amor al prójimo, ya que amamos al prójimo con Dios, desde Dios y por Dios. En estos dos amores consiste la perfección cristiana, principalmente en el amor para con Dios.

-La caridad con Dios es una virtud teologal infusa, que levanta nuestra voluntad a amar sobre todas las cosas a Dios por sí mismo, por el mérito infinito que tiene de ser amado. Es teologal, pues Dios mismo es el objeto y al mismo tiempo el principio de sus amorosos movimientos: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado» (Rm 5,5).

Ama la caridad a Dios sobre todas las cosas, y le ama por sí mismo. Y esto es lo que la distingue del amor de concupiscencia, que busca principalmente en el amante el propio gozo o ventaja. Dios es bueno en sí mismo y es nuestro último fin. Él es sumamente bueno en sí, porque contiene toda perfección y todo bien. En Él reside toda la infinita omnipotencia -suma sabiduría y bondad, incomparable belleza, una grandeza que excede toda idea nuestra y todo conocimiento-. «¿A quién, pues, compararéis vuestro Dios, qué imagen haréis que se le asemeje?» (Is 40,18).

Además, este Dios, sumamente bueno en sí mismo, es también sumamente bueno para con nosotros, pues tiene una infinita inclinación para hacernos el bien, liberándonos de los males eternos, y para hacernos participar de los sumos bienes suyos y de su misma bienaventuranza, y con ese fin nos da también todas las ayudas necesarias y convenientes para que lleguemos a la felicidad eterna.IV,138

-La caridad establece con Dios una verdadera amistad. Por otra parte, como dice Santo Tomás, la caridad no es sólamente amor a Dios, sino una verdadera amistad con Él. En efecto, en la caridad se da ese amor mutuo, indispensable en toda amistad auténtica. «Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16).

Más aún, si es cosa bien propia de la amistad la comunicación de bienes, ya que entre los amigos todas las cosas son comunes, Dios nuestro Señor, por la gracia habitual, posee a los que ama, y los que le aman toman en cierto modo posesión de Él ya en esta vida, haciéndose así «participantes de la divina naturaleza» (2Pe 1,4).

Por todo ello dice el Angélico Doctor que la caridad establece una verdadera amistad entre Dios y el hombre, que se inicia ya en la vida presente y que se consuma en la otra con perpetua felicidad (STh I-II, 65,5; +II-II, 23,1).

-La caridad da forma a todas las virtudes. En efecto, todas ellas, desprovistas de la caridad, quedan, informes, y pierden su virtud meritoria de vida eterna, según aquello del Apóstol: «no teniendo caridad, nada aprovecha» (1Cor 13,3).

Por el contrario, es la caridad la que causa el mérito de todas las virtudes, que bajo su influjo florecen y se llenan de frutos.IV,148 Ella es raíz y fuente de la que dimanan las virtudes, y en éstas imprime una forma divina, que las hace dignas de premio eterno (STh I-II, 62,4).

-Medios para adquirir la caridad:

-Desearla por encima de todo y pedirla siempre a Dios. La caridad a Dios y al prójimo pone en el hombre las alas que pueden hacerle volar en la paz de la vida divina. «¿Quién me diera alas de paloma para volar y posarme?» (Sal 54,7). El Espíritu Santo, el amor de Dios, en figura de fuego o de paloma, es quien puede acrecentar en el corazón del hombre el ardor de la caridad divina (+Rm 5,5).IV,151

-Las mortificaciones, sobre todo las del amor propio, son necesarias para aniquilar a los enemigos de la caridad: toda búsqueda desordenada de la propia honra, de los propios gustos y preferencias, que no mira a Dios ni al bien del prójimo. [224] «El amor divino requiere luz en la mente para conocer las perfeciones de Dios; al contrario el amor propio, la obscurece, y la hace inepta para entenderlas».IV,154

Para San Agustín es evidente que el aumento de la caridad depende de la disminución del amor propio (De div. quæst. 36,1). San Gregorio estima que «el amor propio de sí mismo ciega mucho los ojos del entendimiento, porque [el hombre] no se mueve entonces por la luz de la fe, como hace según el amor santo, ni sigue tampoco la luz de la razón, sino que se deja llevar por el instinto del placer, del deleite, de la honra, de la ganancia o de la propia utilidad» (Hom. IV, 4-6, in Ezeq.).

