Descarga Gratis en distintos formatos
Causa satisfactoria y meritoria
Cristo, por sus satisfacciones, nos merece la gracia de la filiación divina
La imitación de Jesucristo, en su ser de gracia y en sus virtudes, constituye la sustancia de nuestra santidad; esto es lo que he tratado de haceros ver en la anterior conferencia. Para que conozcáis mejor a Aquel a quien debemos imitar, he tratado de presentar a vuestras almas el divino modelo, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. La contemplación de nuestro Señor, tan adorable en su persona, tan admirable en su vida y en sus obras, habrá sin duda encendido en vuestros corazones un deseo ardiente de asemejaros a El y de uniros a su sacratisima persona.
¿Puede acaso la criatura tener la pretensión de reproducir los rasgos del Verbo encarnado y participar de su vida?; ¿puede encontrar la fuerza necesaria para seguir ese camino único que lleva al Padre? -Sí, la Revelación nos dice que esa fuerza se halla en la gracia que nos merecieron las satisfacciones de Cristo.
Nuestro Dios lo hace todo con sabiduria; más aún, es la sabiduría infinita. Siendo su pensamiento eterno hacernos conformes a la imagen de su Hijo, debemos estar ciertos que, con el fin de conseguir ese objeto, ha establecido medios de absoluta eficacia, y no solamente podemos aspirar a la realización del ideal divino en nosotros, sino que el mismo Dios nos invita a ello: «Nos predestinó para que fuéramos como un trasunto fiel de la imagen de su Hijo» (Rm 8,29); quiere que reproduzcamos «en nosotros los rasgos de su Hijo muy amado» aunque no podamos hacerlo sino de una manera limitada. Desear reproducir ese ideal no es ni orgullo ni presunción, sino una respuesta al deseo del mismo Dios: «escuchadle» (Mt 17,5). Basta únicamente con que utilicemos los medios por El establecidos.
Cristo, según hemos visto, no es sólo el ejemplar único y universal de toda perfección; es también, como acabo de insinuar, la causa satisfactoria y meritoria, la causa eficiente de nuestra santificación. Cristo es para nosotros fuente de gracia, porque habiendo pagado todas nuestras deudas, a la divina justicia, por su vida, su Pasión y su muerte, ha conquistado el derecho de distribuir toda gracia. Causa satisfactoria y meritoria.
Examinemos ahora tan consoladora verdad, y en otra conferencia veremos cómo Jesucristo es la causa eficiente de nuestra santidad
1. Imposibilidad para el humano linaje, descendiente de Adán pecador, de reconquistar la herencia eterna; sólo un Dios hecho hombre puede dar una satisfacción plena y suficiente
¿Qué se ha de entender cuando decimos que Cristo es la causa satisfactoria y meritoria de nuestra salud y de nuestra santificación?
Como ya sabéis, Dios, al crear al primer hombre, le constituyó en justicia y en gracia; le hizo su hijo y su heredero. Pero el plan divino fue trastornado por el pecado. Adán, constituido jefe de su raza, prevaricó; en un solo instante perdió para sí y para sus descendientes todo derecho a la vida y a la herencia divinas, todos los hijos de Adán, cautivos del demonio desde entonces (Hch 26,18; Jn 12,31; Col 1,14), corrieron su misma suerte, por eso nacen, según dice San Pablo «enemigos de Dios» (Rm 5,10; 11,28), «objeto de cólera» (1Tes 1,10; Rm 2,5,8; Ef 2,3), y, por tanto, excluidos de la bienaventuranza eterna (Rm 2,2; 5, 15-18).
-¿No habrá, entre los hijos de Adán, alguien capaz de rescatar a sus hermanos y levantar esa maldición que pesa sobre todos ellos?-Nadie -porque todos pecaron en Adán-; nadie podrá dar una satisfacción adecuada ni por sí ni por los demás.
El pecado es una injuria a Dios, injuria que debe ser expiada- siendo una simple criatura el hombre, es de suyo incapaz de saldar dignamente la deuda contraída con la majestad divina por una falta cuya malicia es infinita
La satisfacción, para que sea adecuada, debe ser ofrecida por una persona de dignidad equivalente a la de la persona ofendida. La gravedad de una injuria se mide por la dignidad de la persona ofendida; la misma injuria, hecha a un príncipe, reviste, a causa de su categoría, una gravedad mayor que si se hiciese a un villano [Peccatum contra Deum commissum infinitatem habet ex infinitæ divinæ maiestatis; tanto enim offensa est maior quanto maior est ille in quem delinquitur. Santo Tomás, III, q.1, a.2, ad 2; +I-II, q.87, a.4]. Para la satisfacción, sucede cabalmente lo contrario. La grandeza de una reparación se regula, no según la dignidad de aquel que la recibe, sino del que la da. Al mismo rey rinden vasallaje un villano y un príncipe; es evidente que el vasallaje del príncipe es más de estimar que el del villano. Ahora bien; entre nosotros y Dios hay una distancia infinita.- ¿Tendrá el género humano que arrojarse en brazos de la desesperación? El ultraje hecho a Dios, ¿no podrá ser reparado?, ¿no entrará jamás el hombre en posesión de los bienes eternos?- Sólo Dios podía dar una solución a este angustioso problema.
