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Voluntarista agraciado

Sin duda alguna, una de las personalidades más ricas e influyentes en la historia de la humanidad ha sido Saulo de Tarso. Hombre apasionado como pocos, luchador incansable y a la vez honradamente reflexivo, viajero hasta la extenuación, directo e incisivo, capaz de ternura y de amor, y, sobre todo, fiel a sí mismo, coherente, hombre de una pieza.

Coetáneo de Jesús de Nazaret, no parece haberle conocido durante su vida terrena. Saulo vivía en la diáspora judía, concretamente en Tarso de Cilicia, y no debió coincidir con el Rabbí de Galilea.

Había sido educado con todo esmero en las tradiciones religiosas de los padres. Aun viviendo fuera de Palestina, su familia era profundamente religiosa y practicante, y Saulo recibió ese contagio en su infancia. No podía entender la vida de otra manera.

Al llegar a la edad juvenil decidió ser rabino y se preparó a conciencia con el estudio de las Escrituras y de las aportaciones de los rabinos anteriores a él. Llegó a viajar incluso a Jerusalén, donde se formó junto al gran Gamaliel.

Más aún. Dentro del judaísmo optó por la rama farisea. Los fariseos tienen por lo general mala prensa. Sin embargo, eran el grupo más piadoso y cumplidor. Saulo no se andaba con medias tintas, y se une a aquellos que han elegido el camino de la «estricta observancia». No sólo se une: lo sigue con escrupulosa fidelidad. Un día dirá de sí mismo: «En cuanto a la justicia de la Ley, intachable». Siendo aún joven, se había colocado entre la élite espiritual y religiosa del pueblo de Israel.

Lejos de toda mediocridad y en absoluta coherencia con sus principios fariseos, no dudará en perseguir a la Iglesia naciente. No podía tolerar aquella secta de los nazarenos que amenazaba los fundamentos de la fe judía. Había que extirparla de inmediato. Y ahí le vemos: asistiendo a la ejecución de Esteban y buscando por todas partes a los que se habían hecho cristianos, para denunciarlos y presentarlos al Sanedrín.

En esas actividades persecutorias andaba, cuando un día, en el camino de Damasco, se le presentó Jesús, el que había sido ajusticiado y que para Saulo sólo era un personaje rechazable del pasado. Desde ese día su vida dio un vuelco total.

No nos detenemos en estos pocos párrafos en todo lo que implicó para Pablo ese acontecimiento. Sólo nos fijaremos en un aspecto de la revolución interior que se desató en su alma.

En un instante se vio agraciado de manera sorprendente e inesperada. El amor salvador de Cristo se volcó sobre él provocando una transformación tan honda que Pablo la llamará más tarde «nueva creación». Saulo ha sido alcanzado en el camino de Damasco por Cristo, que ha hecho de él un hombre nuevo.

Esto no significa que cambiase totalmente en un instante. Pero sí ha cambiado radicalmente su visión de sí mismo y de su relación con Dios. Lo que ha recibido de manera gratuita es tan profundo que necesitará años para asimilarlo y entenderlo. Y no podrá hacer otra cosa que empeñar toda su vida para transmitir a los más posibles esta Buena Noticia tan nueva como gozosa.

Hemos dicho que Saulo era un hombre moralmente intachable y religiosamente ferviente. ¿En qué consiste entonces su conversión?

A la luz de la experiencia del camino de Damasco comprende que era un voluntarista autosuficiente. Hasta ahora había puesto todo su empeño en conquistar la salvación y en ganarse la amistad con Dios mediante sus buenas obras. Era él quien se salvaba a sí mismo cumpliendo con todo detalle las acciones prescritas por la Ley judía y sólo tenía que presentarse ante Dios para recibir la aprobación y el premio por lo conseguido.

Ahora, en cambio, entiende que la salvación es don gratuito de Dios. Lo entiende porque lo experimenta en lo más hondo de su ser. Todo es gracia. El hombre no puede salvarse a sí mismo. Herido por el pecado en las raíces de su ser, sólo puede ser salvado por Cristo.

En el camino de Damasco Saulo ha sido derribado. Pero derribado sobre todo de su orgullo. Ahora reconoce la verdad de su condición de hombre pecador: «no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rom 8,19). Radicalmente esclavo del pecado (Rom 6,20), sólo puede ser liberado por aquel que le amó y se entregó a la muerte por él (Gal 2,20).

Ahora –sólo ahora– entiende la inutilidad de sus enormes esfuerzos como fariseo para conquistar la santidad. Ve con toda claridad que aquello sólo era soberbia disfrazada de religiosidad.

Ahora entiende por experiencia que el amor gratuito de Cristo puede colocarle en un solo instante en la santidad que él mismo no ha conseguido en años interminables de lucha.

Entiende que lo que ha acontecido en la muerte y resurrección de Cristo es tan radicalmente nuevo como para dividir la historia de los hombres en un antes y un después. Esta novedad no puede ser callada. Hay que gritarla. Hay que hacerla llegar a todos los hombres. Y Pablo se convierte en misionero infatigable por los caminos del mundo.

Ya no se avergüenza de su debilidad, no se rebela contra las limitaciones ni contra las dificultades. Ha escuchado en el fondo de su corazón la voz de Cristo: «Te basta mi gracia», y puede proclamar en tono casi desafiante: «Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo... pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,9-10).

La cruz de Cristo es infinitamente más fuerte que toda fuerza de los hombres (1Cor 1,24-25). En la resurrección del Señor se ha desplegado un poder inimaginable (Ef 1,19-20) que él mismo experimenta personalmente como energía que le transforma (Fil 3,10). Y se experimenta a sí mismo como nueva creación (2Cor 5,17), capaz de vivir lo que por sus solas fuerzas jamás hubiera logrado.

He ahí el milagro del camino de Damasco: Pablo ha sido agraciado con un don de lo alto inmerecido. Ya no tiene motivo para enorgullecerse. Todo es gracia. Ante Dios sólo cabe recibir, sólo tiene sentido dejarse transformar. Dios es quien da y actúa. El hombre es quien recibe y acoge.

Pablo no sólo ha sido liberado del pecado. Sobre todo, ha sido liberado de sí mismo, de su vivir desde sí y para sí. Y sus horizontes se dilatan sin límite...

(Textos bíblicos: Cartas de san Pablo, en particular Gálatas y Romanos)