-Formar el hábito de la meditación favorece también el acrecentamiento del amor al Sumo Bien. «Así, para que nuestro corazón conciba el amor divino, no basta que se vaya disponiendo con la mortificación y con el abatimiento del amor propio; sino que es menester que el alma se arrime a este fuego divino».IV,163

-Los actos propios del amor de caridad son éstos:

El que ama a un amigo con amor sincero no está pensando en utilidades propias, sino que se alegra en la persona amada, en ella misma, se complace en los bienes que en ella reconoce, como si fueran propios, y desea para ella los bienes que le falta, y si comete alguna falta se duele con ella. Varios son, pues, los actos propios del amor de la caridad.

-El amor de complacencia es el primer acto de la caridad. Concretamente, un alma que ama a Dios experimenta que en Él se encuentra todo bien posible, sin que nada falte a su perfección y excelencia, y apreciando cuanto en Él hay de poder, belleza, bondad, majestad, inmensidad, grandeza y amabilidad, se considera a sí mismo como revestido de esos mismos bienes.

Por eso dice bien Scaramelli «que la complacencia de las infinitas perfecciones de Dios ha de acrecer tanto en el corazón de quien ama, que le sirva de gran alivio entre los malos de la vida presente. Y así como una madre que se halla afligida por alguna enfermedad o triste por algún grave desastre, al oir que su hijo ha sido sublimado a alguna dignidad, se goza tanto que se olvida de su dolor y no siente ya sus penas, así nosotros, en medio de las desventuras y trabajos que por todas partes nos cercan en esta vida infeliz, viendo a nuestro amabilísimo Dios libre y aun incapaz de nuestros males, viéndole felicísimo por la plenitud y colmo de todos los bienes posibles, nos debemos gozar tanto, que el gozo de sus bienes temple lo amargo de nuestros males».IV,177

-El amor de preferencia, también acto propio de la caridad, es un amor lleno de fuerza, pues por él la persona afirma una decidida y continua predilección por Dios, estimando su bondad infinita y su mérito incomparable sobre todas las cosas creadas.IV,180

-El amor de celo nace del amor de benevolencia, porque el celo, según Santo Tomás, nace de un amor intenso y vehemente. Por lo cual, queriendo alguno el bien del amigo, hace todo para ir contra lo que se opone a su bien. El que ama no sólamente se complace del bien del amigo, sino que también desea para él los bienes que no posee. Es éste un amor que muchas veces tienen los padres hacia los hijos: se alegran de sus cualidades, al mismo tiempo que les desean aquellas que aún no tienen. Pues bien, todo hombre que ama a Dios, al mismo tiempo que se complace en sus infinitos bienes, sufre al verlo ofendido y despreciado. Este amor celoso, según Santo Tomás, nace de un amor intenso y vehemente, que no sólamente procura el bien del amado, sino que se duele de cuanto le es contrario, y trata de impedir con fuerza todo lo que se le opone (STh I-II, 28,4).

Es éste amor celoso un amor de gran precio, frecuentemente expresado en la Escritura: «me devora el celo de tu templo, y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí» (Sal 68,10); «arroyos de lágrimas bajan de mis ojos, por los que no cumplen tu voluntad» (118,136).

Todo cristiano debe consumirse en este santo celo, dice San Agustín, pues siendo miembro de Cristo, debe sentir vivamente cualquier injuria que se haga a su honra (Trav. Ev. Ioan. 10,99).