Ya sabéis cuál fue la respuesta de Dios, la solución llena de misericordia, y a la vez de justicia, que nos deparó. En sus designios insondables, decretó que el rescate del género humano no se realizaría sino mediante una satisfacción igual a los derechos de su justicia infinita, y que esta satisfacción había de ser dada por el cruento sacrificio de una víctima que sustituyese libremente, voluntariamente, a todo el género humano. ¿Cuál será esa víctima?, ¿quién será ese salvador? «¿Eres Tú quien has de venir?» (Mt 11,3).
Dios lo prometió después de la culpa, pero miles de años se pasan antes de su venida miles de años durante los cuales el género humano eleva sus brazos desde el fondo de un abismo insondable, de donde no puede levantarse; miles de años durante los cuales acumula sacrificios sobre sacrificios, holocaustos sobre holocaustos, para sacudir su servidumbre. Pero «cuando llega la plenitud de los tiempos», Dios envía el Salvador prometido, el Salvador que debe rescatar la creación, destruir el pecado y reconciliar a los hombres con Dios. -¿Quién es?- El Hijo de Dios hecho hombre. Hombre, salido del linaje de Adán, podrá sustituir voluntariamente a todos sus hermanos y hacerse, por decirlo así, solidario de su pecado; aceptando libremente padecer y expiar en su carne pasible, será capaz de merecer.- Siendo Dios, su mérito tendrá un valor infinito, la satisfacción será adecuada, la reparación completa. No hay, dice Santo Tomás, satisfacción plenamente adecuada, si no existe una operación plenamente infinita en su valor; es decir, una operación que Dios sólo puede realizar (III, q.1, a.2, ad 2). Así como el orden de la justicia pide que la pena responda a la falta, del mismo modo, añade el Doctor Angélico, parece natural que aquel que ha cometido el pecado satisfaga por el pecado, y he aquí por qué ha sido preciso tomar de la naturaleza corrompida por la falta lo que debía ofrecerse en satisfacción por toda esta naturaleza (ib. q.4. ad 6).
Tal es la solución que Dios mismo nos brinda. Pudiera haber escogido otras, pero ésta es la que plugo a su sabiduría, a su poder y a su bondad. Esta es la que debemos contemplar y alabar, porque esta solución es admirable. «La humanidad de Cristo, dice San Gregorio, le permitía morir y satisfacer por los hombres, su divinidad le daba el poder de conferirnos la gracia que santifica» [Moralia, 27, c.30, n.46]; la muerte había salido de una naturaleza humana manchada por el pecado; de una naturaleza humana unida a Dios debía también brotar la fuente de la gracia y de la vida [Ut unde mors oriebatur inde vita resurgeret. Pref. del Tiempo de Pasión].
2. Jesús salvador; valor infinito de todos los actos del Verbo Encarnado. Sin embargo de ello, de hecho, la Redención no se opera sino por el Sacrificio de la Cruz.
«Cuando vino la plenitud de los tiempos, fijados por los decretos celestiales -leemos en San Pablo-, Dios envió a su Hijo, formado de una mujer, para libertarnos del pecado y conferirnos la adopción de hijos» (Gál 4, 4-5). Rescatar al género humano del pecado y devolverle por la gracia la adopción divina, tal es, en efecto, la misión principal del Verbo encarnado, la obra que Cristo venía a realizar en la tierra.
Su nombre, el nombre de Jesús, que Dios mismo le impone, no está exento de significado y simbolismo: «Jesús no lleva un nombre vacío o inadecuado» [Iesus nomen vanum aut inane non portat. San Bernardo, Serm. 1 de Circumcis.]. Este nombre significa su misión específica como Salvador y señala su cometido: la redención del mundo: «Le darás el nombre de Jesús, dice el ángel enviado a San José, porque El es quien salvará al pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
Mas ya llega.
Contemplémosle en este instante solemne, único en la historia del género humano. ¿Qué dice? ¿Qué hace?: «Entrando en el mundo dijo a su Padre: No has querido ni sacrificio ni oblación, sino que me has formado un cuerpo; no te has complacido en los holocaustos ni en los sacrificios por el pecado que te ofrecían los hombres; entonces dije: "Heme aquí" (Heb 10, 5-7; +Sal 39, 7-8). Estas palabras, tomadas de San Pablo nos revelan el primer latido del corazón de Cristo, en el momento de su Encarnación.- Y realizado este acto inicial de oblación completa, Cristo «se lanza como un gigante para recorrer el camino que se abre ante El» (Sal 18,6).
Gigante, porque es un Hombre-Dios; y todas sus acciones, todas sus obras, son de un Dios, y por consiguiente dignas de Dios, a quien se las ofrece en homenaje. Según el modo de hablar de la filosofía, «los actos pertenecen a la persona» [actiones sunt suppositorum]. Las diversas acciones que nosotros realizamos tienen su fuente en la naturaleza humana y en las facultades inherentes a esa naturaleza; pero en última instancia las atribuimos a la persona que posee esa naturaleza y usa de esas facultades. Así, pienso con la inteligencia, veo por los ojos, oigo por los oídos; oír, ver y pensar son acciones de la naturaleza humana, pero en definitiva las referimos a la persona; es el yo, el que oye, ve y piensa; aunque cada una de esas acciones emane de una facultad diferente, todas recaen en la misma y única persona que posee la naturaleza dotada de tales facultades.
