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Al examinar algunos puntos de la doctrina y normativa de la Iglesia sobre el hábito y el clerman, conviene que recordemos algunas categorías teológicas importantes.
Santo y sagrado
En la Biblia y en la tradición teológica de la Iglesia, «Dios» es el Santo. Y son sagradas aquellas «criaturas» que en modo manifiesto han sido especialmente elegidas por el Santo para santificar a los hombres. Ese modo, según digo, es manifiesto para los creyentes, ciertamente, pero en alguna medida, también para los paganos.
Nuestro Señor Jesucristo, por tanto, es el único que une absolutamente santidad y sacralidad: es santo por su divinidad y perfectamente sagrado por su encarnación. Más aún, Él es la fuente de toda sacralidad cristiana.
En efecto, sagrado es el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia («sacramento universal de salvación», Vat.II: Lumen gentium 48; Ad gentes 1). Sagrado es el pan eucarístico. Los cristianos (su mismo nombre lo expresa), ya por el bautismo, son sagrados, ungidos, consagrados por Dios en Cristo. Y así tantas otras sacralidades cristianas: sagradas Escrituras, sacramentos, sagrados Concilios, vírgenes consagradas, templos, lugares sagrados, etc.
Ciertamente, la especial sacralidad está exigiendo especial santidad, por ejemplo, en los sacerdotes. Pero no la implica de modo necesario: un ministro sagrado no deja de serlo si es un gran pecador. Eso sí, la Iglesia podrá suspenderle en el ejercicio de sus funciones sagradas.
El Vaticano II y lo sagrado
Dentro de la Iglesia, donde todo es sagrado (sacramento universal), se distinguen diversos grados de sacralidad, y se reserva habitualmente el término sagrado a aquellas criaturas más directamente dedicadas por Dios a la santificación. Habiendo en los religiosos, por ejemplo, una sacralidad especialmente intensa, la Iglesia habla de vida consagrada para designar la vida religiosa, cuando en realidad, obviamente, toda vida cristiana es sagrada y consagrada. Por tanto, el uso tradicional que la Iglesia hace de la terminología de lo sagrado tiene un fundamento real. En este caso, la especial consagración de los religiosos.
El Concilio Vaticano II, que emplea con frecuencia el lenguaje de lo sagrado, puede servirnos de modelo. Fijándonos solo, por ejemplo, en la constitución Lumen gentium, comprobamos que el Concilio habla de la sagrada Escritura (14, 15, 24, 55), de la sagrada liturgia (50), del sagrado Concilio (1, 18, 20, 54, 67). Califica de sagrado el culto (50), el bautismo (42), la unción (7), la eucaristía (11), la comunión (11), la asamblea eucarística (15, 33), la comunidad cristiana sacerdotal (11), los religiosos y sus votos (44). Para el Concilio es especialmente sagrado todo lo referente al sacerdocio: el orden sacramental (11, 20, 26, 28, 31), el carácter (21), los Obispos, los pastores sagrados (30, 37), el ministerio (13, 21, 26, 31, 32), los ministros (32, 35), la potestad pastoral de regir (10, 18, 27, 28, 35, 37).
Lo sagrado tiende de suyo a ser visible
Lo sagrado participa de la economía sacramental de la gracia cristiana. Y el sacramento es signo visible de la gracia invisible que santifica a los hombres. Esta visibilidad sensible pertenece, pues, a la naturaleza misma de lo sagrado, y por eso la Iglesia acentúa tanto este aspecto en su doctrina y en su disciplina (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium 7c, 33b, 59).
Así pues, lo sagrado existe en la Iglesia porque quiso Dios, el Santo, comunicarse a los hombres en modos manifiestos y sensibles, es decir, empleando la mediación de criaturas (sagradas Escrituras, sacramentos, sagrada liturgia, Obispos, pastores sagrados, sagrados Concilios, etc.). Podría Dios haber organizado la economía de la gracia y de la salvación de otro modo. Pero quiso santificar a los hombres empleando ese conjunto de mediaciones visibles que forman «el sacramento admirable de la Iglesia entera» (Sacr. Conc. 5b).
Secularización y secularismo
Cuando los Padres del Concilio Vaticano II empleaban con tanta frecuencia y naturalidad el vocabulario de lo sagrado, usaban simplemente el lenguaje católico de la Iglesia, y no imaginaban probablemente que el huracán secularizante de los años postconciliares iba incluso a arrasar y proscribir toda la terminología de lo sagrado, como si esta categoría teológica, bíblica y tradicional, fuera completamente ajena al cristianismo, y como si toda sacralidad cristiana implicara una judaización, o más aún, una paganización del cristianismo. Los teólogos secularizantes y desacralizantes conceden a lo más –y no todos– una existencia cristiana de lo sagrado, pero siempre que sea exclusivamente interior, puramente invisible. Falsifican, pues, totalmente la teología natural y cristiana de lo sagrado.