De este celo, precisamente, nos habla muchas veces San Pablo, advirtiéndonos que debe ser celo verdadero, tan fervoroso y eficaz como prudente; pues también en algunos se da el celo por Dios, pero «no según la ciencia» (Rm 10,2), ya que carece de moderación y rectitud. También advierte así San Bernardo: «El celo sin ciencia, es decir, sin discreción, es poco útil y con frecuencia peligroso, y en el peor de los casos viene a ser insoportable» (Serm. Cant. 49,5) Por eso, cuanto más fervoroso es el celo de la caridad, tanto más debe ser prudente en su ejercicio.IV,229

-El amor de contrición, finalmente, es forma preciosa de la caridad con Dios. Cuando alguien ama a Dios con un amor realmente profundo, se duele mucho cuando de algún modo le ofende. Así San Pedro: «saliendo fuera, lloró amargamente» (Mt 26,75). A este propósito, advierte Santo Tomás que el dolor de haber ofendido a Dios debe durar toda la vida, pues aquel que ama de verdad recuerda siempre con dolor haber ofendido al amado (STh III, 84,8). Así el salmista: «yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado» (50,5).

-La caridad con el prójimo

Como sabemos, el amor de la caridad no se dirige sólamente a Dios, sino también, y de modo inseparable, al prójimo. En efecto, el amor a Dios nos hace amar todo aquello que Él ama, todo lo que le pertenece, todo cuanto es reflejo de su infinita bondad.

Por eso, «la caridad con que amamos a nuestro hermanos es tan estimble, que a ella se reduce en gran parte el lustre y la perfección de nuestras almas. Esta estimabilidad, a mi ver, se funda en la grande estima que Dios ha hecho de ella; ya porque nos ha dado un estrecho y riguroso precepto ; ya porque nos ha dado el dicho precepto en tiempos con expresiones muy singulares; y ya también porque nos lo dió en tiempo muy memorable para nosotros».IV,297

Este amor de la caridad hacia los prójimos no se basa en lazos familiares, ni en la simpatía, ni tampoco en los dones naturales que puedan resplandecer en la persona amada. Este amor es de caridad, precisamente, porque tiene su origen en el mismo amor de Dios. En este sentido, no se ama al prójimo por sí mismo, ni tampoco por sus dotes naturales, sino por amor y respeto de Dios. Por eso hemos de decir que nuestro amor tiene la calidad del verdadero amor de caridad cuando amamos en Dios, por Dios y para Dios.IV,298

Es ésta una doctrina clásica, que hallamos, por ejemplo, en San Gregorio, según el cual nadie debe pensar sin más que su amor a alguien es amor de caridad, ya que si no le ama en relación a Dios, aunque crea tenerle caridad, en realidad no se la tiene (Hom. 38,11 Ev. Mt. 22,1-14).

El precepto del amor al prójimo es de suma importancia, pues el Señor nos lo da como substancia de toda la ley, como síntesis de cuanto enseñaron los profetas, y compendio de toda perfección: «ésta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12). En esta caridad reconocerán que somos discípulos de Cristo (Jn 13,35).

«Pues si este precepto es el principal, de quien todos los otros toman la fuerza de obligar, conviene decir que entre todos los preceptos sea el más estrecho que Dios haya impuesto».IV,299

El que no ama a su prójimo, dice San Agustín, no sólamente queda herido por una culpa grave, sino que pone también en su corazón la raíz de todos los pecados (Trat. Ev. Ioan. 5,4). De ahí se sigue que el hombre que está destituido de la caridad no es capaz de hacer ninguna obra santa, meritoria de vida eterna. Aunque dé su hacienda a los pobres, aunque traslade los montes con su fe, haga lo que hiciere: sin caridad, nada le aprovecha (1Cor 13,1-3).

-Por lo demás, el amor espiritual es más profundo que el amor sensible. La sensibilidad se complace en el bien sensible captado, mientras que en aquél es la voluntad la que se adhiere al bien captado por el entendimiento. Por eso la unión que el amor produce siempre no siempre es física, pero siempre es espiritual. El amado, ausente o presente, está siempre en el corazón del amante (Flp 1,7), como también el amante está en el amado, pues hace suyas todas las cosas de éste. Y es así como se dice del amor de la caridad que es íntimo.