Pues bien; en Jesucristo, la naturaleza humana, perfecta e íntegra en sí misma, está unida a la persona del Verbo, del Hijo de Dios. Muchas acciones en Cristo no pueden ser realizadas sino en la naturaleza humana: si trabaja, si anda, si duerme, si come, si enseña, si padece, si muere, es en su humanidad, en su naturaleza humana; pero todas esas acciones pertenecen a la persona divina con quien la naturaleza humana está unida. Es una persona divina la que hace y opera por la naturaleza humana.
Resulta, pues, que todas las acciones ejecutadas por la humanidad de Jesucristo, por máximas, por ordinarias, por sencillas, por limitadas que sean en su realidad física y en su dimensión temporal se atribuyen a la persona divina con quien esa humanidad está unida; son acciones de un Dios [la Teología las llama theándricas, de dos palabras griegas que significan Dios y Hombre], y a causa de este título poseen una belleza y un brillo trascendentes; adquieren, desde el punto de vista moral, un precio inestimable, un valor infinito; una eficacia inagotable. El valor moral de las acciones humanas de Cristo se mide por la dignidad infinita de la persona divina, en quien subsiste y obra la naturaleza humana.
Y si tratándose de las acciones más insignificantes de Cristo esto resulta verdadero, ¿cuánto más no lo será tratándose de aquellas que constituyen propiamente su misión terrena, o se refieren a ella, como es el sustituirnos voluntariamente en calidad de víctima inmaculada, para pagar nuestra deuda y devolvernos por su expiación y satisfacciones la vida divina?
Porque ésa es la misión que debe realizar, el camino que debe recorrer. «Dios puso sobre El», hombre como nosotros, de la raza de Adán y al mismo tiempo justo, inocente y sin pecado, «la iniquidad de todos nosotros» (Is 1,3,6). Porque se hizo en cierto modo solidario de nuestra naturaleza y de nuestro pecado, nos ha merecido el hacernos a su vez solidarios de su justicia y de su santidad. Dios, según la expresión enérgica de San Pablo, «destruyó al pecado en la carne, enviando por el pecado a su propio Hijo, en una carne semejante a la del pecado» (Rm 8,3); y añade con una energía aun más acentuada: «Dios hizo pecado por nosotros a Cristo, que no conocía el pecado» (2Cor 5,21). ¡Qué valentía en esta expresión!: «hizo pecado», el Apóstol no dice «pecador», sino «pecado».
Cristo, por su parte, aceptó tomar sobre sí todos nuestros pecados, hasta el punto de llegar a ser sobre la Cruz, en cierto modo, el pecado universal, el pecado viviente. Púsose voluntariamente en lugar nuestro, y por eso será herido de muerte; su sangre será nuestro rescate (Hch 20,28).
El género humano quedará libre, «no con oro o con plata, que son cosas perecederas, sino por una sangre preciosa, la del Cordero inmaculado y sin tacha, la sangre de Cristo, que ha sido designado desde antes de la creación del mundo» (1Ped 1, 18-20).
¡Oh!, no lo olvidemos, «hemos sido rescatados a gran precio» (1Cor 6,20). Cristo derramó por nosotros hasta la última gota de su sangre. Es verdad que una sola gota de esa sangre divina hubiera bastado para redimirnos; el menor padecimiento, la más ligera humillación de Cristo, un solo deseo salido de su corazón, hubiera sido suficiente para satisfacer por todos los pecados, por todos los crímenes que se pudieran cometer; porque siendo Cristo una persona divina, cada una de sus acciones constituye una satisfacción de valor infinito.- Pero «para hacer brillar más y más a los ojos del mundo el amor inmenso que su Hijo le profesa», «para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31), y «la caridad inefable de ese mismo Hijo para con nosotros» «ningún amor supera a este amor» (ib. 15,13); para hacernos palpar por modo más vivo y sensible cuán infinita es la santidad divina y cuán profunda la malicia del pecado, y por otras razones que no podemos vislumbrar [sacramentum absconditum. Ef 1,9; 3,3; Col 1,26], el Padre Eterno reclamó como expiación de los crímenes del género humano todos los padecimientos, la pasión y muerte de su divino Hijo; de manera que la satisfacción no quedó completa sino cuando desde lo alto de la cruz, Jesús, con voz moribunda, pronunció el «Todo está acabado».
Sólo entonces su misión personal de redención en la tierra quedó cumplida y su obra salvadora totalmente acabada.
3. Cristo merece, no sólamente para sí, sino para nosotros. Este mérito tiene su fundamento en la gracia de Cristo, constituido Cabeza del genero humano; en la libertad soberana y el amor inefable con que Cristo arrostró su Pasión por todos los hombres
Por estas satisfacciones, así como por todos los actos de su vida, Cristo nos mereció toda gracia de perdón, de salvación y de santificación.