Sus tesis, sin duda, contrarían tanto la religiosidad natural de los pueblos, como la religiosidad sobrenatural cristiana instituida por nuestro Señor Jesucristo y sus Apóstoles. Sin embargo, esta falsa teología ha conseguido secularizar en no pocas partes de la Iglesia las misiones, la beneficencia, la misma liturgia, los templos, la moral, los colegios y Universidades, etc. Y por supuesto, ha procurado con especial interés y eficacia secularizar completamente la imagen del sacerdote y del religioso.
Especial sacralidad del sacerdote y del religioso
Todos los cristianos, ya lo hemos dicho, son sagrados, es decir, consagrados por el bautismo, y forman un pueblo sagrado, un Templo de piedras vivas, que es en medio de las naciones sacramento universal de salvación. Y dentro de ese pueblo, ha querido Dios intensificar de un modo especial la condición sagrada –es decir, la especial potencia y dedicación para la santificación– tanto de los sacerdotes, como de los religiosos, aunque en modos diversos. En efecto, como enseña el Vaticano II, los sacerdotes ministros han sido «consagrados de un modo nuevo» por el sacramento del Orden («novo modo consecrati», Presbyterorum ordinis 12a). Y también los religiosos, por la profesión de sus sagrados votos, han recibido de Dios una nueva consagración («novo et peculiari titulo... intimius consecratur», Lumen gentium 44a).
El hábito religioso y el traje eclesiástico
Pues bien, la Iglesia, al establecer sus normas sobre el vestir de religiosos y sacerdotes, considerándolos como personas especialmente consagradas a Dios, se fundamenta muy principalmente –casi exclusivamente– en la gran conveniencia de significar sensiblemente su condición sagrada invisible. Por esa razón teológica, verdadera, profunda, importante, la Iglesia, fiel a la tradición de ya muchos siglos, quiere y manda con autoridad apostólica que por la misma vestimenta «se vea», se haga visible de modo patente, la condición especialmente sagrada de sacerdotes y de religiosos. La Iglesia quiere que el signo sagrado en sacerdotes y religiosos signifique visiblemente y cause lo que significa. Y esto lo quiere y ordena con tanto mayor empeño cuanto que advierte con todo realismo que estamos «en una sociedad secularizada, donde tienden a desaparecer los signos externos de la realidades sagradas y sobrenaturales» (Direct. 66). Comprobemos esta voluntad de la Iglesia en los dos documentos ya aludidos.
Religiosos.– La Iglesia afirma «la conveniencia de que el hábito de los religiosos y religiosas siga siendo, como quiere el Concilio, signo de su consagración (Perfectæ caritatis 17), y se distinga de alguna manera de las formas abiertamente seglares» (Evang. Test. 22). Lo mismo dice el Código: sea «signo de su consagración» (c. 669). Ahora bien, el signo, para ser significante, ha de ser visible. Si es invisible, si apenas se distingue, se hace in-significante, y no causa los efectos que debería producir.
Sacerdotes.– De modo semejante, la Iglesia quiere que «el presbítero, hombre de Dios, dispensador de Sus misterios, sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del que desempeña un ministerio público. El presbítero debe ser reconocible sobre todo por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel –más aún, por todo hombre– su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia». Para ello, su modo de vestir «debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio» (Direct. 66).
Aversión al hábito y al clerman
Por el contrario, aborrecen lógicamente la identificación visible de sacerdotes y religiosos todos aquellos que rechazan la enseñanza de la Iglesia Católica sobre la teología y la disciplina de lo sagrado; quienes estiman que el sagrado cristiano no debe tener –debe no tener– visibilidad sensible; quienes no aceptan que entre el «sacerdocio ministerial» y el «sacerdocio común de los fieles» haya una diferencia esencial, y no solo de grado (Lumen gentium 10); quienes niegan que, sobre la consagración bautismal de todo cristiano, haya en sacerdotes y religiosos una nueva consagración. Todos ellos –que normalmente son los mismos– aborrecen visceralmente el hábito o el clerman. Se oponen a ello por principio, por principio doctrinal, teológico; falso, por supuesto. Incluso no raras veces marginan y descalifican a quienes se atienen en el vestir a las normas de la Iglesia, y aún llegan en ocasiones a palabras y actitudes agresivas. Ellos, en cambio –merece la pena señalarlo–, no suelen recibir ataque alguno, ni dentro ni fuera de la Iglesia, a causa de la secularización completa o casi total de su apariencia.