-Los bienes espirituales deben ser preferidos a los bienes corporales. Así lo recuerda Santo Tomás, que da tres razones para ello. El don espiritual siempre es más valioso que el don corporal. El alma, que recibe el don espiritual, es más noble que el cuerpo. Las mismas acciones, por las que se transmite el don, son más nobles que las acciones corporales (STh II-II, 32,3). Ningún sacrificio es a Dios tan grato, dice San Gregorio, como atender con celo verdadero la salvación de las almas (Hom. 12,30 in Ez.).

-La corrección fraterna, por ejemplo, es un acto de caridad espiritual, que en ocasiones puede ser obligación grave, pues trata de remediar los pecados del prójimo. Eso sí, para ser eficaz debe ejercitarse con dulzura, en el momento oportuno, empleando los medios más adecuados al efecto deseado.IV,365

Avisos al Director espiritual

El crecimiento del dirigido en las virtudes teologales ha de ser, por supuesto, el máximo empeño del Director.

-La fe. El Director ha de intentar en primer lugar que sus discípulos sean hombres de fe, y debe cuidar de formar juicios falsos respecto de cómo se hallan ellos en la fe. También debe verificar si tienen tentaciones sobre la fe, y ellas pueden sufrirse por culpa propia.

Téngase en cuenta, en todo caso, que «hay personas buenas deseosas de su perfección, en quienes permite Dios tentaciones vehementes contra la fe; pero no por otro fin, sino para fortalecerlas más en la misma virtud de la fe. Porque así como un castillo se fortifica más, y se procura hacerlo inconquistable por aquella parte que es acometido de sus enemigos; así las almas buenas en aquella virtud en que son más combatidas de los demonios, vienen a hacerse más fuertes y robustas por la valerosa resistencia que hacen a los asaltos de sus adversarios».IV,55

-La esperanza. Es también función principal del Director animar a los dirigidos en la esperanza, ayudándoles a superar desconfianzas, pusilanimidades y desfallecimientos, consciente de que si enflaquece la esperanza, se debilita también el amor.IV,122-124

Y como muchas veces el desánimo proviene de los pecados, debe animar a los descípulos a mantener siempre viva la confianza en la misericordia de Dios. «Mas porque este horror indiscreto de los pecados, y este temor demasiado, del que nace la desconfianza y tal vez la desesperación, puede tener origen de diversas causas: esto es de la aprehensión o de los pecados pasados, o de las culpas presentes, o de la inconstancia de la voluntad que recae en los mismos defectos, o de los males que nos amenazan en lo venidero; por eso debe el Director en todos estos casos tener pronto el remedio para animar a la persona sobradamente atemorizada».IV,127

-La caridad. El Director debe saber distinguir bien en el corazón del discípulo la substancia de esta virtud excelsa, que inclina con fuerza la voluntad hacia Dios, y los aspectos meramente accidentales de la misma, como puede ser los sentimientos de dulzura, que pueden acompañar la inclinación de la voluntad, pero que a veces faltan. En este sentido, la caridad se mide ante todo no por los muchos sentimientos, sino por el mucho obrar y mucho padecer por amor de Dios.IV,214

«Si me preguntares cómo se adquiere este amor; digo que con determinarse la persona a "obrar y padecer" por Dios; y en efecto, hacerlo después, cuando se ofrezca la ocasión» (cf. Sta. Teresa, Fundaciones 5,3).IV, 214

El amor al Señor llega a su perfección cuando «la persona espiritual llega a cargarse graves fatigas por Dios, sin sentir su peso, y a emprender obras dificultosas, sin sentir su incomodidad; antes el mismo peso, el mismo trabajo a que se sujeta por Dios, le es deleitable: entonces el amor ha llegado a grado más perfecto».IV,216

Y llegado el cristiano a esta caridad perfecta, ha alcanzado la meta del camino de la perfección evangélica.