Porque ¿en qué consiste el mérito?- En un derecho a la recompensa. [Hablamos del mérito propiamente dicho, de un derecho estricto y riguroso que en Teología se llama mérito de condigno]. Cuando decimos que las obras de Cristo son meritorias para nosotros, queremos indicar que por ellas Cristo tiene derecho a que nos sean dadas la vida eterna y todas las gracias que conducen a ella o a ella se refieren. Es lo que nos dice San Pablo: «Somos justificados, es decir, devueltos a la justicia a los ojos de Dios, no ya por nuestras propias obras, sino gratuitamente, por un don gratuito de Dios, es decir, por la gracia, que se nos concede en virtud de la redención obrada por Jesucristo» (Rm 3,24). El Apóstol nos da a entender con esto que la Pasión de Jesús, que corona todas las obras de su vida terrena, es la fuente de donde mana para nosotros la vida eterna: Cristo es la causa meritoria de nuestra santificación.
Pero ¿cuál es la razón profunda de ese mérito? -Porque todo mérito es personal. Cuando estamos en estado de gracia, podemos merecer para nosotros un aumento de esa gracia; pero tal mérito se limita a nuestra persona. Para los otros, no podemos merecerla; a lo más, podemos implorarla y solicitarla de Dios. ¿Cómo, pues, puede Jesucristo merecer por nosotros? ¿Cuál es la razón fundamental por la que Cristo, no sólo puede merecer para sí, por ejemplo, la glorificación de su humanidad, sino que también puede merecer para los demás -para nosotros, para todo el género humano- la vida eterna?
El mérito, fruto y propiedad de la gracia, tiene, si así puedo expresarme, la misma extensión que la gracia en que se funda.- Jesucristo está lleno de la gracia santificante, en virtud de la cual puede merecer personalmente para sí mismo.- Pero esta gracia de Jesús no se detiene en El, no posee un carácter únicamente personal, inmanente, sino que es trascendente, goza del privilegio de la universalidad. Cristo ha sido predestinado para ser nuestra cabeza, nuestro jefe, nuestro representante. El Padre Eterno quiere hacer de El «el primogénito de toda criatura»; y como consecuencia de esta eterna predestinación a ser jefe de todos los elegidos, la gracia de Cristo, que es de nuestro linaje por la encarnación, reviste un carácter de eminencia y de universalidad cuyo fin no es ya santificar el alma humana de Jesús, sino hacer de El, en orden a la vida eterna, el jefe del género humano [es lo que se llama en Teología gratia capitis, gracia de jefe. +Santo Tomás, III, q.48 a.1], y de aquí ese carácter social inherente a todos los actos de Jesús, cuando se los considera con respecto al género humano. Todo cuanto Jesucristo hace, lo hace no sólo por nosotros, sino en nuestro nombre; por eso San Pablo nos dice que «si la desobediencia de un solo hombre, Adán, nos arrastró al pecado y a la muerte, fue, en cambio, suficiente la obediencia, ¡y qué obediencia!, de otro hombre que era Dios al mismo tiempo para colocarnos a todos otra vez en el orden de la gracia» (Rm 5,19). Jesucristo, en su calidad de cabeza, de jefe, mereció por nosotros, del mismo modo que ocupando nuestro lugar satisfizo por nosotros. Y como el que merece es Dios, sus méritos tienen un valor infinito y una eficacia inagotable. [No hay que decir que los méritos de Cristo deben sernos aplicados para que experimentemos su eficacia. El Bautismo inaugura esta aplicación; por el Bautismo somos incorporados a Cristo y nos hacemos miembros vivos de su cuerpo místico: establécese un lazo entre la cabeza y los miembros. Una vez justificados por el Bautismo, podemos a nuestra vez merecer].
Lo que acaba de dar a las satisfacciones y a los méritos de Cristo toda belleza y plenitud, es que aceptó los padecimientos voluntariamente y por amor. La libertad es un elemento esencial del mérito: Porque un acto no es digno de alabanza, dice San Bernardo, sino cuando el que lo realiza es responsable [Ubi non est libertas, nec meritum. Serm. I in Cant.].
Esta libertad envuelve toda la misión redentora de Jesús.- Hombre-Dios, Cristo aceptó soberanamente padecer en su carne pasible, capaz de sufrir. Cuando al entrar en este mundo dijo a su Padre: «Heme aquí, oh Dios, para cumplir tu voluntad» (Heb 10,9), preveía todas las humillaciones, los dolores todos de su Pasión y muerte, y todo lo aceptó libremente en el fondo de su corazón por amor de su Padre y nuestro Padre: «Sí, quiero, y tu ley la llevo grabada en lo más íntimo de mi corazón» (Sal 39, 8-9).
