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Introducción. «Ese hombre eres tú»

Los personajes bíblicos y nosotros

En cierta ocasión el profeta Natán se presentó ante el rey David y le propuso un caso: había dos hombres, uno rico y otro pobre, el rico con muchos rebaños y el pobre que sólo tenía una corderilla; cuando el hombre rico recibió una visita, en vez de tomar un animal de sus rebaños para convidar a su huésped, cogió la cordera del pobre.

Ante tan clamorosa injusticia, David reaccionó con vehemencia y con furia: «¡Vive Dios, que el que ha hecho eso es reo de muerte! No quiso respetar lo del otro, pues pagará cuatro veces el valor de la cordera».

Lo que de ningún modo se esperaba el rey era la respuesta de Natán: «¡Ese hombre eres tú!» Lo que con tanta lucidez había juzgado y condenado en otro, no había sabido verlo en sí mismo. Sí, ese hombre era realmente él: para encubrir su adulterio, había hecho matar a Urías, y finalmente se había quedado con su mujer (2Sam 12,1-9). ¡Aquella historia era en realidad su propia historia!

Las siguientes páginas pretenden acercarse a diversos personajes bíblicos precisamente desde esta perspectiva: Ese hombre eres tú, esa mujer eres tú. Abraham eres tú, David eres tú, Saulo de Tarso eres tú, María Magdalena eres tú...

No se trata de una aplicación artificial. Todo lo contrario: «Todas estas cosas sucedieron para enseñanza nuestra» (1Cor 10,6). Cada vez estoy más convencido de que esta es la única perspectiva adecuada para entender la Biblia. Cada relato bíblico encierra una experiencia de fe que hay que saber descubrir. Cuando conecto con esa experiencia, la Biblia deja de parecerme un documento del pasado y se convierte en el relato vivo de mi propia historia.

Muchas personas me han dicho que la Biblia se les caía de las manos porque sólo encontraban en ella «historias» más o menos extrañas de un pasado remoto. Esta decepción tiene mucho que ver con las expectativas con las que uno se acerca al texto sagrado: encontrar un cuerpo de enseñanzas filosófico-teológicas y morales.

Pero el Espíritu Santo es incomparablemente mejor pedagogo que todos nosotros juntos. Él, que conoce perfectamente el corazón humano (cf. Jn 2,25), sabe qué necesitamos y cómo hemos de recibirlo. Él sabe que la inmensa mayoría de los hombres no somos filósofos ni teólogos, y en su infinita sabiduría se ha revelado precisamente así: en «historias». En su admirable condescendencia (cf. D.V. 13) ha tenido a bien ponerse al nivel de los que somos niños y ha preferido hablarnos en nuestro lenguaje, accesible a todos los humanos.

A mi juicio, no hemos tomado aún suficientemente en serio la historia de la salvación como categoría fundamental de la revelación bíblica. No, la Biblia no es un código ético ni un manual de teología. Nos transmite la vida real de un pueblo y la existencia concreta de hombres y mujeres dentro de él, desde la perspectiva de su relación con Dios. Por eso, porque es vida –no «ideas» o «teoría»– está llena de «historias».

Pienso que también en este aspecto hemos de tomar en serio la consigna evangélica de «hacernos como niños» (Mt 18,3). Nuestra cultura occidental está demasiado saturada de racionalismo e ideologías. El mensaje bíblico es más sencillo. Y al mismo tiempo más comprometido: las ideas las podemos discutir indefinidamente sin que rocen nuestra vida ni la transformen.

En el acercamiento a cada uno de los personajes he procurado ser muy fiel al sentido literal de los textos bíblicos –intentando evitar la tentación de tomar el texto como pretexto–, pero al mismo tiempo he estado muy atento a las situaciones que viven los hombres y mujeres de hoy, para permitir que la Palabra de Dios les hable de manera real y concreta. De este modo, al leer en la Biblia las experiencias de sus protagonistas –en toda su hondura y variedad– podremos comprobar cómo ellos iluminan nuestras propias experiencias de hombres y mujeres del siglo XXI.

Por lo demás, en estas breves páginas no he pretendido abarcar todas las facetas de cada personaje –algunos, de una riqueza extraordinaria–, ni mucho menos agotar la fecundidad de los textos bíblicos, sino sólo subrayar un rasgo significativo de cada uno de ellos.