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No dar a nadie por perdido

Lo hacemos con frecuencia: «Este no tiene remedio»; «no hay nada que hacer»; «es un caso perdido»… Muchas personas son consideradas perdidas por los que se consideran a sí mismos «buenos» y «normales».

Era el caso de Leví. Había conseguido un puesto económicamente ventajoso y lucrativo. Era recaudador de impuestos. Y no en cualquier sitio: precisamente en Cafarnaúm, que se encontraba en la ruta comercial entre Damasco y Cesarea y en el que había aduana en la que se pagaba la tasa de la pesca y el impuesto de las mercancías trasportadas por la Vía maris entre Damasco y el Mediterráneo.

Los recaudadores de impuestos eran considerados pecadores por definición. Sus ganancias las conseguían con frecuencia por medios ilícitos, con usura (cf. Lc 3,12-13). Además eran colaboracionistas de los romanos, los paganos que dominaban la tierra santa y oprimían injustamente al pueblo elegido. Se habían granjeado el desprecio público. Eran despreciados y despreciables. Un fariseo misericordioso podía como mucho acoger a un publicano en su mesa, pero jamás osaría ser invitado a la mesa de los pecadores… (cf. Lc 18,9-12; 15,1-2).

Pues bien, en la vida de Leví irrumpe Jesús, el rabí de Galilea. Jesús no le da por perdido. Y toma la iniciativa sorprendente de llamarle de manera directa y personal: «Sígueme». El pecador público y oficial se va a convertir en discípulo y seguidor fiel e incondicional del Salvador y terminará siendo una de las doce columnas sobre las que se edificará la Iglesia…

La iniciativa de Jesús le lleva a cambiar su nombre: Leví se convierte en Mateo, que significa «don del Señor». El que se dedicaba a apropiarse de los dones materiales de los demás (incluso abusando de ellos) se convierte él mismo en don de Dios para el mundo. Y lo hará hasta el sacrificio de sí mismo mediante el martirio. Como tantas y tantas veces ocurrirá a lo largo de la historia de la Iglesia, el pecador recalcitrante y perdido a los ojos de todos se transformará en apóstol y evangelista.

Mateo es don de Dios de manera inmediata. Porque no tarda en reunir a otros muchos publicanos y pecadores –a otros muchos perdidos– para contarles lo que le ha sucedido y para presentarles a aquel hombre que le resultaba cada vez más fascinante. El Maestro, por su parte, tendrá la osadía de sentarse a la mesa con todos aquellos pecadores y perdidos, precisamente porque «el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10), a recuperar a la oveja extraviada (Lc 15,4-7).

Desde que el Hijo de Dios vino al mundo no tenemos derecho a dar a nadie por perdido. El mayor pecador es potencialmente un santo. Basta con que proyectemos sobre él la mirada de Cristo. Basta con que le amemos con el amor de Dios que regenera y reconstruye. Basta con que esperemos –con verdadera esperanza teologal– su transformación…

Porque –paradójicamente– el más perdido es con frecuencia el que con más prontitud y entrega acoge la Buena Noticia del amor de Dios. Y porque el corazón de Dios se alegra indeciblemente cuando recupera a uno de sus hijos que estaban perdidos (Lc 15,5-7. 20-24).

(Textos bíblicos: Mc 2,13-17; Mt 9,9-13; Lc 5,27-32)