Cristo mantuvo tensa esa voluntad durante toda su vida.- La hora de su sacrificio está siempre presente a sus ojos; la aguarda con impaciencia, la llama «su hora» (Jn 13,1), como si fuese la única que contase en su existencia. Anuncia su muerte a sus discípulos, y les señala de antemano sus circunstancias en términos tan claros, que no se puedan engañar. Así, cuando San Pedro, sobresaltado por el pensamiento de ver morir a su maestro, quiere oponerse a la realización de aquellos padecimientos, Jesús le responde: «No tienes el sentido de las cosas de Dios» (Mc 8, 31-33). Pero El conoce a su Padre; por amor a su Padre y por caridad para con nosotros anhela llegue el momento de la Pasión con todo el ardor de su alma santa, y al mismo tiempo con una libertad soberana, plenamente dueña de sí misma. Si esta voluntad de amor es tan viva que tiene como dentro de sí un horno: «Ardo en el deseo de ser bautizado con el bautismo de sangre» (Lc 12,50) con todo, nadie tendrá poder para quitarle la vida; la entregará espontáneamente (Jn 10,18). Ved cómo pone de manifiesto la verdad que encierran estas palabras. Un día los habitantes de Nazaret quieren arrojarle dc lo alto de un precipicio; Jesús se desvanece de en medio de ellos con admirable tranquilidad (Lc 4,30). Otra vez, en Jerusalén, los judíos quieren apedrearle, porque afirma su divinidad; El se oculta y sale del Templo (Jn 8,59); su hora no ha llegado todavía.
Pero cuando esa hora llega, Jesús se entrega.- Vedle en el Jardín de los Olivos la víspera de su muerte; la chusma armada se adelanta hacia El para prenderle y hacerle condenar. «¿A quién buscáis?», les pregunta, y cuando ellos contestan: «A Jesús Nazareno», dice sencillamente: «Yo soy». Esta palabra, salida de sus labios, basta para arrojar en tierra a sus enemigos. Pudiera hacer que continuasen derribados; pudiera, como El mismo decía, pedir a su Padre que enviase legiones de ángeles para librarle (Mt 26,53). Precisamente en este momento recuerda que cada día se le ha visto en el templo y que nadie ha podido echar mano de El; aun no había venido su hora; por esto no les daba licencia para prenderle; pero entonces había sonado ya la hora en que debía, por la salvación del mundo, entregarse a sus verdugos, los cuales no obraban más que como instrumentos del poder infernal: «Esta es vuestra hora, y la hora del poder de las tinieblas» (Lc 22,53). La soldadesca le lleva de tribunal en tribunal; El no se resiste; sin embargo de ello. delante del Sanedrín, tribunal supremo de los judíos, proclama sus derechos de Hijo de Dios; después se abandona al furor de sus enemigos, hasta el momento de consumar su sacrificio sobre la Cruz.
Si se entregó fue verdaderamente porque quiso (Is 53,7). En esta entrega voluntaria y llena de amor de todo su ser sobre la Cruz, por esa muerte del Hombre-Dios, por esta inmolación de una víctima inmaculada que se ofrece en aras del amor con una libertad soberana, dase a la justicia divina una satisfacción infinita [Santo Tomás, 3 Sent. Dis. 21, q.2, a.1, ad 3]. Cristo nos adquiere un mérito inagotable, y devuelve al mismo tiempo la vida eterna al género humano. «E inmolado, llegó a ser instrumento de salvación eterna para todos aquellos que se le someten» (Heb 5,9).
«Por haber consumado la obra de su mediación, Cristo se hizo para todos aquellos que le siguen la causa meritoria de la salvación eterna». Por eso tenía razón San Pablo cuando decía: «En virtud de esta voluntad somos nosotros santificados por la oblación que, una vez por todas, hizo Jesucristo de su propia cuerpo» (ib. 10,10).
Porque «Nuestro Señor murió por todos y por cada uno de nosotros». «Por todos ha muerto Cristo» (2Cor 5,15). «Cristo es la propiciación no sólo por nuestros pecados, sino por los de todo el mundo» (1Jn 2,2). De suerte que es «el único mediador posible entre los hombres y Dios» (1Tim 2,5).
Cuando se estudia el plan divino, sobre todo a la luz de las cartas de San Pablo, se ve que Dios no quiere que busquemos nuestra salud y nuestra santidad sino en la sangre de su Hijo; no hay más Redentor que El, no hay «bajo el cielo ningún otro nombre que haya sido dado a los hombres para que puedan salvarse» (Hch 5,12), porque su muerte es soberanamente eficaz: «Con un solo sacrificio consumó la salvación de los elegidos» (Heb 10,14). Es voluntad del Padre que su Hijo Jesús, después de haber sustituido a todo el género humano en su dolorosísima Pasión, sea constituido jefe de todos los elegidos, a quienes ha salvado por su sacrificio y su muerte.
Por esto el género humano redimido hace que resuene en el Cielo un cántico de alabanza y acción de gracias a Cristo: «Nos has redimido con tu sangre, a los de toda tribu, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9). Cuando lleguemos a la eterna bienaventuranza y nos hallemos unidos al coro de los santos, contemplaremos a nuestro Señor y le diremos: «Tú eres el que nos has rescatado con tu sangre preciosa; gracias a Ti, a tu Pasión, a tu sacrificio sobre la Cruz, a tus satisfacciones, a tus méritos, hemos triunfado de la muerte y eludido la eterna reprobación. ¡Oh Jesucristo! cordero inmolado, a Ti la alabanza, el honor, la gloria y la bendición eternamente» (Ap 5, 11-12).
4. Eficacia infinita de las satisfacciones y de los méritos de Cristo; confianza ilimitada que de ellos dimana
Pero la Pasión y muerte de nuestro divino Redentor nos revelan su eficacia, sobre todo en sus frutos.
