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Salmo 62 (63). Sediento de Dios

Uno de los salmos que con mayor vigor expresan el deseo de Dios y la unión con Él. Las diferentes imágenes resaltan el anhelo incontenible (sed, tierra reseca) y la dicha de la intimidad (saciedad, júbilo, «la sombra de tus alas», «mi alma pegada a ti», «tu diestra que me sostiene», «ver» tu fuerza y tu gloria…). Se diría que todo el ser del hombre se siente irresistiblemente atraído hacia Dios como un poderoso imán. Por Él se madruga, a Él se contempla y se alaba, hacia Él tiende el recuerdo, por Él se siente protegido y sostenido, Él mismo producirá saciedad… Desde esta intimidad los enemigos resultan inconsistentes (vv.10-12).
Jesús gritó en la cruz: «Tengo sed» (Jn 19,28). El corazón humano del Salvador ha experimentado esta sed durante toda su vida terrena. La humanidad del Verbo ha vivido –de una manera inimaginable– vuelta hacia el Padre (Jn 1, 1.18). Nadie como Cristo ha experimentado esta atracción, irresistible y continua. Su alma, «pegada» al Padre (v.9), estaba al mismo tiempo «sedienta» (v.2): «Padre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17,1). Su carne, inseparablemente unida al Verbo, tenía verdaderas «ansias» de ser plena y definitivamente «saciada». Ello ocurrió en la resurrección. Cada una de las expresiones del salmo encuentra en los labios y en el corazón de Jesús su plenitud.
El mismo Jesús se ha presentado como aquel que sacia la sed del hombre (Jn 4,10-14; 7,37-39). El realismo físico de las expresiones del salmo nos lleva a pensar en la Eucaristía; en ella Cristo sacia todas nuestras hambres (Jn 6,51. 68-69); ella es el manjar exquisito (v.6) que sostiene al hombre en su peregrinación terrena; a la sombra de sus alas nos pegamos (v.9) a Cristo frente a los enemigos que buscan nuestra perdición (v.10).
El deseo de Dios es el más intenso y profundo del hombre: «Señor, nos hiciste para Ti y nuestro corazón no halla reposo hasta que descanse en Ti» (san Agustín). Taponar este deseo es frustrar al hombre e impedirle ser feliz.
El deseo de Dios es deseo del cielo, porque sólo entonces «le veremos tal cual es» (1Jn 3,2), sin limitaciones ni condicionamientos; también con nuestra carne: «con mis propios ojos le veré» (Job 19, 25-27).