Éxodo 24,1-18
El hombre ha de gloriarse sólamente en el Señor
San Basilio Magno
Homilía sobre la humildad 20,3
No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza.
Entonces ¿en qué puede gloriarse con verdad el hombre? ¿Dónde halla su grandeza? Quien se gloría –continúa el texto sagrado– que se gloríe de esto: de conocerme y comprender que soy el Señor.
En esto consiste la sublimidad del hombre, su
gloria y su dignidad, en conocer dónde se halla la verdadera grandeza y
adherirse a ella, en buscar la gloria que procede del Señor de la gloria. Dice,
en efecto, el Apóstol: El que se gloríe, que se gloríe en el Señor,
afirmación que se halla en aquel texto: Cristo, que Dios ha hecho para
nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención; y así –como dice la
Escritura–: «El que se gloríe, que se gloríe en el Señor».
Por tanto, lo que hemos de hacer para gloriarnos de un modo perfecto e irreprochable en el Señor es no enorgullecernos de nuestra propia justicia, sino reconocer que en verdad carecemos de ella y que lo único que nos justifica es la fe en Cristo.
En esto precisamente se gloría San Pablo, en despreciar su propia justicia y en buscar la que se obtiene por la fe y que procede de Dios, para así tener íntima experiencia de Cristo, del poder de su resurrección y de la comunión en sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos.
Así caen por tierra toda altivez y orgullo. El único motivo que te queda para gloriarte, oh hombre, y el único motivo de esperanza consiste en hacer morir todo lo tuyo y buscar la vida futura en Cristo; de esta vida poseemos ya las primicias, es algo ya incoado en nosotros, puesto que vivimos en la gracia y en el don de Dios.
Y es el mismo Dios quien activa en nosotros
el querer y la actividad para realizar su designio de amor. Y es Dios
también el que, por su Espíritu, nos revela su sabiduría, la que de antemano
destinó para nuestra gloria. Dios nos da fuerzas y resistencia en nuestros
trabajos. He trabajado más que todos –dice Pablo–; aunque no he sido
yo, sino la gracia de Dios conmigo.
Dios saca del peligro más allá de toda esperanza humana. En nuestro interior –dice también el Apóstol– dimos por descontada la sentencia de muerte; así aprendimos a no confiar en nosotros, sino en Dios que resucita a los muertos. Él nos salvó y nos salva de esas muertes terribles; en él está nuestra esperanza, y nos seguirá salvando.