San Pablo no se cansa de enumerar los beneficios que nos reportan los infinitos méritos adquiridos por el Hombre-Dios con su vida y padecimientos. Cuando habla de ellos, alborózase el gran Apóstol; no encuentra para expresar este pensamiento otros términos que los de abundancia, sobreabundatncia y riquezas, que declara inagotables (Rm 5,17 ss. 1Cor 1, 6-7; Ef 1, 7-8, 18,19; 2,17; 3,18; Col 1,27; 2,2; Fil 4,19; 1Tim 1,14; Tit 3,6). La muerte de Cristo nos redime (1Cor 6,20), «nos acerca a Dios, nos reconcilia con El» (Ef 2, 11-18; Col 1,14), «nos justifica» (Rm 3, 24-27), «nos comunica la santidad y la vida nueva de Cristo» (Tit 2,14; Ef 5,27). Y para resumirlo todo, el Apóstol traza una antítesis entre Cristo y Adán, cuya obra vino a reparar; Adán nos trajo el pecado, la condenación, la muerte; Cristo, segundo Adán, nos devuelve la justicia, la gracia, la vida (1Cor 15,22): «Hemos sido trasladados de la muerte a la vida» (Jn 3,14), «la redención ha sido abundante» (Sal 129,7). «Porque no sucede lo mismo con el don gratuito -la gracia- que con la culpa... y si por la culpa de un solo hombre la muerte reinó aquí abajo, con mayor razón los que reciben la abundancia de la gracia reinarán en la vida únicamente por Jesucristo; donde el pecado había abundado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 15-21; hay que leer todo el pasaje); por eso «no hay condenación para aquellos que quieren vivir unidos a Jesucristo y que han sido reengendrados en El» (ib. 8,1).
Nuestro Señor, al ofrecer a su Padre en nuestro nombre una satisfacción de valor infinito, suprimió el abismo que existía entre el hombre y Dios: el Padre Eterno mira desde entonces con amor a la especie humana, rescatada por la sangre de su Hijo; cólmala, a causa de su Hijo, de todas las gracias que ha menester para unirse a El, «para vivir para El, de la vida misma de Dios». «Para servir al Dios vivo» (Heb 9,14). Así, todo bien sobrenatural que recibimos, todas las luces que Dios nos prodiga, todos los auxilios con que estimula nuestra vida espiritual, nos son concedidos en virtud de la vida, de la pasión y de la muerte de Cristo; todas las gracias de perdón, de justificación, de perseverancia, que Dios da y dará eternamente a las almas de todos los tiempos, tienen su fuente única en la Cruz.
¡Ah! verdaderamente, si «Dios ha amado al mundo hasta darle a su Hijo» (Jn 3,16); «si nos ha arrancado del poder de las tinieblas y trasladado al reino de su Unigénito, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados» (Col 1, 13-14); «si nos ha amado, continúa San Pablo, a cada uno de nosotros y por nosotros se ha entregado» (Tit 2,14), para dar testimonio del amor que tenía a sus hermanos; si se ha dado a sí mismo con el fin de redimirnos de toda iniquidad y de «formarse, purificándonos, un pueblo que le pertenezca» (ib. 2,14), ¿por qué vacilar todavía en nuestra fe y en nuestra confianza en Jesucristo?- Todo lo ha satisfecho, lo ha saldado y lo ha merecido; sus méritos son nuestros, y he aquí «que somos ricos con todos sus bienes», de modo que si queremos, «nada nos faltará para nuestra santidad». «En El habéis sido enriquecidos de manera que nada os falte de ninguna gracia» (1Cor 1, 5-7).
¿Por qué, pues, se encuentran almas pusilánimes que creen que no es para ellas la santidad, que la perfección está fuera de su alcance, que dicen, cuando se lee o habla de perfección: «Eso no es para mí; nunca podré llegar a la santidad»? ¿Sabéis qué es lo que las hace hablar así?- Su falta de fe en la eficacia de los méritos de Cristo; porque voluntad de Dios es que todos se santifiquen (1Tes 4,3); he aquí el precepto del Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).- Pero con frecuencia olvidamos el plan divino; olvidamos que nuestra santidad es una santidad sobrenatural, cuya fuente se halla en Cristo, nuestro jefe y nuestra cabeza, y de esa manera subestimamos los méritos infinitos, las satisfacciones inagotables de Jesucristo. Sin duda que nada podemos hacer por nosotros mismos en el orden de la gracia y de la perfección; nuestro Señor nos lo dice formalmente: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5); y San Agustín, comentando este texto, añade: «Ni poco ni mucho puede realizarse» [Sive parum, sive multum, sine illo fieri non potest sine quo nihil fieri potest. Trat. sobre San Juan 81,3]. ¡Es esto tan verdadero! Ora se trate de cosas grandes, ora de cosas pequeñas, nada podemos hacer sin Cristo. Pero al morir por nosotros, Cristo nos ha dejado franco el acceso hasta su Padre, un acceso libre y expedito (Ef 2,18; 3,12); por su mediación no hav gracia a que no podamos aspirar. Almas de poca fe, ¿por qué dudamos de Dios, de nuestro Dios?