Atención verdadera a los signos de los tiempos
Entre la aversión al hábito y al clerman y la tendencia secularizadora o incluso secularista hay una relación que no podemos ignorar. Que religiosos y sacerdotes vistan como seglares, sin distinguirse en nada de ellos, no es en modo alguno una exigencia de los hombres de nuestro tiempo; y mucho menos en países de misión, a veces pobres y de antiguas culturas muy sensibles al signo, también al signo del vestido.
¿Procede de un sincero afán inculturador del cristianismo que, por ejemplo, las religiosas prescindan de su hábito, allí donde la inmensa mayoría de la población viste túnicas? No. Los sacerdotes y religiosos que prefieren vestir como laicos, tanto en las naciones ricas como en las pobres, tanto en países de antigua tradición cristiana como en países de misión, lo hacen simplemente, al menos en muchos casos, por una exigencia ideológica, disconforme con la realidad, ajena a los signos de los tiempos.
Así lo explicaba Mons. Albert Malcolm Ranjith, secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en una entrevista (Radice cristiane nº 38, octubre 2008):
«En el Concilio Vaticano II nos hemos preguntado con frecuencia cómo estar atentos para leer los signos de los tiempos. Por lo demás, una bellísima expresión. Pero entramos en contradicción con nosotros mismos cuando cerramos nuestros ojos y nuestros oídos a lo que ocurre en torno a nosotros. Existe hoy una gran demanda de espiritualidad, de coherencia, de sinceridad, de una fe no sólo proclamada sino también vivida. Esto lo vemos sobre todo en las jóvenes generaciones. Me gusta encontrar a veces jóvenes sacerdotes y seminaristas que quieren ir en una dirección de búsqueda del Eterno. Nosotros, que somos de la generación del Concilio Vaticano II, que ha proclamado siempre el deber de estar siempre atentos a los signos de los tiempos, no debemos justo ahora volvernos ciegos y sordos. Los signos de los tiempos cambian con la historia. Si estamos no sólo atentos a los signos de los tiempos del sesenta y ocho, sino también a los de hoy, entonces tendremos que abrirnos a este fenómeno, reflexionarlo, examinarlo.
«Es extraño que en algunos países de Europa las religiosas vistan como mujeres comunes y abandonen el velo. El velo es un símbolo de algo eterno, algo de “un ya y todavía no”. De aquel sentido escatológico predicado por el Señor mismo: aunque ahora estemos en la tierra, pertenecemos a una realidad distinta.
«Por eso ¿qué sentido tiene abandonar todo esto para integrarnos en una cultura moribunda? He visto tantos jóvenes sacerdotes y religiosas que son fieles a sus signos de consagración. No es que el hábito sea todo, pero también él tiene un sentido. Me acuerdo de un día que viajaba en tren desde París a Lyon, vestido de sacerdote, con el cuello, etc. En un determinado momento un señor se me acerca y me pregunta si soy un sacerdote católico. Respondí que sí y él me pidió que lo confesara [...]. Decía estar contento de haberme encontrado, porque veía que soy un sacerdote. Pero ¿habría tenido él esta ocasión si yo hubiese estado vestido de chaqueta y corbata?
«Repito, es extraño y triste que en un mundo con tantos jóvenes desilusionados de las trivialidades, hartos de superficialidad, del materialismo consumista, muchos sacerdotes y religiosas vayan vestidos de civil, abandonando su signo de pertenencia a una realidad diversa. Leer los signos de los tiempos significa discernir que ahora los jóvenes buscan al Eterno, buscan un objetivo por el cual sacrificarse, que están listos y generosos. Y donde hay estas disposiciones debemos estar presentes».
La obediencia a las normas disciplinares de la Iglesia
Pero recordemos ya otra verdad muy importante, hoy excesivamente silenciada.
La disciplina canónica de la Iglesia se ha formado a lo largo de los siglos fundamentándose sobre todo en los cánones de los Concilios. Estos cánones, que la Iglesia reúne en el Derecho Canónico, establecen con autoridad apostólica normas disciplinares eclesiales, que han de ser obedecidas y cumplidas. No son meras orientaciones sujetas a libre opinión, discutibles y devaluables en público por cualquiera. En el primer Concilio de Jerusalén, dicen los Apóstoles: «nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (Hch 15,28). Y veinte siglos después estamos en las mismas: las normas disciplinares de la Iglesia expresan ciertamente la benéfica autoridad del Señor y de la autoridad apostólica sobre el pueblo cristiano. En consecuencia, deben ser obedecidas en conciencia.
