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María en San Marcos. La imagen más antigua

Comenzamos por Marcos, el más breve y, casi con seguridad, el más antiguo de los cuatro evangelios. El que recoge, muy probablemente, las catequesis y predicaciones de San Pedro, o sea, el evangelio según lo proclamaba Pedro.

Acerca de María, este evangelio de Marcos es de una parquedad extrema, comparable –por la ausencia de referencias– al gran silencio marial neotestamentario. Marcos comienza su evangelio presentando la figura de San Juan Bautista, y casi inmediatamente a un Jesús ya adulto que llega a bautizarse en el Jordán. Nada de relatos de la infancia, que –como vemos en Mateo y Lucas– se prestan a decirnos algo de la Madre. Nada comparable a las dos grandes escenas marianas del evangelio de San Juan: las bodas de Caná y el Calvario.

1. Dos textos: Mc 3, 31-35; 6, 1-3

Lo que dice Marcos acerca de María se agota en dos brevísimos pasajes, ambos situados en la primera parte de su evangelio. Y en esos pasajes ni siquiera se advierte la impronta personal del narrador. Este mantiene una fría objetividad de cronista y nos comunica lo que terceras personas dicen de María. Y si nos detenemos a analizar el texto, encontramos que esas terceras personas son incrédulas, enemigas de Jesús, que por supuesto no se ocupan de su madre con benevolencia, sino con hostilidad y descreimiento. Para ellos se agrega, como contrapunto y refutación, el testimonio de Jesús mismo acerca de María.

Leamos los pasajes. El primero en Mc 3, 31-35:

«Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le mandaron llamar. Se había sentado gente a su alrededor y le dicen: “Mira, tu madre y tus hermanos te buscan allí fuera”.

«Él replicó: “¿Quién es mi madre y mis hermanos?”

«Y mirando en torno, a los que se habían sentado a su alrededor, dijo: “Aquí teneis a mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”».

El segundo pasaje es la escéptica exclamación de los que se admiraban, incrédulos, de su inexplicable poder y sabiduría; se lee en el capítulo 6, 1-3

«Se marchó de allí y fue a su tierra, y le siguieron sus discípulos. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga, y los muchos que le oían se admiraban diciendo:

«–¿De dónde le viene esto? ¿Y qué sabiduría es ésta que se le ha dado? ¿Y tales milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanos aquí con nosotros?

«Y se escandalizaron de él».

Estos son los dos únicos pasajes del evangelio de Marcos en que se menciona a María. En ellos se comprueba simplemente que a Jesús se le conocía en su medio como el carpintero, el hijo de María. Y que esa filiación hacía para muchos más increíble que fuera el enviado de Dios. Servía de excusa a los mal dispuestos para afirmarse en su incredulidad. Porque las mismas distancias entre las muestras de poder y sabiduría que –según el relato de Marcos– Jesús iba dando por todas partes eran un argumento de que no le venían de herencia ni de bagaje humano, sino como don de lo alto. La misma humildad de su parentela galilea –la parte proverbialmente más ignorante de las cosas de la ley dentro del pueblo judío– debía haber sido argumento convincente a favor del origen divino de sus obras. Si éstas eran inexplicables por la carne y el parentesco, ¿no habría que tratar de explicarlas por el espíritu de Dios?

2. El contexto del evangelio

Pero tratemos de comprender mejor el sentido de estos episodios colocándonos en la óptica del relato de Marcos. Toda la primera parte de su evangelio, hasta el capítulo octavo, versículos 27-30 –la confesión de Pedro–, nos muestra a Jesús que obra maravillas y portentos, que despierta la admiración del pueblo, que deslumbra con su poder sobrehumano. Es decir, nos muestra la revelación progresiva y creciente de Jesús. Y al mismo tiempo nos muestra la absoluta y general incomprensión del verdadero carácter de su persona y su misión. Jesús se revela, pero nadie entiende su revelación. No la entiende el pueblo, no la entienden sus discípulos, no la entienden los escribas, no la entienden sus familiares.

No la entienden los que se niegan a creer en él y con los que se enfrenta en polémicas y a los que les habla en parábolas. De esta incomprensión de los incrédulos no hay que admirarse. Pero sí de que tampoco lo comprendan ni entiendan sus propios discípulos. Incluso en la privilegiada confesión de la fe de Pedro, con la que culmina la primera parte del evangelio, se entrevé al mismo tiempo un abismo de ignorancia y de resistencia al aspecto doloroso de la identidad de Jesús Mesías.

Nada más comenzar la carrera de Jesús con un sábado en Cafarnaúm, con su enseñanza en la sinagoga y con numerosas curaciones de enfermos y expulsiones de demonios, en cuanto han empezado a seguirle sus primeros discípulos y se ha encendido el fervor popular, ya apuntan la oposición y las críticas: Jesús cura en sábado, come con pecadores; sus discípulos no ayunan y arrancan espigas en sábado. Y ya desde el comienzo del capítulo tercero, los fariseos se confabulan con los herodianos para ver cómo eliminarlo, pero ello se hace difícil, porque una muchedumbre sigue a Jesús. Éste elige de entre ella a sus numerosos discípulos. Uno de los primeros pasos de la confabulación se advierte en 3, 20-21. Jesús vuelve a su tierra. Se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que ni siquiera podían comer.

«Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: “Está fuera de sí”».

3. La oposición al Mesías

El primer paso de la confabulación contra Jesús consiste en declararlo loco y en interesar a los parientes para que retirasen a un consanguíneo que podría implicarlo en sus locuras y traerles problemas. Que este método intimidatorio de los parientes –que fue usado contra Jesús y los suyos– era un método usual, nos lo demuestra el episodio del ciego de nacimiento, en el evangelio según San Juan, a cuyos padres llamaron a declarar ante el tribunal (9, 18-23).

Habiendo oído que Jesús estaba fuera de sí, y movidos quizás por temores y veladas amenazas, los parientes de Jesús acuden a dominarlo. Arrastran a su madre, a cuyas instancias esperan que Jesús no pueda resistir. Entre tanto, Marcos registra el crescendo de las acusaciones contra Jesús. Jesús es más que un loco; es un endemoniado: «Está poseído por un espíritu inmundo» (3, 22).

En medio de esta tormenta, de hostilidad por un lado y de entusiasmo popular por otro, es cuando relata Marcos con laconismo de cronista:

«Llegan su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le envían a llamar».

Se trata de arreglar un problema familiar. Los aldeanos galileos no quieren discutir de teologías. Por humildad, modestia o prudencia, no entran. Según Lucas, no entran simplemente porque la muchedumbre les impide acercarse.

«Estaba mucha gente sentada a su alrededor»

El odiado doctor está rodeado de una audiencia entusiasta que siente arder el corazón con su palabra, «porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas», ha registrado Marcos (1, 22). Algún malévolo infiltrado entre la audiencia se complace en anunciar en voz alta a Jesús:

«¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan».

Es a Jesús a quien lo dice, pero indirectamente está diciendo a su auditorio: «Ved de qué familia viene vuestro doctor». Marcos registra más adelante, en el capítulo sexto que esta malévola cizaña ha prendido: «¿No es éste el carpintero, el hijo de María, y no conocemos a toda su parentela?». Y se escandalizaban de él.

La humildad de María y de los parientes de Jesús es esgrimida para humillarlo, para empequeñecerlo delante de su auditorio: ¡Qué candidato a Rey Mesías! ¡Qué candidato a doctor y salvador! He aquí la parentela del profeta. Es el mismo argumento que nos relata también San Juan:

«Pero los judíos murmuraban de él, porque había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo”.

«Y decían: “¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del Cielo?”» (6, 42).

Y registra además San Juan que muchos de sus discípulos se apartaron de él con aquella ocasión:

«Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?» (Jn 6, 61).

«Y ni siquiera sus parientes creían en él» (Jn 7, 5).

«Y los judíos asombrados decían: “¿cómo entiende de letras sin haber estudiado?”» (Jn 7,15).

Marcos nos hace oír a los que hablan de María, la madre de Jesús, desde su profunda hostilidad al Hijo. Sus palabras subrayan los humildes orígenes humanos de Jesús, que es tácita negación de su origen y calidad divina.

Así como habrá un ¡Ecce homo! que escarnece a Jesús en su pasión, hay aquí un adelanto del mismo, que envuelve a María en el mismo insulto de desprecio –Ecce mulier, ecce Mater eius (he aquí a la mujer, vean quién es su madre)–.

4. El testimonio de Jesús

A este lanzazo polémico, oculto en el comedimiento de aquellos que le anuncian la presencia de los suyos allí afuera, responde el contrapunto también polémico de Jesús:

–«¿Quién es mi madre y mis hermanos?».

–«Y mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor –Mateo precisa en el lugar paralelo que son sus discípulos–, dice: “Éstos son mi madre y mis hermanos”».

Frecuentemente Jesús habla en los evangelios de sus discípulos como de sus hermanos, o de «estos hermanos míos más pequeños», o simplemente de «los pequeños». Se trata de aquellos que oyen a Jesús con fe aunque no lo entiendan perfectamente. Se trata de los que no se le oponen, sino que le siguen y le escuchan. Esta es la familia de Jesús, porque es la familia del Padre, cuyo vínculo familiar no es la sangre, sino la Nueva Alianza en la Sangre de Jesús, o sea, la fe en él.

Como explicita San Juan: «A los que creen en su nombre les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12).

Por eso termina Jesús con una explicación de por qué son esos sus auténticos familiares:

«Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre».

O en la versión de Lucas:

«El que oye la palabra de Dios y la guarda, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Lc 8, 21).

La misteriosa y quizás para muchos no muy evidente ecuación entre «cumplir la voluntad de Dios» o «escuchar sus Palabras y cumplirlas», y creer en Jesucristo, nos la revela explícitamente San Juan en su primera carta:

«Guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento y lo que le agrada: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó» (1Jn 3, 22-23).