5. Ahora, Cristo sin cesar aboga junto al Padre en favor nuestro. Nuestra debilidad, título a las misericordias celestiales. Cómo glorificamos a Dios al hacer valer nuestros derechos a las satisfacciones de su hijo
Verdad es que ahora, Cristo ya no merece más (no siendo posible el mérito sino hasta el instante de la muerte); pero sus méritos están adquiridos y sus satisfacciones permanecen. Porque «este Pontífice, por ser eterno, está revestido de sacerdocio que no tiene fin; de aquí que pueda salvar para siempre a aquellos que por El se acercan a Dios» (Heb 7, 24-25).
San Pablo insiste particularmente en mostrar que Cristo en su calidad de Pontífice Supremo sigue actual e incesantemente intercediendo en el cielo por nosotros.
«Jesús subió al cielo como precursor nuestro» (Heb 6,20). Si está sentado a la diestra de su Padre, es «para interceder por nosotros». «Para presentarse ahora por nosotros ante el acatamiento de Dios» (ib. 9,24). «Siempre vivo, intercede por nosotros sin cesar» (ib. 7,25).[La misma expresión emplea San Pablo en la Epístola a los Romanos (8,32), y es para sacar la consecuencia de que nuestra confianza debe ser ilimitada: «Dios nos lo ha dado todo al darnos a su Hijo»]. Sin descanso, Cristo muestra continuamente a su Padre las cicatrices que ha conservado de sus llagas; porque El es nuestro jefe, hace valer sus méritos en nuestro favor, y porque merece ser escuchado de su Padre, su oración surte efecto siempre: «Padre, sé que siempre me oyes» (Jn 11,42). ¡Qué confianza tan ilimitada no debemos tener en tal Pontífice que es el Hijo muy amado de su Padre y ha sido nombrado por El jefe nuestro y cabeza nuestra, que nos hace partícipes de todos sus méritos y de todas sus satisfacciones! (Santo Tomás, III, q.48, a.2, ad 1).
Sucede a veces que cuando gemimos bajo el peso de nuestras flaquezas, de nuestras miserias, de nuestras faltas, prorrumpimos con el Apóstol: «Desgraciado de mí; siento en mí una doble ley: la ley de la concupiscencia que me arrastra hacia el mal, y la ley de Dios que me empuja hacia el bien. ¿Quién me librará en esta lucha? ¿Quién me dará la victoria?»- Escuchad la respuesta de San Pablo: «La gracia de Dios que nos ha sido merecida y dada por Jesucristo nuestro Señor» (Rm 8,25). En Jesucristo hallamos todo lo necesario para salir victoriosos aquí abajo, en espera del triunfo final de la gloria.
¡Oh, si llegásemos a adquirir la convicción profunda de que sin Cristo nada podemos y que con El lo tenemos todo! «¿Cómo el Padre no nos lo dará todo con El? (ib. 8,32).- De nosotros mismos somos flacos, muy flacos, hay en el mundo de las almas flaquezas de todo género, pero no es ésta una razón para desmayar; cuando no son queridas estas miserias, son más bien un título a la misericordia de Cristo. Fijaos en los desgraciados que quieren excitar la piedad de aquellos a quienes piden limosna: en vez de ocultar su pobreza, descubren sus harapos y muestran sus llagas; éste es su título a la compasión y a la caridad de los transeúntes. Lo mismo para nosotros que para los enfermos que le presentaban cuando vivía en Judea, lo que nos atrae la misericordia de Jesús es nuestra miseria reconocida, confesada y exhibida a los ojos de Cristo. San Pablo nos dice que Jesucristo quiso experimentar todas nuestras debilidades, excepto el pecado, a fin de aprender a compadecerlas; y de hecho varias veces leemos en el Evangelio que Jesús se sentía «movido a piedad» (Lc 7,13; Mc 8,2. +Mt 15,32) a la vista de los dolores que presenciaba. San Pablo añade expresamente que ese sentimiento de compasión lo conserva en su gloria, y concluye: «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono» de Aquel que es la fuente «de la gracia»; porque si así lo hacemos, «obtendremos misericordia» (Heb 4, 14-16).
Por otra parte, obrar de este modo es glorificar a Dios, es rendirle un homenaje muy agradable. ¿Por qué? -Porque es designio divino que lo encontremos todo en Cristo, y cuando reconocemos humildemente nuestra debilidad y nos apoyamos en la fortaleza de Cristo, el Padre nos mira con benevolencia y con agrado, porque con eso proclamamos que Jesús es el único mediador que a El le plugo establecer en la tierra.
Ved cómo el gran Apóstol estaba convencido de esta verdad. En una de sus Epístolas, después de haber manifestado cuán miserable es y cuántas luchas ha de sostener en su alma, exclama: «De buena gana me gloriaré de mis debilidades» (2Cor 12,9). En lugar de lamentarse a causa de sus enfermedades, de sus debilidades, de sus luchas, las convierte en título y motivo de santo orgullo, esto parece extraño, ¿no es verdad?- Pero San Pablo nos da una razón convincente: «A fin de que no sea mi fuerza, sino la fuerza de Cristo, la gracia de Cristo que habita en mí, la que me haga triunfar» (ib.) y que a El se dirija toda gloria.