Algunos dirán que tratándose de leyes positivas de la Iglesia pueden ser objeto de críticas y de discusiones públicas. Pero esto, al menos en las cuestiones más graves, no es verdad. Hay en la Iglesia leyes positivas de gran importancia, como las que se refieren al celibato eclesiástico, la comunión ordinaria bajo solo una especie, la comunión frecuente, la confesión al menos anual de los pecados graves, etc., y también las referentes al vestir de sacerdotes y religiosos, que más que discusión, piden obediencia.
Todas esas leyes, y otras semejantes, son, efectivamente, leyes positivas, y por tanto de suyo podrían ser cambiadas. Pero no sin grave escándalo y daño para los fieles –laicos, sacerdotes, religiosos– pueden ser discutidas en público, criticadas y desprestigiadas, sobre todo cuando se trata de cuestiones en las que la Iglesia se ha pronunciado con gran fuerza y reiteración. En el tema del vestir que nos ocupa, la Iglesia establece sus normas con tanta firmeza que dispone que «las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres y deben ser removidas por la autoridad competente» (Direct. 66).
Tengámoslo claro: una de las maneras principales de «hacerse como niño» para poder entrar en el Reino es aceptar y obedecer las enseñanzas y mandatos de la Iglesia, Esposa de Cristo, nuestra Madre y Maestra –la Mater et Magistra, del Beato Juan XXIII–. Aquel que prefiere su propio juicio y discernimiento al de la Iglesia, al menos en algunas cuestiones, no sabe hacerse como niño, no sabe asumir una actitud discipular. Y las consecuencias son previsibles.
Otras consideraciones
En favor del vestir propio de religiosos y sacerdotes hay muchas otros argumentos
–apostólicos: el hábito y el clerman son con mucha mayor frecuencia una ayuda que una dificultad para establecer una relación religiosa con los hombres.
–psicológicos: ayudan al sacerdote y al religioso a mantener actualizada la conciencia de la propia identidad personal y ministerial.
–ascéticos: implican un cierto sacrificio, evitan tentaciones, eliminan vanidades seculares, dificultan asistir a lugares o espectáculos inconvenientes. El hábito y el clerman son continuos, profundos y positivos condicionantes identificadores tanto para el propio sacerdote y religioso, como para las demás personas.
–estéticos: libran a religiosos, religiosas y sacerdotes de cuestiones de vestimenta que, por razones obvias, resultan no pocas veces lamentables.
–testimoniales: el hábito y el clerman están «confesando a Cristo» ante el mundo secular, y vienen a ser entre los hombres como una iglesia, digna y bien visible, que se alza entre las casas de un pueblo o una ciudad.
En uno de los comentarios a uno de mis artículos, un sacerdote, capellán de un hospital, añadía: «¿Se imagina en un hospital la confusión que se produciría si el personal sanitario no fuera vestido de modo que se les pueda indentificar y reconocer fácilmente? La bata y el uniforme ayuda a saber quién soy, lo que soy y para quién soy.
«Yo soy capellán de hospital y voy siempre vestido con clergyman, bata, identificación y cruz. Otro compañero capellán va de paisano, solo con bata, sin identificación. A mí me paran en los pasillos para pedir atención sacerdotal, porque me reconocen como capellán; a él no. A mí me conoce el personal, a él no tanto. A mí me toca algún desprecio y algún rechazo; a él ninguno.
«Éste es un aspecto esencial de la cuestión: el bien que los otros merecen y al que tienen derecho a recibir de mí. Soy sacerdote para ellos. Porque no lo soy sólo en las horas de hospital, sino siempre, y siempre voy vestido visiblemente como sacerdote. Tras el ocultamiento y disimulo hay mucho concepto funcionarial del sacerdocio, mucha injusticia contra el derecho de los hombres a conocer a Cristo.
«Si los sacerdotes ocultamos que lo somos, ¿cómo pediremos a los laicos que fermenten de Evangelio el mundo secular, que vivan su índole secular, su vocación propia? Mucha falta de fortaleza es lo que hay, mucha cobardía».
Pero además de éstas y de tantas otras razones prácticas y teológicas, ya suficientemente expuestas, el vestir propio de religiosos y sacerdotes se fundamenta sobre todo en la gran conveniencia de significar la consagración de las personas y en la obligación de obedecer a la Iglesia.
«Quien pueda oir, que oiga».