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El milagro es un hecho prodigioso que atrae nuestra atención e invita a ver en él una intervención extraordinaria de Dios, una señal que da autenticidad a un mensaje espiritual.
Los milagros que se relatan en los evangelios son para nosotros motivos de fe, lo mismo que lo fueron para los contemporáneos de Cristo. Felizmente, podemos contar en nuestros días con tales prodigios que confortan nuestra esperanza. Véanse los milagros de Lourdes.
Citaremos un caso, el de Pierre Rudder, leñador belga. En 1867, en un accidente laboral, se fractura la pierna izquierda, tibia y peroné hasta la rodilla. Durante 8 años, la herida, siempre abierta, supura y desprende un hedor insoportable. Los extremos del hueso asomaban por ella su fuerte necrosis. El 7 de abríl de 1875 se le da a beber un poco de agua del manantial de Lourdes... Invoca a Nuestra Señora de Lourdes, se incorpora, camina y sana instantáneamente. No solo las llagas quedan cicatrizadas, sino que los huesos aparecen soldados. Ha habido, pues, creación instantánea de materia, constatada por los médicos y reconocida por la Oficina Médica de Lourdes.
El milagro no puede tomarse –y menos hoy que en tiempo de Jesús– como una coacción a la libertad personal. Emilio Zola y el Profesor Alexis Carrel fueron ambos testigos de sendos milagros en Lourdes. El primero no vio en aquello la intervención sobrenatural, y en cambio el otro se convirtió. «Los sencillos sienten a Dios con la naturalidad que perciben el calor del sol o el perfume de una flor. Pero ese Dios, abierto a aquel que sabe amar, permanece en silencio para el que no sabe más que comprender» (A. Carrel, premio Nobel de medicina).
?«Si no me creéis, creed en mis obras» (Jn 10,38)