Hacer la voluntad del Padre no es doblegarse a un oscuro querer, sino complacerse en hacer lo que a Dios le complace; es regocijarse en el gozo de Dios. Y si nos pregunta en qué se deleita y regocija nuestro Dios, que como Ser omnipotente puede parecer muy difícil de contentar, sabemos qué responder porque ese Ser inaccesible nos ha revelado qué es lo que le complace:

«Éste es mi Hijo, a quien amo y en quien me complazco: escuchadle…» (Mt 17, 1-8; Mc 9, 7; Lc 9, 35).

Nuestro Dios se revela como el Padre que ama a su Hijo Jesucristo, y se deleita en él, y no pide otra cosa de nosotros sino que lo escuchemos llenos de fe y lo sigamos como discípulos.

Entendemos quizás ahora por qué Lucas traduce el «cumplir la voluntad de Dios», de que hablan Mateo y Marcos, con una frase equivalente: escuchar su Palabra, que es escuchar a su Hijo, y guardarla, que es seguirlo como discípulo.

Y similar identificación de la voluntad de Dios con la Palabra de Jesús nos ofrece un texto del evangelio de Juan:

«Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado, y el que quiera cumplir su voluntad verá si mi doctrina es de Dios o hablo yo por mi cuenta» (Jn 7, 16-17).

Parientes de Jesús son, pues, los que por creer en él entran en la corriente del vínculo de complacencia que une al Padre con el Hijo y al Hijo con el Padre.

Por eso, su respuesta a los que lo envuelven a él y a su madre en un mismo rechazo y vilipendio es una seria advertencia. Equivale a distanciarse de ellos y negarles cualquier otra posibilidad de entrar en comunión con Dios que no sea a través de la fe en él.

Pero esta palabra de Jesús tiene dos filos. Y el segundo filo es el de una alabanza, el de una declaración de Alianza de parentesco –el único real y más fuerte que el de sangre– entre el creyente y él. Y en la medida en que María mereció ser su Madre por haber creído es éste el más valioso testimonio que podía ofrecernos Marcos acerca de María. Jesús declara que la razón última y única por la cual María pudo llegar a ser su Madre era la fe en él.

5. María, Madre de Jesús por la fe

María no estuvo unida a Jesús solo ni primariamente por un vínculo de sangre. Para que ese vínculo de sangre pudiera llegar a tener lugar, tuvo que haber previamente un vínculo que Jesús estima como mucho más importante.

Pero todo esto Marco no lo explicita, ni el Señor tampoco lo hace sin duda en aquella ocasión. Es por otros caminos por donde hemos llegado a comprender lo que hay implícito en el velado testimonio de Jesús que Marcos nos relata. Que María creyó en Jesús antes de que Jesús fuera Jesús. Y que solo porque el Verbo encontró en ella esa fe pudo encarnarse.

Es así como el silencio mariano de Marcos da paso a la elocuencia mariana de Jesús mismo. Una elocuencia que lleva la firma de la autenticidad en su mismo estilo enigmático, velado, parabólico, el estilo de Jesús en todas sus polémicas. Un lenguaje que es revelación para el creyente y ocultamiento para el incrédulo.

Y quiero terminar –para confirmar lo dicho– iluminando este primer retrato de María, según Marcos, con una luz que tomaré prestada del evangelio de Lucas, pero con la casi absoluta certeza de que no se debe sólo a su pluma, sino a la misma antiquísima tradición preevangélica en que se apoya Marcos. Me complace considerarlo como un incidente ocurrido en la misma ocasión que Marcos nos relata, como lo sugiere su engarce en un contexto muy similar. En medio de las acusaciones de que está endemoniado, y estando Jesús ocupado en defenderse,

«alzó la voz una mujer del pueblo y dijo: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”.

«Pero Él dijo: “dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan”» (Lc 11, 27-28).

Creo que Lucas ha querido declarar directamente, al insertar este episodio en su evangelio, lo que no queda a su gusto suficientemente explícito en el relato de Marcos: que las palabras de Jesús, en respuesta a los que le anunciaban la presencia de los suyos, encerraban un testimonio acerca de María.

Conclusión

La figura de María según Marcos es, como nos muestra su comparación con los pasajes paralelos de Mateo y Lucas, la figura más primitiva que podemos rastrear a través de los escritos del Nuevo Testamento. Es la imagen de la tradición preevangélica y se remonta a Jesús mismo.

Es una figura apenas esbozada, pero clara en sus rasgos esenciales. Rasgos que, como veremos, desarrollarán y explicitarán los demás evangelistas, limitándose solo a mostrar lo que ya estaba implícito en esta figura de María, madre ignorada de un Mesías ignorado. Madre vituperada del que es vituperado. Pero, para Jesús, bienaventurada por haber creído en él. Madre por la fe más que por su sangre.

Y ya desde el principio, y según el testimonio mismo de Jesús, Madre del Mesías, es presentada en clara relación de parentesco con los que creen en Jesús, como Madre de sus discípulos, es decir, de su Iglesia.