Notad ahora hasta dónde llega San Pablo cuando habla de nuestra debilidad: «No somos capaces de pensar nada por nosotros mismos» (2Cor 3,5).- Llega hasta decir que «no podemos ni siquiera tener un buen pensamiento, un pensamiento que nos merezca algo para el cielo», «por nosotros mismos». No hay duda que cuando escribió estas palabras estaba inspirado por Dios; somos incapaces de producir un buen pensamiento que salga de nosotros como de su fuente. Todo lo que es bueno, todo lo bueno que hay en nosotros, «todo lo que es meritorio para la vida eterna, viene de Dios», por Cristo. «Nuestra suficiencia de Dios nos viene» (ib. 3,5). «Dios es quien nos da, no sólo el obrar sino también el querer, por pura benevolencia, porque así le place» (Fil 2,13). Por tanto, de nosotros no podemos sobrenaturalmente ni querer, ni tener un buen pensamiento, ni obrar, ni rezar. No podemos absolutamente nada. «Sin mí nada podéis» (Jn 15,5). ¿Somos por eso dignos de lástima?- De ninguna manera. Después de haber puesto de relieve nuestra flaqueza, añade San Pablo: «Todo lo puedo, no por mí, sino en Aquel que me fortalece» (Fil 4,13); a fin de que toda gloria sea dada a Cristo, que nos lo ha merecido todo, y en quien todo lo tenemos. No hay obstáculo que no pueda vencer, no hay dificultad que no pueda superar ni prueba de que no pueda triunfar, ni tentación a la que no pueda resistir por la gracia que Cristo me ha merecido. En El y por El lo puedo todo, porque su triunfo estriba en hacer fuerte al débil: «Bástate mi gracia, porque la virtud se desarrolla mejor en medio de las flaquezas» (2Cor 12,9). Dios quiere con esto que toda gloria suba a El por Cristo, cuya gracia triunfa de nuestras debilidades: «En la alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6).
En el último día, cuando aparezcamos delante de Dios, no podremos decirle: Dios mío, he tenido grandes dificultades que vencer, triunfar era imposible, mis muchas faltas me desalentaban; porque Dios nos respondería: «Hubiera sido verdad si te hubieras encontrado solo, pero yo te he dado a mi Hijo Jesús; El lo ha expiado, lo ha saldado todo; en su sacrificio disponías de todas las satisfacciones que yo tenía derecho a reclamar por todos los pecados del mundo; todo lo mereció por ti en su muerte; ha sido tu redención y con ella mereció ser tu justificación, tu sabiduría, tu santidad; en El debieras haberte apoyado; en mis designios divinos, Jesús no es sólo tu salvación, sino también la fuente de tu fortaleza, porque todas sus satisfacciones, todos sus méritos, todas sus riquezas, que son infinitas, eran tuyas desde el Bautismo, y desde que se sentó a mi diestra, ofrecíame sin cesar por ti los frutos de su sacrificio; en El debieras haberte apoyado, pues por El yo te hubiera dado sobreabundantemente la fuerza para vencer todo mal, como El mismo me lo pidió: "Te ruego que los preserves del mal" (Jn 17,15); te hubiera colmado de todos los bienes, pues por ti y no por Sí mismo aboga sin cesar» (Heb 7,25).
¡Ah, si conociésemos el valor infinito del «don de Dios»! (Jn 4,10), y, sobre todo, ¡si tuviésemos fe en los inmensos méritos de Jesús, pero una fe viva, práctica, que nos infundiese una confianza sin límites en la eficacia impetratoria de la oración; un abandono confiado en todas las situaciones difíciles, por las que pueda atravesar nuestra alma! Entonces. imitando a la Iglesia, que en su liturgia repite esta fórmula cada vez que dirige a Dios una oración, nada pediríamos que no fuera en su nombre «porque ese mediador, siempre vivo, reina en Dios con ei Padre y el Espíritu Santo», «por nuestro Señor Jesucristo, que contigo vive y reina...» [Per Dominum Nostrum Iesum Christum qui tecum vivit et regnat].
Tratándose de gracias, estamos seguros de obtenerlas todas por El. Cuando San Pablo expone el plan divino dice que «en Cristo tenemos la redención adquirida por medio de su sangre, la remisión de los pecados, según la riqueza de su gracia, que se nos ofrece sobreabundantemente» (Ef 1,7). Disponemos de todas estas riquezas adquiridas por Jesús, que han llegado a ser nuestras por el Bautismo; lo único que tenemos que hacer es acudir a El para apropiárnoslas y ser «como la esposa que sale del desierto» de su pobreza, pero «llena de delicias» porque «se apoya sobre su amado». «¿Quién es ésta que sube del desierto reclinada en su amado, destilando dulzuras?» (Cant 8,5).
Si viviésemos de estas verdades, nuestra vida sería un cántico ininterrumpido de alabanza, de acción de gracias a Dios, por el don inestimable que nos ha hecho en su Hijo Jesucristo (2Cor 9,15). Así entraríamos plenamente, para mayor bien y alegría más profunda de nuestras almas, en los pensamientos de Dios, que quiere que lo encontremos todo en Jesús, y que recibiéndolo todo de El, le demos, juntamente con su Padre, en unidad de su común Espíritu, toda bendición, todo honor y toda gloria: «Aquel que se sienta en el trono y al Cordero, bendiciones y honra y poder y gloria por los siglos de los siglos» (Ap 5,13).